Las fuerzas productivas de la familia cubana no conocen la propiedad privada. Nacieron y se criaron dentro de un régimen que se hizo cargo de todo el engranaje económico, desde la generación de la energía hasta la fabricación de una croqueta. Nada, absolutamente nada, se escapaba de las manos del todopoderoso Estado.
Eso le garantizaba a la dictadura el poder sobre la gente. Hace poco un viejo amigo citó de memoria un viejo axioma: Quien te da de comer, es tu dueño. Siempre fue insuficiente y cada vez menos, pero lo cierto es que el Estado se hizo cargo de la manutención de los cubanos. Eso, al final, acabó por llevar a la ruina a un país que, en 1959, era la tercera economía de América Latina.
Ni el gobierno más salvajemente liberal se atrevería a despedir de un golpe a 500.000 trabajadores. El pueblo más pacífico estallaría ante la noticia de que otros 800.000 empleados serán cancelados más adelante. Parecería que el comandante sin charreteras y el general de civil, después de ensayar el socialismo por medio siglo, ha decidido poner al capitalismo en escena.
En verdad eso es lo que desean la inmensa mayoría en la Isla desde hace mucho tiempo. Solo falta ver las consecuencias que tendrá el desamor, esa profunda falta de ilusión que alcanza (como la Libreta de Abastecimiento) a todos y cada uno de los cubanos.