Salimos de Santiago de Cuba a las 5 de la mañana. Queríamos
llegar a La Habana antes de que la noche nos diera alcance. Esta vez sí le hice
caso a los consejos de José Manuel Fernández Pequeño. Seguimos por el rastro
inconcluso de la autopista hasta Palma Soriano.
En las ruinas del ingenio Dos Ríos, tomamos la Carretera Central.
Antes de llegar a Bayamo ya era día claro. Gracias a eso pudimos ver un acto
simple, pero imborrable. La neblina, alta y densa, le servía de mediadora al
río Cauto para que abandonara la Sierra Maestra y se entregara a la llanura.
La primera parada la hicimos en Las Tunas. Mientras
desayunábamos, le hablé a Diana de Eduardo Lozano, un viejo amigo de la Escuela
de Arte de Cubanacán. Lozano es de Las Tunas, pero vive en Valencia desde hace
10 años. Allá sigue pintando las hierbas y la naturaleza muerta de su provincia.
Poco antes de abandonar la Carretera Central, casi en la
frontera de Ciego de Ávila con Sancti Spíritus, nos detuvimos en el Parador de
Río Azul. “It's Miller time!”, era la manera que tenía Diana para anunciar el
mediodía y decretar un alto. Masas de puerco fritas, cervezas y un olor a campo
cubano que ya no volveríamos a encontrar.
Llegamos a La Habana a media tarde. No quise compartir el
timón en todo el viaje. Cuando era niño, mi padre se vanagloriaba de haber manejado
solo desde La Habana hasta Santiago. Más de 30 años después, por fin hice el viaje de
regreso de Serafín. Esa noche no pudimos salir, estábamos molidos.
Nos sentamos a mirar caer la tarde. Cuando el mar se tragó
toda la luz que le quedaba a La Habana, perdimos de vista a los pescadores que
flotaban en el Golfo. Allí los dejamos, inmóviles, como la ciudad que tenían a sus
espaldas.