31 octubre 2011

La ciudad que más me gusta a mí

He pasado más noches en México D.F. que en ella. De las calles de La Habana y Santo Domingo tengo muchos más recuerdos que de las suyas. Sin embargo, no hay ninguna ciudad en el mundo a la que yo pertenezca más que a “la linda ciudad del mar”. Eso lo supe desde el primer día, cuando a Cienfuegos llegué/ y esa ciudad quise verla.
Su olor, su aire, su luz, su sombra, sus nubes… Todo en Cienfuegos me resulta tan familiar, que hasta sus presunciones acaban por convencerme. Es cierto que quiso ser francesa en una bahía del Caribe. Es verdad que se atrevió a tener un teatro como si fuera París. Pero, en honor a eso, ha resistido con una elegancia insuperable todos los vendavales y el desdén.
Ya Benny Moré dijo por qué le decían la Perla. Él, como nadie, nombró todas las cosas que identifican a los cienfuegueros. Yo solo quiero recalcar las que a mí me hacen pertenecer a ese espacio, que siempre miré desde el horizonte sin salida al mar que tiene el Paradero de Camarones.
Uno de los grandes descubrimientos que le debo a Cienfuegos son las escaleras de caracol. La primera que vi, en casa de una tía lejana, me mantuvo un día entero con la boca abierta. No me podía creer aquel artefacto a través del cual uno daba vueltas en círculos para avanzar en línea recta, hacia abajo o hacia arriba.
Años después, tuve mi primer empleo en un edificio que estaba coronado por la más bella escalera de caracol que he visto en mi vida. Cada vez que podía, alcanzaba su final y me quedaba un rato allá arriba, admirando el olor, el aire, la luz, la sombra y las nubes de Cienfuegos, la ciudad que más me gusta a mí.
Nunca he vivido en ella. Pero, como diría Calamaro, soy suyo con todas las fuerzas de mi corazón.

28 octubre 2011

El tranvía que no llegó, el que se nos fue

Un kilómetro antes de llegar al Paradero de Camarones, hay unos altos pilotes que nunca han servido para nada. Iban a ser un viaducto de una línea de tren eléctrico que jamás llegó a concluirse. A pocos metros de allí hay una poza donde nos bañábamos de niños. Alguien le puso El Tranvía, en honor al puente que no se terminó.
En los años setenta nos preguntábamos cómo sería Cuba en el 2000. Todos los cálculos siempre acababan en una misma conclusión: La Habana sería tan grande como Moscú, Cienfuegos tan grande con La Habana, Cruces tan grande como Cienfuegos y el Paradero de Camarones tan grande como Cruces.
Nadie (ni abuelos, ni padres, ni maestros, ni alumnos) fue capaz de  imaginarse el desenlace que tendría todo. Por eso es que, a la altura del 2011, todas aquellas apuestas deprimen. La Habana cada vez se parece más a Cienfuegos, Cienfuegos se ha convertido en Cruces, Cruces en el Paradero de Camarones y el Paradero de Camarones es una sucesión de pilotes absurdos.
El tranvía que no llegó, el que se nos fue... Esa es la más precisa metáfora de nosotros mismos. Mucho más ahora, que reflejaron en sus columnas los sueños que nos atrevimos a tener. La ruina maquillada, la estructura inservible. Eso fuimos, eso seguimos siendo.

Huerto cerrado

El andén de la estación de ferrocarril de Cumanayagua ahora es un huerto cerrado. La aguada de las locomotoras de vapor, que de manera inexplicable ha sobrevivido, permanece atrapada en un platanal. El edificio entero, un valioso patrimonio de ese pueblo, se ha empezado a borrar de un paisaje al que ya no pertenece.
La supervivencia impone, como nadie, sus condiciones en el terreno. Llega un punto en que a la gente le deja de importar la memoria colectiva; luego, cuando la desesperación se agudiza, también se pierde la individual. Hace apenas unos 15 años esa estación estaba intacta. Conservaba todos los muebles y artefactos originales.
Ya ni siquiera hay acceso al andén. Desde cualquiera de sus extremos era visible el punto donde, según Benny Moré, el Escambray se encaja en el llano. Pocos metros más allá, está el esqueleto de último puente sobre el río Arimao. Era usado por los trenes de caña de casi todos los ingenios de la región.
En Cumanayagua, como en el resto de la Isla, una ruina conduce a la otra. Incluso la mayoría de las industrias construidas después de 1959 ahora están paralizadas o destruidas. Hace un siglo la gente salía de Cumanayagua en modernos trenes, ahora lo hacen en viejos carretones tirados por caballos.
El pueblo, como su estación, parece un lugar del que no se puede entrar ni salir.

Los puentes de Manicaragua

Nunca fueron retratados por ningún reportero de National Geographic. Aún no se ha escrito una novela donde ellos tengan un papel protagónico. A pesar de que en la zona se filmaron varias películas, los directores y los fotógrafos prefirieron evitarlos. Eran más lindos que los de Madison, pero nadie los convirtió en un símbolo.
Los puentes de Manicaragua eran de hierro y madera. En la carretera de Cumanayagua se formaban largas filas para cruzarlos. Los vehículos, de uno en fondo, parecían ir haciendo equilibrio sobre sus tablones. Era todo un arte pasar a través de ellos y salvar los vacíos de los palos que habían caído al agua.
Es probable que quede otro, pero yo solo vi el que pasa sobre el río Hanabanilla. Aunque está muy deteriorado, aún es salvable como patrimonio. Por más urgencias económicas que tenga un país, estructuras como esas no debe ir a parar a una fundición de materia prima.
Si al menos ese perdura, se podrá seguir teniendo una idea más o menos precisa de lo que fueron los puentes de Manicaragua. Jamás llegó la literatura, la metáfora, pero eso no quiere decir que se pierda la memoria.

27 octubre 2011

La roca que ataja al Hanabanilla

El Nicho ya no se parece al pueblecito que conocí hace 32 años. La mayoría de sus habitantes le han dado la espalda a los cafetales y se han sentado a esperar por los turistas. Para eso tienen una excusa: cada vez son más los que quieren “ver cómo baja/ del monte el Hanabanilla/ y cómo choca en la orilla/ de la roca que lo ataja”.
Todas las veces que me bañé en esas pozas fue en condición de prófugo. Nos escapábamos de la escuela y nos perdíamos dentro de los chorros de agua. Así nos librábamos de extenuantes jornadas recogiendo café. Fuimos sorprendidos dos veces. La primera nos costó un acta en el expediente. La segunda, además, un fin de semana sin pase, haciendo guardia vieja.
Aunque el agua estaba muy fría y no había sol, decidí volver a bañarme en el punto donde el río Hanabanilla sale del vientre de la montaña. Diana, solidaria, quiso acompañarme. Nos mantuvimos dentro del caudal un buen rato. Medimos nuestras fuerzas con las del río. Por más que nadábamos contra su corriente, él nos mantenía en el mismo lugar.
Muchas partes de El Nicho me resultaron irreconocibles. La cueva del Agua fue tomada por las avispas, los secaderos lucen abandonados, los cafetales están llenos de maleza y algunos campesinos han hecho restaurantes en los ranchos donde antes almacenaban sus cosechas. Otros se ofrecen de guías.
Aunque es la primera vez que me baño en los saltos del Hanabanilla sin tener que huir de nadie, me seguí sintiendo un prófugo. Nada me libró de eso. Ni siquiera la certeza de estar en uno de los lugares a los que más deseé volver, por años y años.

25 octubre 2011

La columna de El Nicho

En septiembre de 1979, una larga columna de más de 300 estudiantes comenzó a desfilar por el largo trillo de El Nicho. Yo era uno de ellos. Nos habían llevado en un barco a través del lago Hanabanilla. Desembarcamos en el punto donde el río deja de ser navegable. Cuando llegamos a la escuela todo estaba sin estrenar.
Eran largas naves de madera encajadas en una explanada artificial, hecha de cortes en las montañas: tres filas de aulas, un comedor, tres albergues de hembras y tres de varones, una biblioteca y una planta eléctrica. La escuela era provisional, pero duró hasta hace poco. En sus ruinas aún funciona una primaria.
El asta de la bandera y la picota de los discursos están intactas. El busto de Martí fue reemplazado por una cabeza de plástico que resplandece cuando le da el sol. Mi aula ya perdió las ventanas y el techo. Los albergues ahora huelen a podrido, como si los fantasmas de todos nosotros se hubieran empezado a corromper. Las canchas de deportes se derrumbaron. La montaña quiso recuperar su antiguo talud.
En voz baja, ayudado por algunos tragos de ron (hay pocas cosas más efectivas para enfrentar el frío del Escambray) comencé a decir los nombres que me venían a la cabeza: El Chiqui, Tania, Yayo, Rita, El Negro, Miriam, Javie, María, Aldo, Loli, Osley, Diego… Ya todos pasamos de los 40 años, pero para mí siguen siendo aquellos muchachos que llegamos a  El Nicho desfilando por un trillo.
El domingo pasado el  poeta Álex Fleites me preguntó cuál era mi saldo de aquella experiencia. Primero le conté las cosas más terribles que vivimos allí. Los desayunos de agua con azúcar caliente, el interior helado de los cafetales, los aullidos de los perros jíbaros, el polvo, los aguaceros, el lodo… Luego le respondí que si volviera a tener 11 años y me dieran a elegir, me iría de nuevo con la columna de más de 300 estudiantes.

24 octubre 2011

Un mar entre montañas

Como mi padre era pescador submarino, conocí el mar desde muy pequeño. Cada vez que llegábamos a un lugar con costas, lo primero que hacía Serafín era llevarme a verlo. Pero a mí siempre me gustaron más los ríos, las pozas, los charcos, incluso las cañadas que se llenan de peces con apenas un aguacero.
Para mí este lago entre montañas era más que suficiente. Nunca necesité una extensión de agua mayor que esa para sentir la idea de libertad que inspiran el reflejo de las nubes y la suma de los diferentes azules. En el Hanabanilla aprendí a nadar y conocí casi todas las cosas que uno ansía descubrir en la adolescencia.
Dentro de lo que abarca esta foto, hay tantos recuerdos míos, que no los podría enumerar. A remo, a nado o en una lancha a motor, atravesé con Serafín cada pixel de esa imagen. Una vez, mientras él se sumergía armado con su arpón, se desató una tormenta.
Cayeron los truenos más grandes que he visto y el más largo aguacero que recuerde. Nada de eso hizo que Serafín emergiera. Cuando por fin salió a la superficie, traía un ensarte con dos truchas inmensas y no sé cuantas biajacas. Cada pez tenía un disparo perfecto, casi en el mismo punto de su cuerpo.
—Si hubieras estado allá abajo conmigo, no te habría caído ese aguacero encima —fue lo único que se le ocurrió decirme.
De regreso al hotel, el cielo se tornó tan azul y despejado como ese. Entonces el Habanilla volvió a ser lo que siempre fue para mí, un mar entre montañas.

En mi calle también hay una acera gris

Siempre que oigo “En mi calle”, la canción de Silvio, me viene a la mente ese pedazo de acera de la calle Oriente, en Manicaragua. Cuando volví a verla me pareció mucho más pequeña de lo que yo la recordaba. El punto donde muere el paisaje, ahora está ahí mismo. Antes parecía casi inalcanzable.
Yo tenía un zil de guerra con las insignias del Ejército Rojo que caía a toda velocidad por esa pendiente. Entonces era inmensa, tanto, que mi carrito iba a dar calle abajo, superando todos los hoyos que abrían en el asfalto las guarandingas que subían rumbo a Jibacoa, Can Cán y La Felicidad.
Cuando chiquito, yo tampoco me explicaba por qué eran “tan altas/ las blancas ventanas/ que miran al cielo”. Durante los años sesenta, muy cerca de allí hubo guerrillas y combates casi a diario. Mi madre me cuenta que en mi calle el mundo no hablaba, la gente se miraba y se pasaba con miedo.
Seguía sin reconocer las dimensiones reales del espació hasta que me arrodillé y puse la cámara a la altura de los ojos del Camilo aquel. Entonces todo empezó a ser del tamaño que lo recordaba: “En mi calle de silencio está/ y va pasando por mi lado, es un recuerdo desigual…”

22 octubre 2011

Calle Oriente 142

Esa fue mi calle hasta finales de 1973, en que me fui a vivir con mis abuelos al Paradero de Camarones. Ahí vivió mi padre el resto de su vida. Aunque pronto se cumplirán 20 años de la muerte de Serafín Venegas, en Manicaragua lo recuerdan como si se hubiera ausentado por apenas unas semanas.
Gracias a eso, oí muchísimas historias que yo desconocía de Camilo (así le llamaban todos allí). Dausy, Juan Antonio y Leonor me reconstruyeron sus últimas horas en el pueblo, antes de que viajara a La Habana a conocer a su única nieta. Uno de ellos aún conserva un encargo que él le dejó para su regreso.
Gustavo Parrado, el padre de Gustavito, uno de mis mejores amigos de la infancia en Manicaragua, conocía a Papi mucho más. Ellos también fueron amigos de la infancia, allá en General Carrillo. Para Gustavo no era ni Serafín, ni Camilo, sino Fin, el hijo de Lázaro y Eloísa, quienes a su vez habían sido amigos de la infancia de sus padres.
Gustavo estuvo en el momento en que Papi se unió al Frente Norte de Las Villas. Dice que iban juntos por la calle principal del pueblo cuando entraron los rebeldes. De pronto, lo vio salir corriendo y, de un salto, caer en las ancas del caballo donde iba el jefe de la tropa. Era Camilo Cienfuegos.
“Por poco lo matan. Esos disparates solo se le ocurrían a tu padre. Unos días después estaban izando juntos la bandera en el Ayuntamiento de Yaguajay. Eso sale en una película del ICAIC. Cuando la gente de aquí lo vio en el cine, le pusieron Camilo… y luego él te lo puso a ti”, me contó Gustavo.
Hasta 1993 mi padre vivió ahí, en la calle Oriente 142. Recorrió Cuba entera, se sumergió en casi todas sus costas y escaló muchísimas de sus lomas. Pero ningún lugar le gustaba más que ese pedazo de pueblo que él llamaba Casilda para decir que era suyo.

21 octubre 2011

Tracción animal

En la estación de Santa Clara, una vieja locomotora traída del Canadá (aún conserva las insignias de los ferrocarriles de ese país) permanece apagada en uno de los andenes. Dos ferroviarios entran y salen de ella, bajan y suben su estribo, pero la máquina sigue inmóvil, sin emprender ninguna operación.
Todo lo que se mueve a su alrededor tiene un caballo atado o lleva pedales. Fuera de los enclaves turísticos y del downtown habanero, Cuba se mueve con tracción animal. Incluso las ciudades más grandes huelen ahora a enclave agrícola, a batey, a guardarraya.
Cuando se viaja por la Carretera Central, todo el tiempo que se cobra por la ausencia de vehículos, puede perderse de pronto, en la más mínima curva, detrás de un parsimonioso carretón. Esa lentitud, esa falta de aceleración, ha multiplicado todas las distancias y ha incomunicado a muchos que antes estaban relativamente cerca.
El paisaje de Matanzas, Cienfuegos o Camagüey ha sido devuelto a mil ochocientos y pico. Los coches y los caballos, que habían desaparecido de esas ciudades desde principios del siglo XX, con la llegada de los tranvías, ahora resuenan sus ruedas y herraduras contra los adoquines que resurgieron al perderse las capas de asfalto.
Hace mucho tiempo leí algo parecido en un cuento de Alejo Carpentier y me pareció realmente maravilloso. Pero una cosa es la imaginación y otra la vida real. Que un país entero tenga el mismo destino de una sola casa, que la realidad apabulle a la metáfora con tanta saña; desconcierta, duele, desespera.

20 octubre 2011

Aldo Yero Mosteiro

Julio Verne, Buster Keaton, Mark Twain, Harold Lloyd, Emilio Salgari, Charles Chaplin, Robert Louis Stevenson, Errol Flint, Alejandro Dumas, John Wayne, Paul Féval, Stan Laurel y Oliver Hardy, Jonathan Swift, Kirk Douglas, Arthur Conan Doyle, Paul Newman y Edgar Allan Poe.
Toda esa gente escribió o encarnó a héroes de mi infancia, personajes que hubiera querido ser cuando fuera grande. Pero no conocí a ninguno, todos fueron ideales inalcanzables que se quedaron dentro de libros polvorientos o en la pantalla deshecha del cine Justo.
Uno de los pocos ídolos que tuve el privilegio de tener cerca fue mi tío Aldo Yero Mosteiro, el despachador de trenes. Todos los ferroviarios hablaban de él con orgullo. Maquinistas y fogoneros, conductores y guardafrenos aseguraban que no había nadie mejor que Yero para dirigir el movimiento de sus trenes.
Muchas veces me senté en la mesa del Jefe de Estación, en Camarones, para engancharme los auriculares del control y oírlo dar órdenes: “Aguada, vamos a hacerle vía al 1301”, “Cruces, ¿qué pasa con el 1719?”, “Candelaria, ¿llegó la 61606?”, “Palmira, la 52637 va a dejarte dos tolvas en el apartadero…”.
Tenía muchas cosas que hablar con él. Siempre fue mi tío más querido y mi madre, que hace 10 años no lo ve, le mandó tantas cosas y tantos encargos que apenas me daban tiempo para nada… para nada que no fuera hablar de trenes. Volver a estar con Tío Aldo fue como si se abriera uno de aquellos libros polvorientos o se iluminara la pantalla deshecha del cine Justo.

19 octubre 2011

Aura tiñosa

Este poema, que también es parte de los textos de El regreso, se publicó originalmente en el blog Sentado en el aire, de Juan Carlos Recio. Lo vuelvo a subir aquí con tristeza. Hoy Cuba amaneció con un poeta menos.

a David Lago González (1950- 2011)

Aprende a volar como el aura.
Describe un círculo
parecido al suyo
alrededor de tus límites.
Marca el horizonte
de tus pasos
y di por fin las palabras
que nadie debe oírte decir.

Asimila su repulsiva elegancia,
relaciona cada una de las virtudes
de esa bestia negra y hosca
que un día nos llegó a dominar
sin que fuéramos capaces
de advertirlo.
Entiende el peso específico
del silencio que hace
cuando extiende sus alas y mira.

El aura tiñosa está en todas partes.
Sin hacerse notar,
ha recobrado
lo que no queremos,
la carne y el paisaje
de la tierra que dejamos
ahora le pertenecen.
Su reino sigue estando
en las nubes,
pero ya no hay un firme
que no sea suyo.

Aprende a volar como el aura
pero,
por favor,
nunca llegues a levantar
ninguno de los dos pies del suelo.

18 octubre 2011

Santa Clara

Siempre he mentido. No soy del Paradero de Camarones. Llegué allí con 6 años, cuando mis padres se divorciaron y mi madre me llevó a vivir con mis abuelos. En realidad nací en la Clínica del Maestro de Santa Clara. Pero, en honor a la verdad, solo hay dos espacios de esa ciudad que reconozco como míos.
El primero es el estadio Augusto César Sandino. Soy fanático del béisbol y ese es el campo donde la Trituradora Naranja escribió su leyenda. En la hierba del jardín central sucedieron las jugadas más espectaculares de Víctor Mesa. En su pizarra se anotaron los momentos más felices de mi provincia.
El segundo es el nudo ferroviario. Siempre que subía al apartamento de mi tío Aldo, buscaba la ventana por donde se alcanza a ver el taller de locomotoras y parte del Patio Norte. Eso hice en cuanto llegué. Una vez allí, me reencontré con los olores de la ciudad y con los ruidos por los que la descubro.
La mayoría de los que llegan a Santa Clara van en busca de una tumba, de un tren descarrilado o de un parque donde un niño le saca el agua a su bota. Ninguno de esos símbolos tiene nada que ver conmigo. Los trenes que yo busco aún se mueven y el parque está delimitado por líneas de cal.
Santa Clara es una ciudad mucho más extensa, pero apenas dos espacios suyos me bastan para encontrarme con ella. Dure lo que dure mi estancia, puedo moverme por ellos sin tener que ir más lejos.

Cuestión de fechas

Diana quiso que lleváramos un ejemplar de mi libro Itinerario. Ese cuaderno, publicado en 2003 gracias al poeta dominicano José Mármol, termina con un texto que menciona dos fechas. La primera es el día de mi salida de Cuba, el 30 de noviembre de 2000. La segunda, la del retorno:
“Pondré aquí la fecha del regreso./ Aunque lleguemos debajo de un aguacero torrencial/ y en el aire de Camarones/ esté flotando el arcaico olor de la caña quemada,/ seré estricto:/ el día, el mes, el año/ y el ruido monótono del mar que me sale al paso por todas partes”.
Cometí dos errores de cálculo. El aguacero torrencial en verdad sucedió unas semanas antes, en la Zona Colonial de Santo Domingo, y el olor de la caña quemada ya es muy poco probable. Apenas quedan cañaverales en el paisaje de mi provincia. La aridez y la desidia han podido más que las razones de esa tierra.
Llegamos al andén de mi pueblo el 20 de septiembre de 2011. A las 2:36 de la tarde, para ser más exactos. Puse esos números al final del poema y agregué una pregunta. Diana me pidió responderla días después, en el andén de la estación de El Cristo.
Estuvimos allí unas horas más. Quise volver a ver cómo se perdía la tarde en las matas de mango de la casa de Mercedita. Después nos fuimos, ya no tengo cómo quedarme en el Paradero de Camarones.

17 octubre 2011

Pie de foto VII

William era cazador. Tuvo muchos oficios, pero en ninguno fue más perfecto que apuntándole a una codorniz en pleno vuelo. Eso lo heredó de Benigno, su padre, quien le caía a tiros al cielo del pueblo cada vez que se cumplía una fecha patria. Como buen cazador, William ha desarrollado un olfato de sabueso.
Él fue quien descubrió que alguien andaba caminando por el andén a una hora en que no pasa ningún tren. Salió a la línea y me preguntó qué quería, a quién buscaba. Tuve deseos de responderle que a mí mismo, pero hice silencio. Como a los mudos, siempre se me da mejor escribir las cosas que decirlas.
—Ahí no hay nadie —me dijo antes de reiterar su advertencia—. A esta hora, además, no pasa ningún tren.
—Soy yo, William, soy yo —fue lo único que se me ocurrió contestarle.
No sé si era el resplandor de la tarde o que yo he cambiado demasiado, pero tuvo que acercarse mucho. Lo hizo sin hacer ruido. Caminaba sobre la hierba como quien persigue a una presa. Solo quitaba un pie cuando el otro había encontrado el firme entre las piedras.
—Coño, Camilito —dijo y se abrazó a mí llorando.
Siempre que pensaba en el regreso, trataba de buscar los resortes para no llorar. Se me salen las lágrimas con mucha facilidad y el Paradero de Camarones no es un cine, donde se puede sollozar con disimulo. Los hombres que lloran en mi pueblo lo pagan caro.
Esta vez también fui el segundo en empezar a llorar. Después de todo, ¿para qué iba a evitarlo si ya un cazador lo estaba haciendo?

Pie de foto VI

Cuando Carla, la joven amante de Marcelo Mastroniani llega al Hostal del Ferrocarril, pide horrorizada que la lleven a un lavabo: “Los trenes son terribles, me dejan las manos negras”, dice mirando a la cámara, alumbrada por el halo melancólico que prima en casi todas las escenas de 8 ½.
En el Paradero de Camarones son muy pocos los que recuerdan esa película de Federico Fellini, pero todos parecen personajes suyos cuando se bajan de los trenes. Mientras avanzan por la carreterita (los 200 metros de grava y hierbas que separa al andén del pueblo), se lavan las manos en el aire y maldicen la grasa y el olor de los trenes.
Todos los que aparecemos en esa foto estuvimos en esa situación infinidad de veces. Hubo una época en que ese camino se llenaba de viajeros al menos ocho veces al día. No hubo nunca uno que no se lavara las manos en el aire al pasar por él. Luego, cuando iban al cine Justo, no entendían que Fellini hablaba también de ellos.
Aunque solo vieran a un tren llegando a una película incomprensible, la estación del maestro Federico era muy parecida a la nuestra. Un sitio donde los viajeros llegaban de ninguna parte, llenos de grasa y con un olor que no había quién lo aguantara.

14 octubre 2011

Pie de foto V

Aquí estoy con la familia de Sergio, uno de los pocos Yero que aún vive en el pueblo. Le rodean sus hijos, su mujer y la gente con la que comparte la polvareda del callejón de La Flora. Justo a mí lado está Juana, que vino de Cienfuegos a pasarse unos días.
Juana es la madre de Sergio y la viuda de mi tío Leopoldo, un hombre que ejercía la mecánica como un sacerdocio. Donde quiera que hubiera algún mecanismo roto, Leopoldo se sentía en el deber de componerlo. Siempre andaba con un mocho de tabaco torcido en el rostro y tres o cuatro palos de ron encima.
Cuando quería señalar algo, lo hacía con su inmensa llave de Stillson. Llevaba esa herramienta asida a la mano y la empuñaba como un sable. No creo que exista una tubería en el pueblo que no exhiba alguna muesca de la llave Stillson de Leopoldo.
Sergio heredó la nobleza y el cariño familiar de su padre. Nunca nos hemos llamado por nuestros nombres, desde niño nos decimos “primo”. Fue el mejor espadachín de todos nosotros. Su espada de guácima era temida incluso por los más grandes. Hasta un día, en que la cambió por una llave Stillson.

Pie de foto IV

La tercera, de izquierda a derecha, es Barbarita, la madre del Chiqui. Hija y nieta de canarios. Nunca encontró la palabra precisa para regañarnos, por eso prefirió siempre los chuchos de guácima. Cada vez que nos sorprendía jugando en la línea del tren, nos perseguía hasta lograr su objetivo.
El tercero, de derecha a izquierda, es Berto, el padre del Chiqui. No he conocido a tantos hombres honestos en 44 años de vida. Entre ellos, pocos son más humildes que él. Todos los recuerdos suyos que tengo son en dos direcciones: o camino del trabajo, o de regreso del trabajo.
La segunda, de izquierda a derecha, es Xiomara, la hermana del Chiqui. Siempre la vi como la más pequeña de todos nosotros. Hasta ese día en que nos hicimos la foto y supe que había decidido regresar. Allá en Canarias, la tierra de sus ancestros, nunca encontró un lugar que fuera tan suyo como el Paradero de Camarones.
El segundo, de derecha a izquierda, soy yo, el vecino de los Aguiar Melián. Ahora que los miro de frente, reconozco en sus rostros ciertos signos más que me son vitales. Las novelas románticas y los refranes más pragmáticos siempre hablan de los vínculos de sangre. De esta gente no soy ni ariente ni pariente. Pocas cosas, en cambio, me son tan familiares como sus rostros.

12 octubre 2011

Pie de foto III

No recuerdo haber tocado en esa puerta nunca. Hasta donde me alcanza la memoria, siempre la encontré abierta. Entraba por ahí como si hubiera llegado a mi propia casa. Dentro siempre me esperaba Gaby, el mejor compañero que encontré en mi pueblo para salir de cacería y compartir las presas.
Cuando uno de los dos conseguía una novia en un pueblo vecino, le buscaba una al otro para hacer los viajes juntos en una misma bicicleta. Sé que en el fondo no le gustaba Silvio y se aburría muchísimo con Serrat, pero delante de mí disimulaba y llegaba hasta tararearlos.
Gaby se reía de cualquier cosa, hasta de él mismo. Recuerdo que un día un camión lo atropelló y lo lanzó por los aires a una altura increíble. Cuando cayó, molido y con una vértebra rota, soltó una carcajada para decir que era el primer cosmonauta del Paradero de Camarones.
Esta vez la puerta estaba cerrada. Después de tocar muchas veces salió Estrella, la madre de Gaby, mi maestra de quinto grado. En un sillón, viendo los muñequitos, había una niña preciosa.
—Ella es la hija de tu hermano Gaby —me dijo.
No hablamos nada más de él. Siempre van a sobrar los motivos para recordarlo vivo, pero en ese momento la única manera de hacerlo era no mencionarlo. Eso fue lo que hicimos. El abrazo que nos dimos dijo todo lo que había que decir.

Pie de foto II

Ya le habían dicho que yo estaba en el pueblo. Pero no se atrevió a salir a buscarme. Se quedó en casa de Mochila (el improvisador, el verdadero poeta) hasta que yo empecé a vocearle. Me abrió los brazos de lejos y salió caminando hacia mí sin apuro, tratando de retrasar lo más que pudiera el encuentro.
Escribí hace un tiempo sobre quién era Gustavo el Chambón y todo lo que significaba para mí. Participamos juntos en incontables batallas con tirachapas. Jugamos partidos decisivos en el viejo terreno de pelota, aquel que estaba en medio de un cañaveral, camino de La Flora.
Descubrimos el alcohol a la misma edad y nos emborrachamos en todos los carnavales a la redonda: Cumanayagua, Potrerillo, Cruces, San Fernando de Camarones, Palmira… Gracias a su corpulencia y a su fuerza bruta, era una especie de talismán que llevábamos por todas partes para que a nadie se le ocurriera meterse con nosotros.
El Chambón es un guajiro rudo, veterano de Angola, un fajador incansable en cada pelea cotidiana. Por eso no me atreví a decirle que ahora prefiero el ron añejo y a las rocas, con un chorrito de agua Perrier. Volvimos a beber como siempre, a pico de botella, debajo de un sol que rajaba las piedras.
Aun así quiero que conste que, cuando nos abrazamos, él empezó a llorar primero.

Pie de foto I

De izquierda a derecha, la primera es Aracelia. No es posible contar la vida de nadie en el Paradero de Camarones sin que ella aparezca en algún momento. Desde tiempos inmemoriales es eso que hoy le llaman líder comunitario. Siempre se hizo cargo de todo, desde los sorteos para los juguetes hasta las campañas de vacunación.
Cuando un ciclón arrancó de raíz a la vieja iglesia, Aracelia corvirtió al comedor de su casa en un templo y a la cocina en un confesionario. En su portal siempre estuvo el único columpio que conocimos. Cada muchacha de mi generación se hizo una foto en él cuando cumplió quince. Algunas salieron fuera de foco, todo dependía de la velocidad que llevara el artefacto en ese momento.
El segundo es Alberto Píz, el hijo del hacendado más poderoso de la comarca y el mejor pelotero que tuvimos en cualquier época. Ya había firmado un contrato con los Piratas de Pittsburgh cuando Fidel rompió todos los vínculos con las Grandes Ligas. Eso frustró a Masacote por partida doble. Ni pudo viajar a los Estados Unidos, ni pudo integrarse al equipo Azucareros en la primera Serie Nacional.
El tercero es Juani, el hijo de Talín y Mercedita. Tenía un perro que se llamaba Nerón y una curva que ponchaba a cualquiera. De sus manos salieron los mejores papalotes que han volado en el cielo del pueblo. Sus coroneles, como los de Narciso el Mocho, eran unos pájaros perfectos, llenos de colores y lindos cantos.
El del fondo es Stuart. Él en verdad es de Cruces. Pero el haber sido jefe de estación en Camarones por más de 10 años, lo convirtió en uno de nosotros. Es un hermano de oro negro que busco para hablar de trenes. Siempre me acompañó en mis expediciones en motor de línea por los intrincados ramales que estaban a punto de desaparecer.
Luego está Yuyo, el alcalde del pueblo. Suya fue la idea de hacer un estanque de ladrillos y teñir su interior con azul de metileno. De no haber sido por eso, nunca se le habríamos podido echar flores a Camilo en el Paradero de Camarones, un pueblo sin acceso a ninguna corriente de agua. Yuyo habla como si diera un discurso y vive como si el tiempo no le incumbiera.
Por último estoy yo. Como pueden ver, allí soy un hombre demasiado feliz. Por eso quisiera que me perdonen, por ese día, los vivos y los muertos de mí felicidad.

11 octubre 2011

Siete puertas

Los viajes de regreso al Paradero de Camarones, esa es una de las cosas que más disfruté siempre. Cuando volvía en el tren de Cumanayagua, mientras el conductor se bajaba a darle manigueta al teléfono para pedir vía y poder salir a la línea principal, yo miraba a la casa a través del potrero y los árboles del patio.
El ramal se acababa en el otro extremo del triángulo. Aún desde esa distancia se veían con mucha claridad los enormes ventanales, el interior de la sala, la saleta y el comedor. Las luces de los bombillos de 100 watts hacían que ese momento, en que ya no era de día pero tampoco de noche, se viera como en las películas.
Cuando el tren retrocedía para hacer andén, yo sacaba la cabeza por la ventanilla en busca de mi abuelo Aurelio y mi abuela Atlántida. Ellos siempre me esperaban en la puerta de la calle para abrazarme los dos a la vez. Han pasado casi treinta años, pero para mí esa sigue siendo todavía la idea de un regreso a casa. Cada vez que voy camino a los míos, ninguna otra imagen que me viene a la cabeza.
La estación de ferrocarril del Paradero de Camarones tiene siete puertas. Dos en el salón de espera, tres en el cuarto de expreso y dos en la casa de familia. Las siete estaban cerradas. El silencio que encontré allí fue infranqueable incluso para los fantasmas de Aurelio y Atlántida.
Por eso no me quedó más remedio que ir hasta la  punta del andén y, cuando estuve seguro de que nadie me veía, empezar a llorar. Lloré como un niño y, de alguna manera, volví a serlo. Solo que esta vez no había ni una sola bombilla de 100 watts encendida. Nada haría que pareciera una película.

Señal

Llevo conmigo todo lo que he acopiado de la gente y los lugares que me han definido. Casi nada de lo que digo se me ocurrió a mí. Antes lo leí, lo oí o lo vi en alguna parte. Escritores, músicos, pintores, arquitectos, pueblos, ríos, montañas y ciudades me han ido haciendo una criatura contradictoria, a veces incomprensible.
Soy poco original, inconsciente y envidioso. No me explico cómo alguien pudo llegar a cierta conclusión que me fascina y me inspira. No alcanzo a comprender qué impulsa a los que pronuncian la palabra deber como si dijeran dolor. Quisiera para mí muchas cosas que son de otros, valiosas o inservibles, tangibles o etéreas.
He tenido la fortuna de coincidir en tiempo y espacio con individuos y sucesos que cambiaron muchas historias y hasta la Historia. Estar allí me trocó a mí también. Perdí la cuenta de todas las personas que he sido. Más de una vez fui de una manera y luego de la otra. Gracias a eso, yo también he llegado a decir la verdad cuando miento.
Ya pertenezco a muchos paisajes que ni siquiera conozco. No puedo vivir sin muchísimas cosas que no tienen nada que ver con Cuba ni con eso que algunos se atreven a llamar cubanía. Mi identidad está hecha de tantas cosas inconexas y discordantes, que ya es indefinible hasta para mí mismo.
Pero ahí, a partir de esa señal donde empieza el Paradero de Camarones, soy tan simple y tan feliz conmigo mismo, que no necesito dar ni pedir ninguna otra explicación.

La torre de Mal Tiempo

Desde el alto techo de zinc de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones se divisaban las torres de seis ingenios azucareros: Elpidio Gómez (Portugalete), Espartaco (Hormiguero), Ramón Balboa (San Agustín), Marta Abreu (San Francisco), Ciudad Caracas (Caracas) y Mal Tiempo (Andreíta).
Durante la zafra, las mujeres de mi pueblo tenían que caminar a favor del viento. De lo contrario, el bagacillo que salía de tantas chimeneas les arruinaba los vestidos. A las 11 de la mañana y a las 6 de la tarde los ingenios hacían sonar sus silbatos. Aquellos vapores unísonos atravesaban todo en todas direcciones.
En la actual zafra, solo Ciudad Caracas está moliendo. El resto de los centrales fueron demolidos y sus bateyes apenas producen un silencio deprimente. La hierba de Guinea y los montes de marabú se ha expandido por los antiguos cañaverales, trocando el antiguo paisaje en un borroso potrero.
De lejos, saludé a la torre extinta del central Mal Tiempo. Ella fue la estructura más alta que tuve al alcance de mi infancia. Nací y mi crié en un pueblo que fue hecho por las zafras. La gente que me rodeaban eran azucareros, esa circunstancia los definió por más de dos siglos.
Creo que esa es la razón por la que esos lugares, tan afines y familiares, me resultaron desconocidos a primera vista.

10 octubre 2011

La frontera de Cruces

Era poco más de la una de la tarde. A esa hora, en ese andén, debía estar el tren mixto que recorría los ramales entre Mataguá, Cumanayagua y Santo Domingo. Pero estamos en el 2011 y la estación de Cruces es un lugar fuera del alcance de los relojes, allí no se mueven ni las hojas de los árboles.
No podría decir cuántos recuerdos de mi infancia sucedieron en el tren mixto (llevaba vagones de carga y de pasajeros, de ahí su nombre). En él íbamos a casa de mis primos, en San Juan de los Yeras. En él también se iba mi padre,  colgando de un estribo, haciendo murumacas para que yo me riera.
Frente a la estación de Cruces hay un prado. Cuando yo era chiquito me parecía inmenso, casi interminable. Pero luego, cuando conocí el de Cienfuegos y el de La Habana, se fue empequeñeciendo hasta convertirse en una calle municipal con ciertas ínfulas.
Esta vez el problema no fueron las dimensiones sino las ruinas. Algunos de los edificios más emblemáticos ya no existen, otros están a punto de desplomarse. Afortunadamente, los portales han resistido y aún se puede caminar a través de ellos por cuadras y cuadras.
Al pasar por el parque, giré en la misma dirección que lo hacíamos los varones los sábados en la noche. Eso era todo lo que quería volver a ver de Cruces. Ya no me quedaba ni una excusa para seguir demorándome. Cinco kilómetros más adelante me esperaba el Paradero de Camarones.
Sus olores ya se habían adelantado. El humo de la basura que arde en el fondo de los patios, la hierba recién cortada en las alcantarillas, el alquitrán de las viejas traviesas que ahora sirven de postes... La frontera de la región a la que pertenezco también es transparente.

Santa Isabel de las Lajas querida

Hacía una mañana espléndida. Salimos de La Habana a la hora prevista. Lo supimos cuando una valla recién pintada nos dio la bienvenida a la provincia de Mayabeque. Diana no salía de su asombro. La autopista le parecía enorme, los campos increíbles, el verde inmenso y el azul indescriptible.
No estaba en condiciones de llevarle la contraria, de manera que asentí en todo. En el fondo me gustaba que así fuera. Y, en honor a la verdad, a Cuba ese día se le fue la mano. Todo estaba mucho más lindo que de costumbre. Ahora no podría decir si eran mis ganas de llegar a Las Villas o todo lo que provocó en mí el reencuentro con esos paisajes.
El itinerario que nos habíamos propuesto era ir directo hasta Santa Clara. Allí nos esperaban tío Aldo, Beba, Alahím y Lizandra. El primer viaje al Paradero de Camarones sería al día siguiente. Pero cuando llegamos al kilómetro 132 todo cambió. El ranchón Te Quedarás, una silueta lumínica de Benny Moré y un cartel de “Bienvenidos a Santa Isabel de las Lajas querida” me pararon en seco.
Estábamos a muy poca distancia de mi lugar en el mundo. Me era imposible esperar 24 horas más. Torcimos camino y nos perdimos por esa carreterita que avanza en paralelo a la línea que va de Cruces a Santo Domingo (la geografía, como el azar, sabe regalarnos ese tipo de coincidencias).
Entramos a Lajas guiados por la voz del Benny: Saludos para las Cuevas/ Guayabal y la Guinea/ Pueblo Nuevo se recrea,/ viendo que yo soy sincero/ que abro mi pecho entero,/ igual que mi corazón/ al gritar con emoción/ orgulloso, soy Lajero, tú ves…”
Traté de hacer tiempo en el andén de la estación. Justó allí le confesé a mi compañera de viaje que tenía miedo. De ahí en adelante todo sería mucho más lento. La lejanía también es un temor, pero solo se entiende una vez que se está a punto de acabar con ella.

09 octubre 2011

Soundtrack


Durante mis 10 años de ausencia, me imaginé el viaje de regreso a Cuba de muchas maneras. Dormido o despierto, trazaba rutas, simulaba encuentros y ensayaba situaciones. Creo que ha llegado el momento en que debo confesarlo: esos 15 días fueron infinitas veces más intensos y mejores que todo lo soñado.
Ni siquiera las ruinas de tantas cosas importantes para mí sofocaron la euforia. Sí, es duro no encontrar ni rastros de lugares esenciales. Duele, por ejemplo, que ya no estén los andenes de Arango, el sitio donde aprendí a hablar como un ferroviario. Pero hay un paisaje humano que ha sabido soportar todo vendaval y ese fue el país que más disfruté.
Cada vez que pensaba en los trayectos por las rutas cubanas, hacía una selección de la banda sonora que me acompañaría. Nos llevamos un iPod de apenas 8 GB. Suficiente para cargar con lo que sonaría durante los miles de kilómetros que recorreríamos entre un extremo y el otro del itinerario.
Bob Dylan, Paquito D’Rivera, Eric Clapton, Gonzalo Rubalcaba, The Allman Brothers Band, Andrés Calamaro, B.B. King, Habana Abierta, J.J. Cale, Pat Metheny, Fito Páez, Paul Simon, Silvio Rodríguez, Leonard Cohen, Pablo Milanés, Lucinda Williams, Beny Moré, Lynyrd Skynyrd, Carlos Varela, Mississippi John Hurt, Polito Ibañez, Nick Drake…
Antes de entrar al túnel de La Habana, a punto de pasar por debajo de la bahía, rumbo a la ciudad que posee la Isla en el centro, era inevitable poner a Calamaro. Cuando las luces nos dieron en la cara, el Salmón cantaba el estribillo de “Mi gin tonic”:
“Hay días para quedarse a mirar,
hay días en que hay poco para ver,
hay días sospechosamente light,
hay un deseo que pido siempre
que pasa un tren…”
Del otro lado, ya en la superficie, nos esperaba una geografía donde no pararon de sonar las guitarras y las canciones que siempre quisimos oír de aquel lado. Las cosas son del color del sonido con el que se miran. Esa es una de las lecciones que aprendimos.

Point of no return

En lo alto de un edificio casi destruido por completo, un habanero permanece abrazado a las dos hojas de una puerta tambaleante. Cuando lo descubrí, pensé en Guillermo Cabrera Infante y en su despedida de Cuba. Poco después de ese día de octubre de 1965, escribió que le “regalaba su tierra a la erosión histórica”.
Hoy La Habana, la ciudad que el Infante difunto escribió como nadie, también se encuentra parada sobre un point of no return parecido al suyo. Devastada por la degradación del inmovilismo y la necedad de la historia, la capital de los cubanos parece haberse disfrazado de su vagabundo más célebre.
Como el Caballero de París, la ciudad aún luce un vestido de gala, pero ya no puede esconder su avanzada decrepitud. La Habana es la más europea de todas las ciudades del Caribe. Si a las fotografías de sus calles interiores se le borran los autos y la gente, parecería un escenario de la post guerra.
Por cosas como esas las virtudes allí acaban convirtiéndose en una desgracia. Ya ni la ciudad ni el escritor pueden regresar al punto donde se separaron. Para hacernos entender eso, el habanero desconocido sigue abrazado a las dos hojas de una puerta tambaleante. Su silencio es todo lo que hay que decir por ahora del pasado y el presente de la ciudad que más amamos.

07 octubre 2011

Únicas

La noche del viernes es tan larga, que me alcanza para escribir de Únicas, un disco que dura cien canciones. Le debo el hallazgo a Jorge Rodríguez, quien estuvo a cargo de la producción y de la profusa antología. Las 22 cubanas que están incluidas en el álbum, demuestran que el lado femenino de nuestra música es esencial, indispensable.
—Ese es un disco para la noche, Camilo —me dijo Jorge cuando lo puso en mis manos. Estábamos en el Patio de la Egrem, en el miocardio de Centrohabana, a unos pasos de los míticos estudios donde se grabaron la inmensa mayoría de los sonidos que definen a mi país desde principios del siglo pasado.
María Teresa Vera, Blanca Rosa Gil, La Lupe, Freddy, Gloria Arredondo, Martha Strada, Gina León, Doris de la Torre, Luisa María Güell, Amelita Frades, Rosita Fornés, Celeste Mendoza, Juana Bacallao, Moraima Secada, Omara Portuondo, Elena Burke, Ela Calvo, Beatriz Márquez, Farah María, Lourdes Torres y Soledad Delgado.
En ese mismo orden suenan. El disco arranca con María Teresa cantando “Veinte años” y acaba con “Amigas”, ese inolvidable diálogo entre Elena, Moraima y Omara. Ahora mismo, mientras escribo esto, mi madre oye le hace la voz segunda a Blanca Rosa Gil en  “Quiero hablar contigo”.
En un rato llegará Alejandro Aguilar para bebernos un ron que le trajimos de La Habana. Mientras tanto, ellas seguirán cantando sin parar. La noche del viernes es casi tan larga como la eternidad que proponen los boleros. Con sonidos como esos, Cuba puede darse el lujo de ser invisible. Al menos por hoy.

06 octubre 2011

Ciénaga


Nunca había puesto un pie en el andén de Ciénaga. Siempre pasaba por ella a toda velocidad. Cuando iba en la ruta 43, por la Calzada de Puentes Grandes, o en el Budd de Cienfuegos, por la Línea Sur. A través de las ventanillas, la estación se veía fuera de foco, como una mancha.
Sus alrededores tienen el mismo olor que el Zoológico de 26. No tengo idea qué es lo que produce ese raro aroma que flota por toda esa isla de tupida vegetación y trenes abandonados. A lo lejos, los rugidos de los leones y los tigres enjaulados subrayan la atmósfera inhóspita.
Ni siquiera los estruendos de la ciudad llegan hasta los bancos del salón de espera. Algún raro fenómeno impide que el edificio y su entorno se mezclen.  Aunque está en el mismo corazón de La Habana, ella se resiste y establece un ambiente rural en sus alrededores. Los niños que juegan en su andén lo hacen como si estuvieran en el campo.
Por fin puse un pie en la estación de Ciénaga. Pero entonces fue la ciudad la que comenzó a verse fuera de foco, como una mancha. Una vez que me subí en su andén, me dio la impresión de que el edificio comenzaba a moverse, que trataba de irse para un lugar donde la alcancen los trenes y los viajeros, es decir, las razones de su existencia.