30 diciembre 2011

Una línea imaginaria

Este viernes no sucedió en Samoa. Hasta ayer, esas islas eran el último lugar del mundo donde se ponía el sol. A partir de hoy, sus habitantes serán los primeros en estrenar el día. Para eso, el gobierno de esa diminuta nación hizo un extraño corte a la Línea Internacional del Cambio de Fecha.
Samoa saltó del jueves 29 al sábado 31 de diciembre por un problema práctico, no quería seguir teniendo un día de atraso con sus socios comerciales más importantes (antes, alguien podía salir de China un miércoles y llegar a Samoa un martes). Para ponerse al día, tuvieron que renunciar a 24 horas.
Yo hubiera renunciado a meses enteros de 2011. Si el año de los samoanos tuvo 364 días, el mío hubiera sido suficiente con 159. Eso me habría ahorrado momentos muy difíciles. Aunque, en honor a la verdad, las lecciones que se aprenden cuando se toca fondo se compensan por el resto de la vida.
Al 2011 le agradezco el  hallazgo de Diana y el regreso a Cuba. Lo primero se lo debo a un hecho poético, literalmente. Di con ella mientras leía versos. Lo segundo, es consecuencia de ese encuentro que todavía disfruto. Volver a mi país me permitió corregir muchas cosas que se habían desvirtuado durante 10 años de ausencia. También reafirmé otras.
Al 2012 le pido poco. Creo que en este año purgué y logré más de la cuenta. Si acaso quiero seguir sembrado, aun sin llegar a cosechar nada. Aunque sé que a ellos no les va a gustar que los mencione, creo que tengo el deber de hacerlo. Sin Luis Concepción y Susana Ortega este año se me pudo quedar sin muchos más días.
No sé implorar, no aprendí a rezar. Si pudiera pedir algo a alguien a quien nunca me he dirigido, es que la biología resuelva en mi país lo que la historia no ha podido. Samoa solucionó su dilema con el tiempo cambiando una línea imaginaria. Los cubanos ya no podremos recuperar cinco décadas perdidas, pero ya es tiempo de que empecemos otra vez de cero.
Ruego por eso.

26 diciembre 2011

Felices fiestas

Mi primo Lazarito rastreó los antiguos cajones de mis tías en busca de fotos de mi padre. Encontró muchas, pero no quiso regalarme ninguna. Él es el único Venegas que permanece en La Habana y quiere ser el guardián del legado que queda.  Como un vigía, cuida de todo con un celo inconcebible.
De rodillas, en el portal de la casa del parque de Ceiba, en Puentes Grandes, fotografié los rostros que ya habían sido retratados, décadas atrás, en lugares donde se han borrado todas y cada una de sus huellas. Mientras enfocaba, redescubría mi parecido con los Venegas.
Con traje y corbata, mi tío Paulino apunta al cielo de Marianao con un trago de cognac en cada mano. En mangas cortas, con el pecho afuera, mi tío Cipriano, el marinero, señala en qué dirección está el mar. En una mesa donde no reconozco a nadie, mi padre abraza a una mujer vestida de negro y con un chorongo en la frente que tampoco sé quién es.
Debe tratarse de alguna celebración importante. Sospecho, por las paredes de madera del sitio, que es en General Carrillo, el pueblo donde Lázaro y Eloísa trajeron a sus siete hijos a este mundo. Aunque mira a la cámara desde el fondo de la mesa, Serafín parece esconderse (ya no sabremos de qué ni de quién).
Pero, a pesar de su evidente "cladestinidad", nada le impide celebrar. Tampoco a mí. Felices fiestas, Papi. Nunca me atrevo a compartir nada si antes no pienso en ti y te dedico el primer trago. ¡Salud, viejito!

25 diciembre 2011

El cayuco atado

El domingo pasado nos fuimos a la Zona Colonial. El plan era que, mientras Diana iba a misa, yo me encontraría con Alejandro Aguilar en las ruinas de San Francisco, donde Bonyé celebra sus tardes de son. Pero en el Parque Colón dimos con una feria de artesanías y decidimos explorarla.
Son muy pocas las artesanías que en verdad logran interesarme. Creo que la mayoría de esas expresiones populares se han desvirtuado y pervertido. Lo que en un inicio fue una necesidad genuina de los pueblos de representarse a sí mismos, acabó convirtiéndose en un empobrecido estereotipo que siempre trata de complacer la ignorancia de los turistas.
Pasamos por los stands de cada una de las regiones prácticamente sin detenernos. Nada lograba interesarnos. Pero dimos con un artesano de Miches que talla embarcaciones y náufragos en madera. Sus cayucos siempre cuelgan del techo y se sujetan de la cabeza de uno de sus ocupantes.
No pudimos resistir la tentación de llevarnos un bote donde viajaba un solitario barbudo vestido de verde olivo. Le encajamos en la cabeza una puntilla que trajimos de un cafetal de la Gran Piedra. Luego lo sujetamos de un clavo de línea que arranqué de la vía principal, en Camarones. En la pared, en el lugar del agua, repetimos las primeras líneas del Diario de campaña de José Martí.
Ayer el régimen de Raúl Castro anunció que no variaría en un ápice su política migratoria, la cual le niega a los cubanos el derecho de entrar y salir de su país con entera libertad. Nuestro cayuco atado, impedido de llegar a ninguna parte, espera con paciencia el día en que las aguas de nuestra isla se liberen.

24 diciembre 2011

Marcha atrás

Los voceros del régimen de La Habana en Miami hicieron el esperanzador anuncio semanas atrás. Aseguraban que la reforma migratoria sorprendería a todos. Vociferaban con alegría el fin de una larga tristeza: la imposibilidad de los cubanos de entrar a su país o salir de él con libertad, sin vejámenes ni degradaciones.
Diana se fue de Cuba a los 5 años, el 20 de mayo de 1970. Aún guarda el documento donde se selló la despedida de su patria. Esa mañana obtuvo el derecho de viajar por “todo el mundo excepto Rusia y sus satélites”. Una exclusión se sumó a la otra. Todavía no iba a la escuela y ya era parte de un conflicto internacional.
Para volver a reunirse con sus primas y poder sentarse otra vez en uno de los bancos del parque de El Cristo, tuvo que pedir un permiso especial en el Consulado de Cuba. El sello era válido por tres meses y para una sola entrada en su propio país. La vergonzosa autorización tenía, además, un precio. 80 dólares norteamericanos.
Ya no existe la Unión Soviética ni los satélites que giraban a su alrededor, pero el documento que le dieron a Diana de niña aún tiene una penosa vigencia. Anoche, Raúl Castro en persona se ocupó de recordarnos eso. Con esa voz de antiguo locutor de radio que tiene, le volvió a dar marcha atrás a la esperanza.
“Como era de esperar, no han faltado las exhortaciones, bien y mal intencionadas, para que apresuremos el paso, y nos pretenden imponer la secuencia y alcance de las medidas a adoptar, como si se tratara de algo insignificante y no del destino de la Revolución y la Patria”, advirtió.
Al final, el anciano general no se atrevió a devolverle a sus compatriotas uno de los derechos más elementales que les debe su patria. Esa idea le sigue produciendo pánico. Sabe que hasta una niña de 5 años, una vez que conoce a la libertad, no puede volver a ninguna parte sin llevarla consigo.

19 diciembre 2011

Atrincherados con Adriano Rodríguez

Bladimir Zamora nos invitó al Patio de la Egrem. Allí estaría conversando con Adriano Rodríguez, el mítico cantor de cubanidades. Entre el público tuvimos la fortuna de encontrar a Joaquín Borges Triana, el hombre que sueña por la oreja. Su abrazo y su cariño nos dio la bienvenida dentro de aquellas cuatro paredes de sonidos esenciales.
Atrincherado en un cubalibre, Adriano cantaba cosas de los apellidos que hay que cantar para ponerle música a la palabra Cuba: Garay, Corona, Vera, Rodríguez y Milanés, entre muchos otros. A propósito de Pablo, nadie pasó por alto su decisión de cantar “Años”. De ahí el carácter conspirador que todos le dieron al aplauso.
Entre canción y canción, Bladimir y Adriano conversaban. A su alrededor tenían una guitarra, una botella de Carta Oro, un refresco de cola, hielos derretidos y una jaba de panes. “Les agradezco que todavía tengan deseos de escucharme —le dijo Adriano a su público—. Cada vez que me llamen voy a venir. Yo seguiré cantando mientras ustedes tengan deseos de oírme”.
Muy pocos de los jóvenes que le pedían canciones y le aplaudían, conocían la verdadera dimensión de Adriano. Tampoco les hacía falta. Ya están demasiado lejos aquellos tiempos en que le llamaban “El Pedro Vargas de Guanabacoa”. Sus dúos con Paulina Álvarez, Barbarito Diez, Celia Cruz, Carlos Embale y Pablo Milanés solo se recuerdan por el renombre de la voz prima.
Cada vez que hacía silencio, se subrayaban las carencias de aquel hombre rodeado por una guitarra, una botella de Carta Oro, un refresco de cola, hielos derretidos y una jaba de panes. Pero su voz le hacía rico, tanto a él como a nosotros, que también teníamos a un cubalibre por trinchera, en el centro de una Habana cuya única riqueza consiste en pobrezas como esa.

18 diciembre 2011

Chico & Rita, una canción inolvidable*

Con Chico & Rita, Fernando Trueba por fin pudo exorcizar todos los fantasmas que el latin jazz le metió en la cabeza. Como algunos de sus protagonistas estaban muertos y su principal escenario irreconocible, le pidió a Javier Mariscal que los dibujara.
Solo así fue posible que La Habana volviera a ser La Habana sin tener que irse de La Habana. Solo así, Bebo Valdés pudo reencontrarse con Chano Pozo y Dizzy Gillespie sin tener que irse de este mundo. Lo demás, es una historia que ya no sabíamos de memoria, pero que nunca habíamos podido ver pasar en una pantalla.
Si Chico & Rita se hubiera hecho de cualquier otra manera, no sería esa película inolvidable que queremos repetir una y otra vez, como las canciones que más nos gustan, esas que tarareamos de manera inconscientes o que nos vienen a la cabeza incluso cuando ya se nos han olvidado.

*Mi querido Antonio José Ponte me pidió estos tres párrafos para el dossier "Lo mejor de tu año" de Diario de Cuba, donde debía recomendar un libro, una película o alguna música que me hubiera apasionado en algún momento de 2011.

13 diciembre 2011

Cada vez que caía la tarde

En la Cuba de los 80 la mayoría de las etiquetas eran horribles. El diseño gráfico de la Isla, que durante los 50 y los 60 gozó de tanta riqueza, acabó empobreciéndose de una manera insoportable a finales de los 70. Ese ron es de esa época.
Cada vez que caía la tarde, mi padre iba hasta la bodega más cercana y compraba un “sábado corto” o, si aún estaba cerca el día del cobro, una “piquilarga”. El primer trago se iba de un tirón y bajaba quemante, acompañado de un largo gesto que terminaba en un escalofrío.
Gracias a todas aquellas botellas de Ron Decano, me enteré de cosas y casos inimaginables. Con apenas dos tragos, Serafín se enardecía y no paraba de hablar. Durante un período de tiempo, que nunca se extendió por más de dos horas, se convertía en el hombre más simpático del planeta.
Luego, sin previo aviso, se tornaba denso y malhumorado. pero al final, afortunadamente, caía rendido. En la medida en que comencé a descubrir las etiquetas de los destilados más famosos, la de Decano se fue tornando más y más fea. Pero el día en que volví a dar con ella, en el Museo del Ron de La Habana, me produjo una alegría increíble.
Ese rectángulo de papel amarillento entraña demasiados recuerdos que quisiera no olvidar. Resulta curioso que todos empiezan en el mismo espacio y a la misma hora: en la Cuba de los 80, cada vez que caía la tarde.

Un inexplicable deseo*


A Sigfredo Ariel

La Habana era una ciudad para sentirse macho.
La madrugada de La Rampa
y las hileras de árboles que se encendían
con el impulso de las bicicletas,
le empavesaban el cuerpo
con agua de colonia.
Entonces era relativamente fácil
convencer a una de aquellas muchachas
que abrían las piernas
como si pelaran naranjas o tendieran sábanas al sol.

La Habana era una ciudad para andar suelto
y compartir las novias con los amigos,
después de pedirle a un tercero
que las dejara desnudas
en un parque, en un portal, en una funeraria
o en el andén sin luz
de alguna estación abandonada.

La Habana era una ciudad sofocada en alcohol
de la que aún no se había marchado nadie.
Ninguno de nosotros sabía a ciencia cierta
cómo gravitaban los atardeceres en Long Beach,
las tormentas de arena en Puerto del Rosario
o esa lluvia finísima que hiere los ojos en Dublín.

La Habana era una ciudad para sentirse macho,
aunque algunas noches,
sin importar la Luna que fuera,
un inexplicable deseo le haciera cambiar de idea.
En honor a la verdad
ocurría en contadas ocasiones,
pero siempre de la misma manera:
Se zafaba el cinto y daba la espalda
después de besar como una mujer
el final de una frase muy sórdida.
Entonces,
con mucha paciencia,
se relajaba para evitar el dolor,
como si pelara naranjas o tendiera sábanas al sol.

*Este poema está inspirado en otro poema (mucho mejor que el mío) que Sigfredo Ariel publicó en  el número 4 de la revista Amnios. Esa es la razón de la dedicatoria.

06 diciembre 2011

Luisito

A Luis Alberto García lo conocí la noche en que Carlos Varela estrenó “Memorias”. Fue en la antigua casona de El Caimán Barbudo, donde un grupo de jóvenes creadores habíamos sido convocados por Bladimir Zamora para compartir versos y trovas (recuerdo también a Carlos Javier Bello, Norge Espinosa, Teresa Melo, Sigfredo Ariel y Ramón Fernández Larrea).
Allí advertí que Luisito no solo lloraba en las películas. El final de una buena canción o un verso demoledor también podían hacer que se le salieran las lágrimas. Luego coincidimos en muchos sitios, “con licores y damas, más de eso quien se acuerda”. Creo que la última vez fue en Bauta, en casa de Emilio Ichikawa.
Aunque estuvimos 10 años sin vernos, nunca dejaron de llegarme noticias suyas. Jamás perdimos el contacto, nunca faltaron los mensajes y el cariño. Poco antes de volver a Cuba, disfruté muchísimo la entrevista que le hizo Amaury Pérez en Con dos que se quieran.
Fue ahí, a través de la pantalla, que me reencontré con el Luisito que más yo extrañaba. El abrazo y el beso que nos dimos después, fue el pretexto para seguir compartiendo rones y ponernos al día. Justo en el programa de Amaury, él enumeró algunas cosas que lo hacen permanecer en su país.
Ya parece poco probable que Silvio y Pablo vuelvan a cantar juntos. Con todas las fuerzas de mi corazón, quisiera que Industriales nunca más gane un campeonato. Pero aún así, me gustaría que Luisito me esté esperando cada vez que yo vuelva a La Habana.
Es que ellos dos se entienden demasiado. A pesar de la gran diferencia de edad, parecen estar hechos el uno para el otro.

05 diciembre 2011

Los fotógrafos del Capitolio

A los guajiros  siempre nos exigían una prueba de que habíamos estado en La Habana. Por eso acabábamos parándonos delante de un fotógrafo ambulante. Frente a un sol irresistible, con el Capitolio de fondo, mirábamos fijo hacia una caja de madera que tenía un tubo negro en el centro.
El paisaje que rodea al celebérrimo escenario se ha desintegrado en los últimos 10 años. Al cascarón del teatro Campoamor le han crecido árboles en las paredes. El interior de otro edificio cercano, también en ruinas, se ha convertido en un cementerio de viejas locomotoras de vapor.
Los jardines que acaban por sumarse al Parque de la Fraternidad también están abandonados. La mala hierba se ha tragado a casi todas las plantas exóticas que la República sembró allí. Manadas de perros callejeros se pelean por las ofrendas que la gente deja en el tronco de las ceibas. Todo parece descomponerse, todo menos los fotógrafos.
Por más de medio siglo ellos no se han movido del lugar. Los rostros de todas las generaciones de cubanos han salido de allí en blanco y negro, impresos en una cartulina húmeda. Es cierto que los cuerpos comienzan a borrarse desde el mismo día de la instantánea, pero nunca desaparecen del todo. Siempre queda algo reconocible en cada uno de ellos.
Los fotógrafos del Capitolio son parte de la resistencia habanera. Ellos, como la ciudad, se aprovechan del milagro de la estática y se aferran a su lugar, sin tiempo ni espacio, tratando de que no se olvide lo que ya nadie recuerda.

El arte de brindar por La Habana

No es lo mismo ser escritor que comunicador. Aunque ambos trabajan con las palabras, las usan para fines muy distintos. El primero puede darse el lujo de hablar por sí mismo. El segundo, en cambio, no hace nada si no dialoga. En República Dominicana, durante estos diez años, he tenido el privilegio de vivir de comunicar.
Ese oficio lo aprendí con algunos de los mejores maestros que pueda haber. En las redacciones de los periódicos, en las oficinas corporativas y en las diferentes consultorías, he tenido la suerte de encontrarme con gente excepcional. Frente a ellos, siempre preferí hacer silencio para asimilar lo mejor posible sus más importantes lecciones.
Hace algunos años tuve la fortuna de conocer a Luis Concepción. Al cabo del tiempo nos hicimos amigos. Pero eso no hizo que dejara de verlo como un maestro del que aprendo algo cada día. Luis no puede vivir sin enseñar, lo hace a todas horas y con todos los que le rodean. Gracias a eso he cometido muchos menos errores y he logrado algunos aciertos.
33 años atrás, en el verano de 1978, Luis llegó a La Habana como parte de la delegación dominicana al XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Desde entonces, su amor por esa ciudad no para de crecer. No hay una conversación suya que no acabe paseando por el Malecón o busque la sombra de un árbol en el Parque Central.
La tarde que esperamos el anochecer en el Castillo del Morro, brindamos por muchas cosas. Por fin habíamos podido compartir un Brugal Extra Viejo bajo el cielo de Cuba. Mencionamos logros, proyectos y hasta sueños. Pero en el fondo los dos sabíamos que solo estábamos celebrando a La Habana, esa novia imposible que tendríamos que abandonar en las próximas horas.