23 abril 2007

El poeta sin oficio

En la X Feria Internacional del Libro de Santo Domingo se celebrará el Primer Festival de Poesía Clima de Eternidad. Ese evento, que ha sido organizado por José Mármol desde su mismo germen, es el móvil de estas líneas que, aunque no lo parezca, lo apoyan.
En la antigüedad la poesía era la manera más creíble de contar las cosas. En ese entonces, además de crear belleza, los poetas procuraban ser útiles. Los versos de Homero le contaban a los griegos todo lo que necesitaban para reconocerse a sí mismos. Pueblos en su mayoría analfabetos, se sabían de memoria sus gestas y las recitaban de rima en rima.
Pero si en ese entonces el poeta era indispensable, ahora ni la poesía los necesita (ella prefiere a otros que se comuniquen con más eficacia). El poeta, como los sellos de correo, perdió su utilidad. Nadie se ha confabulado contra él, sencillamente no se le necesita. Si un buen día todos aprendieron a enviar mensajes sin la ayuda de un telegrafista, hoy muchos hacen poesía sin el poeta.

16 abril 2007

El macht de La Gaveta

Hay gente que uno no se imagina envejeciendo. Sospecho que eso nos sucede a todos y con individuos de la más variada calaña, aunque hay oficios que merecen la eterna juventud más que otros: ciertos músicos y algunos peloteros, por ejemplo. Bladimir Zamora ni es músico ni es pelotero ni nunca tuvo cara de joven, pero por su carácter y por su manera de entender las cosas que le rodean, no merece aún ser un señor de 55 años.
Conocí al Bladi cuando los años ochenta y el mundo en el que fuimos criados se estaban acabando. La casona de Paseo donde habitaba El Caimán Barbudo tenía los días contados y sus inquilinos estaban aprovechando aquella cuenta regresiva al máximo. Un encuentro de jóvenes creadores, auspiciado por la revista, me hizo viajar en tren lechero desde Camarones hasta la Estación Central.
Además del Bladi, Bernardo Marqués y Alex Pausides (que eran los anfitriones), asistieron al convite Norge Espinosa (quien también ha tenido que seguir cumpliendo años muy a pesar suyo), Ramón Fernández Larrea, Víctor Rodríguez Delgado, Carlos Varela, Luis Alberto García y Sigfredo Ariel, entre otros tantos poetas, narradores y trovadores que mi memoria ya no alcanza.
Poco después de aquella semana dejé a Camarones para siempre y fijé mi residencia en la calle 11, a una cuadra de Paseo. A partir de ese momento y a bordo de una bicicleta china (que le asignaron al Bladi en la Editora Abril) atravesé parte de El Vedado, toda Centro Habana y algunas calles de La Habana Vieja para reunirme a diario con Zamora. Primero en La Gaveta (su mínimo habitáculo) y después en el viejo edificio del Diario de la Marina, donde se perpetró la revista Somos, un híbrido que ya no era ni El Caimán Barbudo, ni Somos Jóvenes, ni Juventud Técnica.
Pero si el medio día dentro de la Editora Abril era ocioso (no lo era más gracias a Armandito, Alí y Luis Felipe, tres mosqueteros con un humor a prueba del más especial de los períodos), las mañanas en La Gaveta eran el espacio ideal para sobrevivir en aquella Habana donde todos los días desaparecía algo para siempre.
Sin recuperar el aire, tenía que cargar escaleras arriba con aquella Forever que pesaba no se cuántas libras de acero muy oxidable. Cuando tocaba la puerta, Bladi me respondía con sus pesados pasos por la frágil escalera de la barbacoa. Ya el café estaba listo y sobre una mesa polaca y plegable, había un dominó oriental (de los que sólo llegan hasta el doble seis) y una hojita de lo que fuera para llevar las cuentas.
Aunque nos apasionábamos muchísimo con los resultados de cada data y tuvimos no pocas y muy acaloradas discusiones (Sigfredo Ariel es testigo de lo que digo), lo más importantes de aquellos encuentros era la música que se oía y todo lo que se hablaba. Porque si alguien que me lee no lo conoce, Bladimir Zamora es uno de los pocos conversadores de pura raza que le debe quedar al archipiélago cubano.
Cuando abandoné la Editora Abril para irme a México, primero, y a La Gaceta de Cuba, después, tuve que deshacerme también de la tradición de pedalear todos los días hasta La Gaveta para jugar aquel raro macht donde María Teresa Vera, Benny Moré, los tres Matamoros, Arsenio Rodríguez y la incombustible orquesta Aragón, entre muchísimos otros cubanos pertenecientes a la más selecta aristocracia sonora, no hicieron silencio ni por un segundo.
Aún hoy, cuando oigo ciertas melodías, tengo que remitirme sin remedio a aquellos días en que gracias a Bladimir Zamora pude vencer la abulia, la incertidumbre y, sobre todas las cosas, entender muchas de las razones por las que uno tiene que seguir siendo cubano sin excusas ni pretextos.
Bladimir Zamora acaba de cumplir 55 años y lo único que puedo hacer para darle un abrazo es escribir esto. Este es mi modo de volver a pedalear hasta él y “darle agua” a todo el tiempo que he estado si oírle decir “¡Ducasio tocando el güiro!”, con el doble dos en la mano, feliz de poder pegarse con la ficha que menos lo esperaba.

13 abril 2007

El violín que nadie escuchó

Joshua Bell, uno de los violinistas más reconocidos del mundo, acaba de ser ignorado por 1,097 transeúntes en la céntrica estación de L'Enfant Plaza, en el corazón de la capital de Estados Unidos.
Durante 43 minutos, Bell tocó con su Stradivarius de 1713 (valorado en tres millones de dólares) las mismas piezas por las que cientos de norteamericanos acababan de pagar cientos de dólares en el Boston Symphony Hall. Pero al final del singular concierto callejero, apenas recaudó 32 dólares con 17 centavos.
Aunque por esos día el violinista recibió el premio Avery Fisher, el más importante de la música clásica, y su rostro estaba en las portadas de todos los diarios, sólo una persona lo reconoció.
Por eso es que siempre he creído que el wachiman que se amarga con las bachatas que suenan en su radiecito, es más auténtico y culto que los que se disfrazan de pies a cabeza y pagan lo que sea para ir al teatro a ver (que no es lo mismo que a oír) una música que ni entienden ni les gusta. Al menos él sabe quién es y disfruta de su identidad sin remordimientos.

05 abril 2007

Desaparecida

Se desconoce el paradero de una morena dominicana que va por la vida con demasiado orgullo de ser una morena dominicana. Aunque su edad no está del todo clara, pudiera decirse que ronda la eterna juventud. Hay una manera muy sencilla de reconocerla a simple vista: suele ser ella a toda hora y en todo momento.
Es demasiado inteligente, pero prefiere demostrar su felicidad, de manera que sus ideas más brillantes siempre aparecen después de una carcajada o de un chiste (de buen o de mal gusto, según corresponda).
Es amiga de tirios y troyanos y, lo más importante de esta dualidad, tanto los tirios como los troyanos sienten que ella es su único punto en común, la única posibilidad que tienen de reconciliarse.
Cuando está triste, canta los merengues y las salsas más alegres. Cuando está feliz, canta las canciones más tristes de Andrés Calamaro (si le tararean “Media Verónica” no ofrecerá resistencia). Si alguien sabe de ella, le ruego información, cien mil o un millón yo pagaré…
(Martha Sepúlveda, voy a tener que publicar esto si no acabas de aparecer. No es una amenaza, pero es en serio que te lo estoy diciendo).