30 diciembre 2011

Una línea imaginaria

Este viernes no sucedió en Samoa. Hasta ayer, esas islas eran el último lugar del mundo donde se ponía el sol. A partir de hoy, sus habitantes serán los primeros en estrenar el día. Para eso, el gobierno de esa diminuta nación hizo un extraño corte a la Línea Internacional del Cambio de Fecha.
Samoa saltó del jueves 29 al sábado 31 de diciembre por un problema práctico, no quería seguir teniendo un día de atraso con sus socios comerciales más importantes (antes, alguien podía salir de China un miércoles y llegar a Samoa un martes). Para ponerse al día, tuvieron que renunciar a 24 horas.
Yo hubiera renunciado a meses enteros de 2011. Si el año de los samoanos tuvo 364 días, el mío hubiera sido suficiente con 159. Eso me habría ahorrado momentos muy difíciles. Aunque, en honor a la verdad, las lecciones que se aprenden cuando se toca fondo se compensan por el resto de la vida.
Al 2011 le agradezco el  hallazgo de Diana y el regreso a Cuba. Lo primero se lo debo a un hecho poético, literalmente. Di con ella mientras leía versos. Lo segundo, es consecuencia de ese encuentro que todavía disfruto. Volver a mi país me permitió corregir muchas cosas que se habían desvirtuado durante 10 años de ausencia. También reafirmé otras.
Al 2012 le pido poco. Creo que en este año purgué y logré más de la cuenta. Si acaso quiero seguir sembrado, aun sin llegar a cosechar nada. Aunque sé que a ellos no les va a gustar que los mencione, creo que tengo el deber de hacerlo. Sin Luis Concepción y Susana Ortega este año se me pudo quedar sin muchos más días.
No sé implorar, no aprendí a rezar. Si pudiera pedir algo a alguien a quien nunca me he dirigido, es que la biología resuelva en mi país lo que la historia no ha podido. Samoa solucionó su dilema con el tiempo cambiando una línea imaginaria. Los cubanos ya no podremos recuperar cinco décadas perdidas, pero ya es tiempo de que empecemos otra vez de cero.
Ruego por eso.

26 diciembre 2011

Felices fiestas

Mi primo Lazarito rastreó los antiguos cajones de mis tías en busca de fotos de mi padre. Encontró muchas, pero no quiso regalarme ninguna. Él es el único Venegas que permanece en La Habana y quiere ser el guardián del legado que queda.  Como un vigía, cuida de todo con un celo inconcebible.
De rodillas, en el portal de la casa del parque de Ceiba, en Puentes Grandes, fotografié los rostros que ya habían sido retratados, décadas atrás, en lugares donde se han borrado todas y cada una de sus huellas. Mientras enfocaba, redescubría mi parecido con los Venegas.
Con traje y corbata, mi tío Paulino apunta al cielo de Marianao con un trago de cognac en cada mano. En mangas cortas, con el pecho afuera, mi tío Cipriano, el marinero, señala en qué dirección está el mar. En una mesa donde no reconozco a nadie, mi padre abraza a una mujer vestida de negro y con un chorongo en la frente que tampoco sé quién es.
Debe tratarse de alguna celebración importante. Sospecho, por las paredes de madera del sitio, que es en General Carrillo, el pueblo donde Lázaro y Eloísa trajeron a sus siete hijos a este mundo. Aunque mira a la cámara desde el fondo de la mesa, Serafín parece esconderse (ya no sabremos de qué ni de quién).
Pero, a pesar de su evidente "cladestinidad", nada le impide celebrar. Tampoco a mí. Felices fiestas, Papi. Nunca me atrevo a compartir nada si antes no pienso en ti y te dedico el primer trago. ¡Salud, viejito!

25 diciembre 2011

El cayuco atado

El domingo pasado nos fuimos a la Zona Colonial. El plan era que, mientras Diana iba a misa, yo me encontraría con Alejandro Aguilar en las ruinas de San Francisco, donde Bonyé celebra sus tardes de son. Pero en el Parque Colón dimos con una feria de artesanías y decidimos explorarla.
Son muy pocas las artesanías que en verdad logran interesarme. Creo que la mayoría de esas expresiones populares se han desvirtuado y pervertido. Lo que en un inicio fue una necesidad genuina de los pueblos de representarse a sí mismos, acabó convirtiéndose en un empobrecido estereotipo que siempre trata de complacer la ignorancia de los turistas.
Pasamos por los stands de cada una de las regiones prácticamente sin detenernos. Nada lograba interesarnos. Pero dimos con un artesano de Miches que talla embarcaciones y náufragos en madera. Sus cayucos siempre cuelgan del techo y se sujetan de la cabeza de uno de sus ocupantes.
No pudimos resistir la tentación de llevarnos un bote donde viajaba un solitario barbudo vestido de verde olivo. Le encajamos en la cabeza una puntilla que trajimos de un cafetal de la Gran Piedra. Luego lo sujetamos de un clavo de línea que arranqué de la vía principal, en Camarones. En la pared, en el lugar del agua, repetimos las primeras líneas del Diario de campaña de José Martí.
Ayer el régimen de Raúl Castro anunció que no variaría en un ápice su política migratoria, la cual le niega a los cubanos el derecho de entrar y salir de su país con entera libertad. Nuestro cayuco atado, impedido de llegar a ninguna parte, espera con paciencia el día en que las aguas de nuestra isla se liberen.

24 diciembre 2011

Marcha atrás

Los voceros del régimen de La Habana en Miami hicieron el esperanzador anuncio semanas atrás. Aseguraban que la reforma migratoria sorprendería a todos. Vociferaban con alegría el fin de una larga tristeza: la imposibilidad de los cubanos de entrar a su país o salir de él con libertad, sin vejámenes ni degradaciones.
Diana se fue de Cuba a los 5 años, el 20 de mayo de 1970. Aún guarda el documento donde se selló la despedida de su patria. Esa mañana obtuvo el derecho de viajar por “todo el mundo excepto Rusia y sus satélites”. Una exclusión se sumó a la otra. Todavía no iba a la escuela y ya era parte de un conflicto internacional.
Para volver a reunirse con sus primas y poder sentarse otra vez en uno de los bancos del parque de El Cristo, tuvo que pedir un permiso especial en el Consulado de Cuba. El sello era válido por tres meses y para una sola entrada en su propio país. La vergonzosa autorización tenía, además, un precio. 80 dólares norteamericanos.
Ya no existe la Unión Soviética ni los satélites que giraban a su alrededor, pero el documento que le dieron a Diana de niña aún tiene una penosa vigencia. Anoche, Raúl Castro en persona se ocupó de recordarnos eso. Con esa voz de antiguo locutor de radio que tiene, le volvió a dar marcha atrás a la esperanza.
“Como era de esperar, no han faltado las exhortaciones, bien y mal intencionadas, para que apresuremos el paso, y nos pretenden imponer la secuencia y alcance de las medidas a adoptar, como si se tratara de algo insignificante y no del destino de la Revolución y la Patria”, advirtió.
Al final, el anciano general no se atrevió a devolverle a sus compatriotas uno de los derechos más elementales que les debe su patria. Esa idea le sigue produciendo pánico. Sabe que hasta una niña de 5 años, una vez que conoce a la libertad, no puede volver a ninguna parte sin llevarla consigo.

19 diciembre 2011

Atrincherados con Adriano Rodríguez

Bladimir Zamora nos invitó al Patio de la Egrem. Allí estaría conversando con Adriano Rodríguez, el mítico cantor de cubanidades. Entre el público tuvimos la fortuna de encontrar a Joaquín Borges Triana, el hombre que sueña por la oreja. Su abrazo y su cariño nos dio la bienvenida dentro de aquellas cuatro paredes de sonidos esenciales.
Atrincherado en un cubalibre, Adriano cantaba cosas de los apellidos que hay que cantar para ponerle música a la palabra Cuba: Garay, Corona, Vera, Rodríguez y Milanés, entre muchos otros. A propósito de Pablo, nadie pasó por alto su decisión de cantar “Años”. De ahí el carácter conspirador que todos le dieron al aplauso.
Entre canción y canción, Bladimir y Adriano conversaban. A su alrededor tenían una guitarra, una botella de Carta Oro, un refresco de cola, hielos derretidos y una jaba de panes. “Les agradezco que todavía tengan deseos de escucharme —le dijo Adriano a su público—. Cada vez que me llamen voy a venir. Yo seguiré cantando mientras ustedes tengan deseos de oírme”.
Muy pocos de los jóvenes que le pedían canciones y le aplaudían, conocían la verdadera dimensión de Adriano. Tampoco les hacía falta. Ya están demasiado lejos aquellos tiempos en que le llamaban “El Pedro Vargas de Guanabacoa”. Sus dúos con Paulina Álvarez, Barbarito Diez, Celia Cruz, Carlos Embale y Pablo Milanés solo se recuerdan por el renombre de la voz prima.
Cada vez que hacía silencio, se subrayaban las carencias de aquel hombre rodeado por una guitarra, una botella de Carta Oro, un refresco de cola, hielos derretidos y una jaba de panes. Pero su voz le hacía rico, tanto a él como a nosotros, que también teníamos a un cubalibre por trinchera, en el centro de una Habana cuya única riqueza consiste en pobrezas como esa.

18 diciembre 2011

Chico & Rita, una canción inolvidable*

Con Chico & Rita, Fernando Trueba por fin pudo exorcizar todos los fantasmas que el latin jazz le metió en la cabeza. Como algunos de sus protagonistas estaban muertos y su principal escenario irreconocible, le pidió a Javier Mariscal que los dibujara.
Solo así fue posible que La Habana volviera a ser La Habana sin tener que irse de La Habana. Solo así, Bebo Valdés pudo reencontrarse con Chano Pozo y Dizzy Gillespie sin tener que irse de este mundo. Lo demás, es una historia que ya no sabíamos de memoria, pero que nunca habíamos podido ver pasar en una pantalla.
Si Chico & Rita se hubiera hecho de cualquier otra manera, no sería esa película inolvidable que queremos repetir una y otra vez, como las canciones que más nos gustan, esas que tarareamos de manera inconscientes o que nos vienen a la cabeza incluso cuando ya se nos han olvidado.

*Mi querido Antonio José Ponte me pidió estos tres párrafos para el dossier "Lo mejor de tu año" de Diario de Cuba, donde debía recomendar un libro, una película o alguna música que me hubiera apasionado en algún momento de 2011.

13 diciembre 2011

Cada vez que caía la tarde

En la Cuba de los 80 la mayoría de las etiquetas eran horribles. El diseño gráfico de la Isla, que durante los 50 y los 60 gozó de tanta riqueza, acabó empobreciéndose de una manera insoportable a finales de los 70. Ese ron es de esa época.
Cada vez que caía la tarde, mi padre iba hasta la bodega más cercana y compraba un “sábado corto” o, si aún estaba cerca el día del cobro, una “piquilarga”. El primer trago se iba de un tirón y bajaba quemante, acompañado de un largo gesto que terminaba en un escalofrío.
Gracias a todas aquellas botellas de Ron Decano, me enteré de cosas y casos inimaginables. Con apenas dos tragos, Serafín se enardecía y no paraba de hablar. Durante un período de tiempo, que nunca se extendió por más de dos horas, se convertía en el hombre más simpático del planeta.
Luego, sin previo aviso, se tornaba denso y malhumorado. pero al final, afortunadamente, caía rendido. En la medida en que comencé a descubrir las etiquetas de los destilados más famosos, la de Decano se fue tornando más y más fea. Pero el día en que volví a dar con ella, en el Museo del Ron de La Habana, me produjo una alegría increíble.
Ese rectángulo de papel amarillento entraña demasiados recuerdos que quisiera no olvidar. Resulta curioso que todos empiezan en el mismo espacio y a la misma hora: en la Cuba de los 80, cada vez que caía la tarde.

Un inexplicable deseo*


A Sigfredo Ariel

La Habana era una ciudad para sentirse macho.
La madrugada de La Rampa
y las hileras de árboles que se encendían
con el impulso de las bicicletas,
le empavesaban el cuerpo
con agua de colonia.
Entonces era relativamente fácil
convencer a una de aquellas muchachas
que abrían las piernas
como si pelaran naranjas o tendieran sábanas al sol.

La Habana era una ciudad para andar suelto
y compartir las novias con los amigos,
después de pedirle a un tercero
que las dejara desnudas
en un parque, en un portal, en una funeraria
o en el andén sin luz
de alguna estación abandonada.

La Habana era una ciudad sofocada en alcohol
de la que aún no se había marchado nadie.
Ninguno de nosotros sabía a ciencia cierta
cómo gravitaban los atardeceres en Long Beach,
las tormentas de arena en Puerto del Rosario
o esa lluvia finísima que hiere los ojos en Dublín.

La Habana era una ciudad para sentirse macho,
aunque algunas noches,
sin importar la Luna que fuera,
un inexplicable deseo le haciera cambiar de idea.
En honor a la verdad
ocurría en contadas ocasiones,
pero siempre de la misma manera:
Se zafaba el cinto y daba la espalda
después de besar como una mujer
el final de una frase muy sórdida.
Entonces,
con mucha paciencia,
se relajaba para evitar el dolor,
como si pelara naranjas o tendiera sábanas al sol.

*Este poema está inspirado en otro poema (mucho mejor que el mío) que Sigfredo Ariel publicó en  el número 4 de la revista Amnios. Esa es la razón de la dedicatoria.

06 diciembre 2011

Luisito

A Luis Alberto García lo conocí la noche en que Carlos Varela estrenó “Memorias”. Fue en la antigua casona de El Caimán Barbudo, donde un grupo de jóvenes creadores habíamos sido convocados por Bladimir Zamora para compartir versos y trovas (recuerdo también a Carlos Javier Bello, Norge Espinosa, Teresa Melo, Sigfredo Ariel y Ramón Fernández Larrea).
Allí advertí que Luisito no solo lloraba en las películas. El final de una buena canción o un verso demoledor también podían hacer que se le salieran las lágrimas. Luego coincidimos en muchos sitios, “con licores y damas, más de eso quien se acuerda”. Creo que la última vez fue en Bauta, en casa de Emilio Ichikawa.
Aunque estuvimos 10 años sin vernos, nunca dejaron de llegarme noticias suyas. Jamás perdimos el contacto, nunca faltaron los mensajes y el cariño. Poco antes de volver a Cuba, disfruté muchísimo la entrevista que le hizo Amaury Pérez en Con dos que se quieran.
Fue ahí, a través de la pantalla, que me reencontré con el Luisito que más yo extrañaba. El abrazo y el beso que nos dimos después, fue el pretexto para seguir compartiendo rones y ponernos al día. Justo en el programa de Amaury, él enumeró algunas cosas que lo hacen permanecer en su país.
Ya parece poco probable que Silvio y Pablo vuelvan a cantar juntos. Con todas las fuerzas de mi corazón, quisiera que Industriales nunca más gane un campeonato. Pero aún así, me gustaría que Luisito me esté esperando cada vez que yo vuelva a La Habana.
Es que ellos dos se entienden demasiado. A pesar de la gran diferencia de edad, parecen estar hechos el uno para el otro.

05 diciembre 2011

Los fotógrafos del Capitolio

A los guajiros  siempre nos exigían una prueba de que habíamos estado en La Habana. Por eso acabábamos parándonos delante de un fotógrafo ambulante. Frente a un sol irresistible, con el Capitolio de fondo, mirábamos fijo hacia una caja de madera que tenía un tubo negro en el centro.
El paisaje que rodea al celebérrimo escenario se ha desintegrado en los últimos 10 años. Al cascarón del teatro Campoamor le han crecido árboles en las paredes. El interior de otro edificio cercano, también en ruinas, se ha convertido en un cementerio de viejas locomotoras de vapor.
Los jardines que acaban por sumarse al Parque de la Fraternidad también están abandonados. La mala hierba se ha tragado a casi todas las plantas exóticas que la República sembró allí. Manadas de perros callejeros se pelean por las ofrendas que la gente deja en el tronco de las ceibas. Todo parece descomponerse, todo menos los fotógrafos.
Por más de medio siglo ellos no se han movido del lugar. Los rostros de todas las generaciones de cubanos han salido de allí en blanco y negro, impresos en una cartulina húmeda. Es cierto que los cuerpos comienzan a borrarse desde el mismo día de la instantánea, pero nunca desaparecen del todo. Siempre queda algo reconocible en cada uno de ellos.
Los fotógrafos del Capitolio son parte de la resistencia habanera. Ellos, como la ciudad, se aprovechan del milagro de la estática y se aferran a su lugar, sin tiempo ni espacio, tratando de que no se olvide lo que ya nadie recuerda.

El arte de brindar por La Habana

No es lo mismo ser escritor que comunicador. Aunque ambos trabajan con las palabras, las usan para fines muy distintos. El primero puede darse el lujo de hablar por sí mismo. El segundo, en cambio, no hace nada si no dialoga. En República Dominicana, durante estos diez años, he tenido el privilegio de vivir de comunicar.
Ese oficio lo aprendí con algunos de los mejores maestros que pueda haber. En las redacciones de los periódicos, en las oficinas corporativas y en las diferentes consultorías, he tenido la suerte de encontrarme con gente excepcional. Frente a ellos, siempre preferí hacer silencio para asimilar lo mejor posible sus más importantes lecciones.
Hace algunos años tuve la fortuna de conocer a Luis Concepción. Al cabo del tiempo nos hicimos amigos. Pero eso no hizo que dejara de verlo como un maestro del que aprendo algo cada día. Luis no puede vivir sin enseñar, lo hace a todas horas y con todos los que le rodean. Gracias a eso he cometido muchos menos errores y he logrado algunos aciertos.
33 años atrás, en el verano de 1978, Luis llegó a La Habana como parte de la delegación dominicana al XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Desde entonces, su amor por esa ciudad no para de crecer. No hay una conversación suya que no acabe paseando por el Malecón o busque la sombra de un árbol en el Parque Central.
La tarde que esperamos el anochecer en el Castillo del Morro, brindamos por muchas cosas. Por fin habíamos podido compartir un Brugal Extra Viejo bajo el cielo de Cuba. Mencionamos logros, proyectos y hasta sueños. Pero en el fondo los dos sabíamos que solo estábamos celebrando a La Habana, esa novia imposible que tendríamos que abandonar en las próximas horas.

29 noviembre 2011

Río Azul

Salimos de Santiago de Cuba a las 5 de la mañana. Queríamos llegar a La Habana antes de que la noche nos diera alcance. Esta vez sí le hice caso a los consejos de José Manuel Fernández Pequeño. Seguimos por el rastro inconcluso de la autopista hasta Palma Soriano.
En las ruinas del ingenio Dos Ríos, tomamos la Carretera Central. Antes de llegar a Bayamo ya era día claro. Gracias a eso pudimos ver un acto simple, pero imborrable. La neblina, alta y densa, le servía de mediadora al río Cauto para que abandonara la Sierra Maestra y se entregara a la llanura.
La primera parada la hicimos en Las Tunas. Mientras desayunábamos, le hablé a Diana de Eduardo Lozano, un viejo amigo de la Escuela de Arte de Cubanacán. Lozano es de Las Tunas, pero vive en Valencia desde hace 10 años. Allá sigue pintando las hierbas y la naturaleza muerta de su provincia.
Poco antes de abandonar la Carretera Central, casi en la frontera de Ciego de Ávila con Sancti Spíritus, nos detuvimos en el Parador de Río Azul. “It's Miller time!”, era la manera que tenía Diana para anunciar el mediodía y decretar un alto. Masas de puerco fritas, cervezas y un olor a campo cubano que ya no volveríamos a encontrar.
Llegamos a La Habana a media tarde. No quise compartir el timón en todo el viaje. Cuando era niño, mi padre se vanagloriaba de haber manejado solo desde La Habana hasta Santiago. Más de 30 años después, por fin hice el viaje de regreso de Serafín. Esa noche no pudimos salir, estábamos molidos.
Nos sentamos a mirar caer la tarde. Cuando el mar se tragó toda la luz que le quedaba a La Habana, perdimos de vista a los pescadores que flotaban en el Golfo. Allí los dejamos, inmóviles, como la ciudad que tenían a sus espaldas.

Una leyenda ignorada

En la historia oficial de Jeep el Willys ocupa un sitial de honor. “El ejército norteamericano pidió un vehículo... y se hizo con un verdadero héroe”, aseguran con orgullo. Lo cierto es que esas pequeñas máquinas fueron testigos de todas y cada una de las victorias del ejército norteamericano en los frentes de Europa, África y Asia.
Pero en ninguna de las páginas web de la  Compañía donde se dice que ese modelo fue una leyenda, se habla de los Willys que fueron enviados a Cuba. Debieron llegar en el mismo 1945, cuando se introdujo el modelo CJ-2A para uso civil. Muy poco después ya eran parte del paisaje de las montañas de Oriente y Las Villas. Las fotos de la época lo confirman.
A partir de ese momento, a ellos tampoco se les escapó un hecho importante. Los Willys en Cuba han sido revolucionarios y contrarevolucionarios, policías y bandidos, militares y alzados, oficiales y clandestinos. Cuando llegaron nuevos todoterrenos desde Moscú, muchos creyeron que había llegado la hora final de los Willys. 50 años después, sin embargo, ellos son los únicos sobrevivientes de aquella caótica epopeya.
En los pueblos de la Sierra Maestra el silencio ahora parece haberse multiplicado. Casi nada interrumpe el sonido natural de las montañas. Si acaso, un arria de mulos o el ruido sofocado de un viejo Willys, que saca fuerzas nadie sabe ya de dónde para siempre subir hasta donde no llega casi ningún otro vehículo.
Es cierto que han perdido gran parte de su mecanismo original. En su vientre ahora llevan piezas de guaguas japonesas, camiones checos, locomotoras húngaras, motocicletas alemanas o tractores soviéticos. Muchos de ellos solo conservan el casco de fábrica. Pero se mueven, son una de las pocas cosas que no paran de marchar hacia delante.

23 noviembre 2011

Mil doscientos treinta y cuatro metros sobre el nivel del mar

No le tengo miedo a la altura. Esa es una de las pocas cosas a las que puedo decir que de verdad no le temo. Siendo aún muy pequeño, a escondidas de mi abuela Atlántida, aprendí a escalar hasta el final del techo de la estación. Para hacerlo, tenía que subir por un poste del telégrafo. Luego, debía saltar a una mata de aguacates y de ahí a una canal de zinc.
Desde allá arriba, se veían todas las torres de los ingenios que rodeaban a mi pueblo. Mucho más allá, en dirección al Sur, se distinguía con claridad el polvo y la humareda de la fábrica de cemento Karl Marx, "la más grande de América Latina". Muchas veces, mientras miraba aquel paisaje, pasaba rasante una bandada de helicópteros soviéticos.
Nunca llegué a subir al Pico Turquino. Todas las expediciones que vi organizarse eran para Jóvenes Comunistas y nunca he militado en nada. El punto más alto que he alcanzado de Cuba es este. Al final de la Gran Piedra hay una pequeña estructura que debió servir de base a algún instrumento meteorológico.
Desde allá arriba se ve una extensión enorme de mar Caribe. Del otro lado, la Sierra Maestra y las llanuras del Oriente cubano se estiran hasta que  no pueden más y se doblan. Mil doscientos treinta y cuatro metros sobre el nivel del mar. Eso es lo más cerca que he estado del cielo de Cuba.
Hubo un momento en que unas nubes me pasaron por encima. Nada de lo que se llega a sentir en un momento así se puede describir. Si acaso contar el suceso, dar un vago testimonio.

Regresé a ti

Si nos hubiéramos ido a la estepa rusa, a la Patagonia o al Círculo Polar Ártico, también habría sido un viaje de regreso. 10 años después, aún dentro del más desesperante inmovilismo, nada fue igual. La Cuba a la que volví, por más que trató de no cambiar en nada, no pudo ser la Cuba que dejé.
Diana y yo nos demoramos dos lunes en encontrarnos y apenas una semana en reconocernos. Aquí debo admitir que hemos hecho una pequeña trampa. La primera vez que nos despedimos, eran las 2:00 a.m. del 26 de julio.  Afortunadamente, ella encontró una anotación en su iPhone hecha a las 11:52 p.m. del 25.
Gracias a ese pequeño apunte, las manecillas de nuestra fecha de aniversario pudieron atrasarse un poco más de dos horas. Si fuéramos suecos eso no significaría nada, pero para dos cubanos es un gran alivio. En el andén de la estación del Paradero de Camarones, después de repasar todos aquellos azares que produjeron el encuentro, le hice una pregunta.
Tal como prometió, esperó a llegar al andén de El Cristo. Para demostrar que no le tenemos absolutamente ningún miedo a las fechas, sino a lo que significan, celebraremos la respuesta el próximo 28 de enero. Será en el mismo lugar donde nos conocimos. Mientras llega ese día, solo quiero insistir en lo que dije al principio.
No volví a mi país, regresé a ella. Cualquier mapa me hubiera llevado al mismo punto. El Paradero de Camarones y El Cristo igual estarían allí, en la estepa rusa, en la Patagonia o en el Círculo Polar Ártico, esperando por nosotros.

22 noviembre 2011

Fina

Si se le llama así, sin en el apellido, parecería que nos referimos a una ama de casa. A una de esas mujeres que hacen los sofritos para que los pueblos de mi país tengan, al mediodía y por las tardes, el olor por el que nos reconocemos a nosotros mismos al mediodía y por las tardes.
Pero si decimos Fina García Marruz, entonces estamos nombrando una manera de escribir en cubano, a una forma que tiene el idioma castellano en mi país. Si la llamamos por su nombre y apellido nos referimos a una manera que tiene lo cotidiano de traducirse en la más esencial metáfora.
El XX Premio de Poesía Iberoamericana Reina Sofía le hace justicia a eso. Ojalá que contribuya a difundir mejor la obra de García Marruz por el continente. La demora ya fue suficiente. En verdad Fina merecía ese galardón muchos años atrás y antes que muchos. Como merece también el Cervantes, cuyo jurado ya cometió una distracción en La Habana y cargó con la poeta equivocada.
Una tarde de los años 90, en casa de Fina, se produjo una rotura en una tubería de agua. Cintio Vitier, su esposo, advirtió la inundación y dio la voz de alarma. Si mal no recuerdo, hablábamos de María Zambrano en ese momento. La conversación continuó con los pies en alto, mientras Fina recogía el agua con una frazada.
Yo, que conocí a la ama de casa, cada día redescubro a la poeta. Por eso nunca me separo de sus libros. Sus versos me son tan necesarios como el olor del sofrito que mi madre hace al mediodía y por las tardes. Ambas cosas establecen mi geografía, me mantienen dentro de un espacio del que nunca me atrevo a salir.

21 noviembre 2011

La vida en blanco y negro

Ese televisor Krim 218, hecho en la URSS, estaba acabado de estrenar el 15 de octubre de 1980. Lo primero que se vio en su pantalla en blanco y negro fue un discurso. Era el Acto Central por el Primer Vuelo Conjunto Soviético-Cubano al Cosmos.
“Es increíble (…), cuando muchos de nosotros que no somos tan viejos éramos niños, y se hablaba en películas de ficción, en libros de ficción de viajes espaciales; y en el período menor que la vida promedio de un hombre se han producido estos cambios tan extraordinarios”, reconoció Fidel ese día.
Diez años después, el 1 de febrero de 1990, cuando el acto de recibimiento a la tripulación del buque mercante "Hermann", efectuado en el monumento al "Maine", ya le habían tenido que cambiar dos bombillos. La mesa había perdido el color original de la caoba. Era roja, como él óxido.
Casi al final del discurso, Fidel recordó una historia de la antigua Roma.  “Se dice que los que cercaban aquella ciudad lograron hacer dos prisioneros y los llevaron ante el jefe, que los amenazó con torturarlos, los amenazó con quemarlos. Allí había una hoguera y, como desprecio a la amenaza, extendieron las manos sobre las llamas”, una ovación le puso el punto final a la frase.
El 25 de noviembre del 2000, la mesa era azul cielo. Algunas de las piezas esenciales del televisor habían sido reemplazadas por las de un viejo Caribe. En la Tribuna Abierta de la Revolución, en la Plaza Batalla de Guisa, Fidel prometió ganar “la épica batalla de ideas”.
Una década más tarde, el 23 de agosto de 2010, a la mesa ya le habían dado la mano de pintura verde. Los tonos de la pantalla se acercaban cada vez más a un gris uniforme. Aún así, se distinguían los movimientos del mostacho del locutor, quien le dio lectura a las Reflexiones del compañero Fidel.
“Hace 65 millones de años, un asteroide impactó en la península de Yucatán. La nube de polvo resultante, mezclada con el humo de los incendios, ocultó el Sol, matando a los dinosaurios. El volcanismo masivo, que a la vez se daba en la India, pudo haber agravado los efectos”, dijo con un tono severo.
Quince meses después, la vida en blanco y negro no para de verse en la pantalla del Krim 218. Desde 1980 hasta hoy, lo único que ha cambiado de color es la mesa.

La Gran Piedra

La Gran Piedra es una roca de 70 mil toneladas de peso que pende de lo alto de la Sierra, a 1,225 metros de altura sobre el nivel del mar. Una vez dentro aquella neblina, continuamos ascendiendo hasta llegar a las ruinas del Cafetal La Isabelica, un paisaje arqueológico que fue declarado, en el año 2000, Patrimonio de la Humanidad.
La familia Sarlabous se sumó a los miles de colonos franceses que llegaron al oriente cubano a principios del siglo XIX. En las montañas de Santiago de Cuba encontraron el lugar ideal para empezar otra vez de cero. Allí  recuperaron todo lo que la revolución haitiana les acababa de quitar en Santo Domingo.
Pronto sus cafetales fueron parte de una exuberante interrelación cultural que definió la identidad de aquella región. Eso nos dijo la guía, quien nos esperó sonriente en el jardín. Ella desciende de los esclavos haitianos que convirtieron a todo aquello en un imperio sobre las nubes.
Habla sin dolor, incluso cuando se refiere al agujero donde estaban los perros que cazaban cimarrones. Describe la estructura con lujo de detalles: la vivienda doméstica, el almacén, los jardines, la zona industrial, la zona agrícola y la red de caminos.
Recalca que era “una de las industrias más elaboradas del Caribe desde el punto de vista arquitectónico y técnico–constructivo”. Señala las terrazas para el emplazamiento de los secaderos, el sistema de arcadas para sostener el acueducto industrial y las albercas que almacenaban el agua de lluvia.
Cuando nos explicó los diferentes llamados que se hacían con la campana, Diana le pidió permiso para tocarla. A los Sarlabus les dio alcance otra revolución y tuvieron que volverse a mudar de isla. La campana sonó como un eco del eco sobre la ruina de las ruinas. Su sonido fue insuficiente, no alcanzaba para revelar una historia tan larga.

De vuelta a casa


En tu corazón se esconde mi país
y el jardín que me conduce a casa,
de vuelta a casa.
Carlos Varela

“¿Por qué la estación de mi pueblo no aparece en tu blog?”, me preguntó Diana la segunda vez que nos vimos. Yo nunca había estado en El Cristo. Lo único que sabía de aquel lugar era lo que contaban los ferroviarios: “Esa es la mayor pendiente de Cuba, aquello parece una montaña rusa”, le oí decir a Marino Vega, el mejor maquinista de Cienfuegos.
Le pedí a ella que escribiera un texto para ponerlo en la sección Estaciones, donde varios amigos recuerdan los andenes de sus pueblos. “Será mejor que vayas a conocerla y que la escribas tú mismo, estoy segura de que quedará mucho mejor”, me dijo.
No me quedó claro si su frase era un cumplido o una broma, pero lo cierto es que menos de un mes después llegamos a El Cristo. Cuando sus padres se marcharon al exilio, ella acababa de cumplir cinco años. No tiene muchos recuerdos de ese breve tiempo, aunque siempre lo asocia con un olor que no volvió a encontrar en ninguna otra parte.
La gasolinera que era de su abuelo está abandonada. La casa donde vivió con sus primas ya perdió la mitad de su altura y casi todos los portales. Los Colegios Internacionales, donde su madre aprendió a tocar el piano y a hablar inglés, ahora es una cuartería en peligro de derrumbe.
Cuando estaba a punto de decir que nada le parecía reconocible, un golpe de aire sopló desde las vías férreas. Hasta nosotros llegó el alquitrán de los viejos travesaños de pino. “¡Ese es el olor de mi infancia!”, dijo. Nada más estaba en su sitio; pero aquella sustancia, disuelta en el olor de la tarde, le pareció suficiente.
—Sí, estoy de vuelta a casa.

18 noviembre 2011

Martí insepulto

Esa es la antigua estación de ferrocarril de El Cristo. La vía férrea pasaba justo donde permanece estacionado el viejo vehículo verde. El andén, que ha sido cubierto por sucesivas correntías de lodo, estaba donde ahora su apilan equipos y materiales de la construcción.  

El domingo 26 de mayo de 1895, el cadáver de José Martí fue expuesto en ese lugar. Aquel día no se le rindió ningún honor ni el más mínimo homenaje. Más bien fue mostrado como un trofeo de guerra, antes de que continuara el viaje en un vagón de mercancías hasta Santiago de Cuba.
Justo una semana antes, el 19 de mayo, el líder de la insurrección había caído. Su caballo se espantó delante de la fusilería enemiga. Fue derribado por los primeros disparos de su primer combate. A lomo de mulas y bajo una pertinaz llovizna, el cuerpo fue llevado al cuartel de Remanganaguas.
Una vez que fue confirmada su identidad, lo enterraron por segunda vez (ya antes lo había sepultado a la orilla del arroyo Las Barbacoas. Lo tuvieron dentro del lodo hasta que se aseguraron de que ya no había mambises cerca). En un avanzado estado de descomposición, fue llevado en parihuela a Palma Soriano en la mañana del viernes 24.
Después de ser exhibido en el parque, ya en un ataúd, lo condujeron a San Luis y de ahí en tren hasta Santiago. Una tarja recuerda el paso de Martí insepulto por El Cristo. Lo que se dice es frío, apenas conmemorativo. Como todo lo que se escribe en mármol, resulta insuficiente y vacuo.
Pero al menos se recuerda la tragedia, se le explican a los viajeros las razones por las que el trayecto ha sido tan infructuoso.

Ofrenda

En la temporada de 1992 el Villa Clara, mi equipo, tuvo la peor actuación de su historia. Quedaron en onceno lugar. Apenas tres escalones los salvaron del sótano. Al año siguiente nombraron como manager a Pedro Jova. El mítico torpedero de la selección nacional logró que las cosas cambiaran de una manera rotunda.
Según contó la prensa de la época, hubo algunas cosas que fueron decisivas para que cada uno de los jugadores mejorara su desempeño: La inclusión de un sicólogo en el equipo técnico (el primer conjunto en hacerlo en Series Nacionales) y un intenso entrenamiento de altura en las montañas de Jibacoa, en el Escambray.
En esa temporada, Víctor Mesa logró hazañas increíbles. La Explosión Naranja no solo hizo fildeos memorables y robó bases a su antojo, también se convirtió en un temible jonronero. En el juego final del play off contra Pinar del Río, Víctor vino dos veces al bate con su equipo perdiendo.
El lanzador era Omar Ajete, uno de los mejores pitcher del momento en Cuba. En ambos turnos encontró corredores en circulación, pero la carrera de la ventaja siempre estuvo en sus piernas. En ambos turnos pidió tiempo y se hincó sobre el cajón de bateo. En ambos turnos sacó la pelota del parque. Esos dos batazos fueron la clave de la victoria.
Cuando concluyó el campeonato y comenzaron las celebraciones. Los integrantes de la Naranja Mecánica le dedicaron su triunfo al Comandante en Jefe y a todo el pueblo de Villa Clara. A la hora de dar gratitudes,  hicieron un especial énfasis en el apoyo moral que recibieron de los líderes políticos de su provincia. Nadie más fue mencionado.
En el Santuario de la Virgen del Cobre, en las montañas del Oriente cubano, hay una enorme vitrina consagrada a los peloteros. Allí, entre las camisetas de las mayores luminarias del béisbol cubano, hay una pelota firmada por todos los integrantes de aquel equipo Villa Clara.
No se atrevieron a decirlo en público, pero tampoco olvidaron cumplir su promesa. Ahí está todavía su ofrenda a quien más le pidieron en cada momento decisivo.

Santuario

Los cubanos han perdido casi todas sus esperanzas. La desilusión, el desgano, la abulia, el desinterés y el “¿pa’ qué?” van con ellos a todas partes. Tarde por tarde se sientan juntos a esperar la noche en los portales. Los hombres sin camisa. Las mujeres, en raídas batas de casa.
Si una certidumbre les queda, si alguna convicción ha logrado ser de verdad inquebrantable en ellos, es la fe en la Virgen de la Caridad del Cobre. Católicos y santeros, cristianos y agnósticos, espiritistas y ateos comparten la misma devoción. Solo ella logra un verdadero consenso.
Algunos prefieren llamarla Ochún y otros Cachita, como si se tratara de un familiar y no de una santa. Unos profesan su fervor de manera evidente, otros lo hacen en secreto. Pero nadie, absolutamente nadie, reniega de ese territorio donde por fin lo cubano es indivisible y carece de bandos.
El Cobre ya dejó de ser aquel pueblo apartado que recibía a los peregrinos con el silencio mineral de las montañas. Ahora son los vendedores de artesanías y ofrendas quienes dan la bienvenida. Las más extrañas argucias mercadológicas son puestas en práctica para que uno compre algo.
Ramos de girasoles, estampitas, piedras de cobre, virgencitas metidas dentro de un tubo de luz fría, réplicas en tamaño real, enormes esculturas en madera y velas de todo tipo y color (excepto blancas. Nadie sabe decir por qué han prohibido de una manera rotunda las velas blancas).
Los cubanos han perdido casi todas sus esperanzas, pero en El Cobre aún pervive uno de los últimos reductos de eso que llaman el espíritu de la Nación. Allí está, en su estado más natural e intangible, lo que nadie ha podido seguir encarnando a través de nombramientos y gestas.

17 noviembre 2011

Vinci no sobrevive

La ópera prima del cineasta cubano Eduardo del Llano ha sido rechazada por la Comisión de Selección del Festival de Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Con el título “Cuando solo se tiene el arte para sobrevivir”, Del Llano reproduce en su blog una carta abierta que envió a los organizadores del certamen.
“Sólo dos razones explicarían semejante proceder. Una, algún tipo de suspicacia política. No tanto con la película –se desarrolla en Florencia en 1476- como con el realizador. Ese criterio resulta patético a estas alturas, y no voy a honrarlo con una discusión, mucho menos a explicar aquí mi pensamiento, mucho más de izquierda que el de cualquier censor”, dice el también guionista.
En el mismo post, a renglón seguido, se incluye la respuesta del organismo que dirige Alfredo Guevara. Es casi seguro que el documento no esté redactado por el anciano dirigente, pero posee todos los eufemismos y el jabonoso proceder del individuo, quien siempre ha llevado un saco suelto sobre la espalda sin que se le haya caído ni una sola vez.
“El Festival se propone reconocer y difundir las obras cinematográficas que contribuyan, a partir de su significación y de sus valores artísticos, al enriquecimiento y reafirmación de la identidad cultural latinoamericana y caribeña. La decisión de que tu filme Vinci no haya sido seleccionado para competir en el Festival, no obedece a valoraciones artísticas ni de otra índole, sólo temáticas”, respondió la Comisión de Selección.
Ante la rotunda negativa de que su película compitiera en el Festival, Eduardo del Llano decidió retirarla de la sección Panorama Latinoamericano, donde había sido relegada. Falta ver ahora el filme para enterarnos de las verdaderas razones por las que se decidió excluirlo. Mientras tanto, me asalta una duda. ¿Cuáles fueron las excusas para incluir Kangamba en el Festival de 2008?
La trama de esa película de Rogelio París se desarrolla en Angola, del otro lado del océano Atlántico. Me costó trabajo, pero la vi hasta el final. Gracias a eso puedo asegurar que no tiene el más mínimo vínculo con la identidad cultural latinoamericana y caribeña. ¿Por qué a una guerra en África le dicen que sí y a un conflicto en Florencia, no?
Le pregunto eso a la Comisión, aunque jamás se dignen en responder.

Banderas sobre el polvo

Siempre me ponía entre los primeros en la fila para que el maestro me escogiera. Creo que fue la primera y la última ceremonia que me gustó. Disfrutaba izar la bandera. Acompañar a la niña que la llevaba doblada contra el pecho, abrirla, atarla de dos soguitas casi podridas y subirla hasta el final del asta.
Luego, muy despacio, la hacía retroceder poco más de una cuarta. Ese pedazo de tubo, según la simbología nacional, equivale a los kilómetros cuadrados de la Base Naval de Guantánamo, la única porción del territorio cubano que no le pertenece al régimen de la Isla.
En la medida en que he ido envejeciendo, los símbolos nacionales han ido perdiendo valor en mí. Un son de Miguel Matamoros o un bolero de Beny Moré me representan mejor que las notas de Perucho Figueredo. En mi vida he visto a un tocororo; las auras tiñosas, en cambio, completan desde lo alto lo que yo entiendo por cielo cubano.
Después de 10 años de ver a otra bandera izada en todos los edificios públicos, logré reencontrarme con la mía. Por supuesto que no hablo de esas banderas contra el polvo de un país semiparalizado, ni de las que se repiten hasta la saciedad en cuanta baratija son capaces de cargar los turistas.
Hablo de aquel pedazo de tela que las niñas de mi colegio llevaban contra el pecho. Entonces nos repetían que no se podía mojar ni caer al suelo, porque entonces había que quemarla. Más de una vez corrí bajo la lluvia para arriarla antes de que arreciara el aguacero. “No se mojó tanto, no se mojó tanto”, decíamos para tratar de salvarla.
Hablo de atarla a dos soguitas casi podridas y dejarla en el final del asta, sin que ya a nadie le importe hacerla retroceder.

Parque del Ajedrez

Le pregunté al portero del hotel si me podía decir dónde estaba el Parque del Ajedrez. “Ahí mismo, compay”, dijo haciendo un corte transversal sobre la plaza con su dedo índice. Seguimos la dirección de aquel gesto. Eran justo las seis de la tarde. Lo sé porque en ese momento comenzaron a arriar la bandera del Ayuntamiento.
Bajamos por la Calle Santo Tomás (siguiendo siempre el rastro que describió el dedo) y apenas una cuadra después dimos con el lugar que buscábamos. Ahí estaba el sitio real donde la escritora cubana Odette Alonso se ha refugiado para levantar un espacio virtual.
Como en la canción de Serrat, a esa hora a la gente le daba el sol en la espalda. También había guirnaldas, aunque todas eran de apenas dos colores: o rojas o negras. El Parque estaba vacío. Solo dos borrachos, refugiados en uno de los rincones más apartados, se planteaban un raro juego con dos vasos y una botella sobre un tablero de ajedrez.
En honor a la verdad, en el blog de Odette el parque es mucho más grande. Allí asisten individuos de toda calaña y cualquier parecer. La poeta nunca discrimina ni permite que lo hagan. Jamás dicta una sentencia. Todo lo que dice y hace es con la única intención de incitar diálogos, promover encuentros y remover las ideas.
Como los borrachos, nos sentamos en una de aquellas mesas cuadriculadas y brindamos por Odette. La botella de Ron Santiago parecía un raro alfil con todas las diagonales para él solo. El tablero vacío era una metáfora del parque y del resto de la ciudad. Todas las ausencias estaban marcadas con cuadros de granito descolorido.
El día que en el parque quepa la misma gente que en el blog, la ciudad empezará a parecerse a la escritora que la extraña y escribe desde muchos otros parques de México D.F. No sé si entonces Odette quiera regresar o prefiera quedarse. Lo importante es que el lugar sea lo mismo en ambos lados, que no haya tanta diferencia entre la realidad y la imaginación.

16 noviembre 2011

Retreta

Hay muchas sensaciones raras. Pero una de las más raras de todas, es mirar a una plaza pública llena de gente cuando se está completamente desnudo. Eso sucede en el Hotel Casa Granda de Santiago de Cuba. Las ventanas de sus cuartos, aún la de los más altos, parecen estar dentro del parque Céspedes.
Mientras eran afinados, el sonido de los instrumentos no llamó nuestra atención. Sobre todo porque al final eran sofocados por las voces de los santiagueros, que suelen hablar en un tono más alto que el resto de los cubanos. Pero cuando sonó el Himno nacional no nos quedó más remedio que ponernos en atención. Los cual nos hizo sentir muy raros por segunda vez en la noche.
Cuando bajamos al parque la Banda tocaba a Carlos Santana. Un coro de entusiastas, que luego se refugió en la Casa de la Trova, tarareaba alrededor de los metales: “Oye como va, mi ritmo/ bueno pa' goza', mulata./ Oye como va, mi ritmo/ bueno pa' goza', mulata…”. Un enorme chivo, que tiraba de un pequeño coche cargado de niños, también parecía seguir los compases.
A esa hora, dentro de ese parque, había todo tipo de gente. Ancianos, enamorados, policías de completo uniforme, turistas, estudiantes, prostitutas, peloteros retirados, músicos callejeros, vendedores ambulantes, beatas, policías disfrazados de civil, carteristas, monaguillos y caricaturistas por cuenta propia. Parecían felices. Al menos eso les hacía sentir la música de Santana.
La última pieza fue el Himno del 26 de Julio. En cuanto sonó el primer compás todos comenzaron a marcharse. Hasta los policías, los evidentes y los encubiertos, se sumaron a la retirada. El último compás nos alcanzó en la terraza del hotel. Entonces experimentamos otra rarísima sensación.
Es muy extraño ver a toda una banda enfundando sus instrumentos a solas, en medio de un parque casi a oscuras. Como fantasmas, rodeados por el más ensordecedor silencio, ellos también acabaron por marcharse. Entonces Santiago de Cuba comenzó a ser una ciudad sin ruidos, algo que prácticamente niega la razón de su existencia.

Tabla de distancias

Salimos de Santa Clara a media mañana y con una meta: llegar a Santiago de Cuba antes de que anocheciera. Semanas antes, desde Santiago de los Caballeros, José Manuel Fernández Pequeño me había enviado un sinnúmero de instrucciones para el viaje. Él mismo las dividió en dos grupos, las prácticas y las espirituales.
“Cuando llegues a Las Tunas, buscas la carretera para Bayamo. No vayas por Holguín porque pierdes dos horas. Desde Bayamo hasta Palma Soriano es por la Carretera Central. Antes de entrar a Palma Soriano, doblas a la izquierda, como si fueras para el antiguo central Dos Ríos y ese caminito (que está infernal) te lleva a lo que era la autopista y que ahora está en llamas. Ahí vas directo a Santiago”, me indicó Pequeño.
Lo desobedecí. Para no repetir trayectos, convencí a Diana de que el viaje de ida lo hiciéramos por Holguín y bajáramos a Santiago por Alto Cedro. Hubo largos momentos en que la Carretera Central fue para nosotros solos. Aun cuando la vía es muy estrecha, avanzábamos a mucha velocidad.
Luego, al llegar a los pueblos, los carretones tirados por caballos nos hacían perder todo el tiempo ganado. Al pasar por Camagüey le hicimos una foto a un tinajón para traérsela de regalo a Alejandro Aguilar. Cerca de los potreros de Jimaguayú, Diana consultó el reloj y pidió que nos detuviéramos.
—It’s Miller time! —advirtió.
Después de un par de cervezas en un mirador desde el que se veían “las llanuras líquidas del Camagüey”, no volvimos a detenernos hasta llegar a El Cristo. Apenas tenemos fotos de esos 600 kilómetros. Cuando llegamos al poste que divide a Holguín de Santiago, Diana apagó el aire acondicionado y bajó los vidrios del carro.
Ella se fue de Cuba a los 5 años. Hizo un largo viaje a La Habana en el camarote de un tren nocturno. A la mañana siguiente voló a Ciudad de México. Sacó la cabeza y respiró hondo. Buscaba el olor de aquella noche. Para poder regresar de verdad, tenía que hacerlo a través de ella.

15 noviembre 2011

Carreteras secundarias

El penúltimo día en Las Villas salimos de Santa Clara muy temprano en la mañana. Cuando comenzamos a subir lomas rumbo a Manicaragua, volviste a decir que esa es una de las carreteras más lindas que has visto en tu vida. Señalaste un lugar bien alto (si mal no recuerdo en dirección a La Yaya) y dijiste que te gustaría tener una casa allí.
Cuando entramos al pueblo de Manicaragua te enseñé el rodeo, donde mi padre me llevó a ver a Pedro Yera (el mejor vaquero que he conocido en mi vida, contando a John Wayne y Clint Eastwood). Gracias al gran parecido que tenía con Sergio Corrieri, él era quien corría a caballo cada vez que los personajes del actor lo requerían.
Ya conté lo que hicimos ese día en el Hanabanilla y El Nicho, solo me faltó nuestra promesa de volver a ese lago para navegarlo de un extremo a otro. Cuando bajamos del Escambray, te pedí que fuéramos a despedirnos del Paradero de Camarones. Al pasar por Cumanayagua, traté en vano de caminar por el andén de la estación. Frustrados, nos bebimos unas cervezas.
Fiel a mi obsesión, en Potrerillo también nos desviamos para buscar las ruinas de la estación por la que pasaba el tren de Mataguá. Antes, en una presa, nos apartamos del camino por un sendero que acabó por hundirse en el agua. Allí nos detuvimos un largo rato, el suficiente para satisfacer la euforia del día.
Cuando se acabó la última botella de ron, me despedí de mis amigos de infancia y de mi pueblo. Ya empezaba a caer la noche. Estábamos tan cansados que en el camino de regreso apenas dijimos nada. Creo que nunca le quitamos la palabra a Andrés Calamaro, quien tuvo tiempo para cantar al menos dos caras de Honestidad brutal.
Ninguna imagen resume mejor todo ese trayecto que tus pies contra el vidrio, delante de las nubes de mi provincia, perdidos en una de aquellas carreteras secundarias.

El mejor lugar del mundo

Cuando yo era niño, esa chimenea que hay en el fondo era enorme. Nunca había visto nada tan alto. Entonces, esa termoeléctrica bastaba para encender todos los bombillos de 100 watts que tenía mi provincia. Pero no hablo de eso. Tampoco de las naves que se ven delante, que son parte de unos astilleros abandonados.
Ni siquiera de la hilera de casas que se pierden de vista mientras describen algún tipo de ángulo. Eso se debe a que por ahí salían los trenes, a través de un pasadizo de piedras y basura que hería a Cienfuegos en un costado. Yo me refiero al pedazo de muro en el que estás sentada, a lo que hay a tu alrededor.
Eso era un muelle donde los estibadores cargaban las casillas con la mercancía que llegaba en los barcos. Una vez vi llenar de juguetes a más de veinte vagones. Venían de Hong Kong (en ese momento Fidel estaba peleado con China comunista por posiciones encontradas en las guerras de África).
Justo ahí, donde está ese carro gris (Luis Concepción no se atreve a asegurarlo, pero cree que es un Chevrolet del 56 o el 57), estaba la carrilera por donde entraba la locomotora de patio. No sé cuántas horas pasé en ese muro. Entraban y salían tantos trenes, que para un niño que aún no había cumplido los 9 años era el mejor lugar del mundo.
He tratado de explicarte varias veces por qué soy como soy. Se debe a incontables cosas, demasiada gente y muchos lugares. Eso que tienes a tu alrededor, sobre todo lo que ya no se ve, también me define. Cuesta trabajo imaginarlo, pero lo esencial sigue ahí. Quizá si consigues recordar el olor, recuperas el resto.
A veces ni la certeza de que todo está perdido logra desengañarte.

13 noviembre 2011

¿Y dónde estoy yo?

Hay ruinas dolorosas. El cine Ambassador, por ejemplo, parecía estar dispuesto a resistir mucho más. En él vi películas que me cambiaron la vida (cuando se tienen 15 años y se estudia teatro, una escena de Woody Allen o de Francis Ford Coppola te puede trocar la cabeza para siempre).
Ahora está forrado de tablas viejas. En el lugar de sus altísimas vidrieras crecen plantas parásitas, como si quisieran humillar al edificio, reducirlo al más indigno de los olvidos. No lejos del Ambassador, en la calle 50, está el cascarón de la bodega que fue de mi tía Monga. Un poco más allá, los escombros siderales del cine Cosmos, donde mi tía Sixta me llevó a ver a Sandokán.
Pero de todos esos vacíos ninguno me resultó tan doloroso como la estación de Cienfuegos Carga. Allí estuvo siempre la oficina de mi madre. En sus andenes, de niño, me aprendí el vocabulario y los gestos de los ferroviarios. Aún recuerdo los nombres y las voces de aquellos hombres que andaban con faroles aún debajo de sol abrasador.
No queda nada. Ni el alto techo de zinc de cuatro aguas, ni la balanceante escalera de madera, ni los balcones a punto de perder el equilibrio. Un vecino nos señaló el punto donde estaba la oficina del jefe de patio y el muro que deba a los apartaderos donde una Pata de Palo (una vieja locomotora alemana) armaba los trenes.
Cuando ya se iba, bajé la cabeza y le hice una última pregunta. La dije en voz muy baja, para estar seguro de que no me oyera:
—¿Y dónde estoy yo?

La calle San Fernando

Hace unas tres décadas quitaron todas las placas con su nombre y pusieron una cifra consecutiva. Pero nadie ha podido convencer a los cienfuegueros de que llamen a la calle San Fernando con un escueto 54. Esa línea recta, que divide a la ciudad en dos y la enseña como nadie, define a los que viven en ella, los representa.
Mi madre caminaba todos los días entre la estación de Carga y la de Viajeros. Siempre que hacía ese trayecto con ella, me recordaba el pasado de San Fernando. “Si tú hubieras visto esta calle, niño”, me decía. En honor a la verdad, en aquel momento, su presente me gustaba. Sobre todo por una galería de arte donde solía reunirme con amigos entrañables.
A diferencia de otras arterias comerciales en La Habana y en algunas capitales de provincia, San Fernando se mantiene muy pintada. Los antiguos negocios, aun los que están cerrados en la actualidad, permanecen a salvo de ese deprimente deterioro que se ha extendido por toda la Isla.
Son los medios de transporte los que la ponen en su lugar. San Fernando desembocaba en una de las primeras estaciones de ferrocarril de Cuba, por ella circularon tranvías antes que en la mayoría de las ciudades de América Latina. Ahora, sin embargo, por ella apenas pasan carretones tirado por caballos.
Una foto suya de hoy está más cerca del siglo XIX que del XX. El tiempo ha retrocedido tanto, que el pasado está más cerca que el futuro. Quién sabe si mi madre pueda volver algún día a la época que ella extraña de esa calle, la que quería que yo hubiera visto.

A taste of Paquito

Durante un mes y unos días me dediqué a contar, única y exclusivamente, las impresiones del viaje de regreso a Cuba. No quería que nada interrumpiera esas notas. La idea era que se pudieran leer de corrido, en el mismo orden de nuestro itinerario. Eso me impidió dejar constancia en El Fogonero de algunas cosas.
Aunque dije los que pensaba de ella en Twitter y en Facebook, la muerte de Laura Pollán merecía un post. No por ella, sino por mí. Alguien así inspira demasiado. Las heroínas de mi país solían ser mujeres de leyenda, capaces de incendiar una ciudad o exigirles a sus hijos que se marcharan a la guerra.
Laura, en cambio, era un ama de casa, una cubana común y corriente que las circunstancias fueron arrinconando hasta dejarla a la vista de todos, jugando un papel protagónico y decisivo. A diferencia de otras patriotas célebres, que solo conocemos por ilustraciones edulcoradas, Laura tenía cara de familiar cercano. Nadie podrá evitar que su historia sea parte de la Historia.
A la mayoría de los cubanos que viven en Cuba, esos que nunca se enteraron de quién era Laura Pollán, tampoco les llegó la noticia de los Grammy que merecieron obras de Paquito D´Rivera, Cachao, Amaury Gutiérrez y Lena. Llama poderosamente la atención que los únicos premios reseñados por la prensa oficial cubana fueran los de Calle 13, un dúo de puertorriqueños.
El mismo día que todos en mi país se enteren por fin de quién fue Laura Pollán, oirán con entera libertad el clarinete de Paquito D’Rivera. Durante todas estas décadas de improductividad y precariedades, en Cuba se han perdido muchos sabores esenciales. Algunos de ellos puede que sean ya irrecuperables. El de Paquito, en cambio, sigue ahí, esperando.
Seguiré contando las cosas de El regreso, pero a partir de ahora no dejaré nada para después. Hace tiempo aprendí que las cosas hay que decirlas a tiempo y sonriente… aunque duelan.

09 noviembre 2011

El Apóstol en cal viva

La mayoría de los bustos de Martí son feos, burdos. Las verdaderas dimensiones de aquel hombrecito menudo y lúcido no se corresponden con ese pegote desfigurado que trasplantan por todas partes. Martí se repite tanto por la geografía cubana que se vuelve invisible. Es tan común que no se advierte.
En los años sesenta, a lo largo de toda la isla, se levantaron escuelas al campo. Eran dos edificios y medio donde se albergaban cientos de alumnos. La idea era impulsada por una interpretación de un pensamiento martiano. Se pretendía vincular el estudio con el trabajo. Inspirado por todo eso, Silvio Rodríguez escribió la “Canción de la nueva escuela”.
La inmensa mayoría de aquellas construcciones ahora están viejas y abandonadas. La gente, necesitada, va cargando con todo lo que les puede servir de ellas. Primero arrancan las ventanas, luego las escaleras y por último las paredes de ladrillos. Solo dejan el esqueleto prefabricado y el busto de Martí. Ninguna de las dos cosas les parece aprovechable.
No siempre está de cara al sol, pero nunca le falta una ruina a la vista. Afortunadamente, las sucesivas manos de cal viva lo mantienen a salvo del musgo. De no ser por eso, todo podría tener una connotación aún peor. En muchos casos sería preferible que lo retiren o que lo pongan en lo oscuro. A estas alturas la idea de morir como un traidor es lo de menos.