29 marzo 2012

Allí la única que no quedó mal fue Cachita

 
Cuando Benedicto XVI se subió al Pastor Uno, el avión que lo llevaría de vuelta al Vaticano, en La Habana llovía torrencialmente. Eso impidió que los actos protocolares se celebraran con la rimbombancia prevista. Antes, en el santuario de El Cobre, un golpe de aire le voló la capa y le cubrió el rostro.
Algunos supersticiosos cubanos (que son muchísimos más que los católicos) le acreditan esas dos señales a Cachita. La Virgen del Cobre, según ellos, había dejado constancia en ambos actos de su gran inconformidad con la actitud asumida por la Iglesia Católica durante la visita del Papa.
Cuando Juan Pablo II llegó a Cuba, en 1998, la web 2.0 era algo inimaginable. En aquel momento los hechos fueron contados de manera oficial, por una parte o por la otra. En 2012 eso es ya imposible. Todos los esfuerzos por controlar la información fueron infructuosos.
La misa de Santiago de Cuba duró más de dos horas, pero lo que más ha trascendido de ella son los segundos en que un camillero de la Cruz Roja cubana le pegó sin misericordia a un hombre reducido. Primero le dio con el puño, luego con la camilla y después otra vez con el puño.
La misa de La Habana fue más extensa aún. Pero la frase que más se ha reproducido de ese momento no se dijo en la Plaza de la Revolución sino en Twitter, cuando Yoani Sánchez parafraseó a Juan Pablo II y pidió que Cuba se abriera a Cuba. Mientras eso sucedía, decenas de jóvenes se mantenían secuestrados para que no pudieran asistir a la celebración.
La visita del pastor alemán a Cuba también ha servido para dejar algo claro. Los cubanos no pueden esperar nada de la Iglesia Católica. El cardenal Ortega lo ha demostrado en cada una de sus genuflexiones. En su afán por quedar bien con Dios y con el diablo, llegó a ordenar a fuerzas represivas el desalojo de un templo.
Cuando Benedicto XVI era todavía el cardenal Ratzinger, le llamaban “el guardián de la fe”. En Cuba fue capaz de todo, incluso de reunirse a escondidas con Hugo Chávez, por tal de seguir cumpliendo ese objetivo. Él busca alianzas, privilegios y concordatos que de poco le sirven a los cubanos de hoy.
Allí la única que no quedó mal fue Cachita. La ventolera de El Cobre y el aguacero en venganza son testigos.

28 marzo 2012

Reunión en Books & Books

 
En 1991, al cabo de una década sin poder tocar juntos, se volvieron a encontrar el saxo de Paquito D’Rivera y la trompeta de Arturo Sandoval. El testimonio de aquel suceso es el disco Reunión (1991), una de las obras cumbres del jazz latino.
Carlos Pintado y yo no tenemos el aliento de esos maestros de la cubanidad, nosotros apenas sabemos tantear el silencio. Pero eso no quiere decir que nuestros versos carezcan de sonidos. Por más lejanos que parezcan, en ellos siempre suena alguna música nuestra.
Mañana, a las 8 de la noche, en la librería Books & Books de Coral Gables, Carlos y yo volveremos a leer poemas juntos. Al cabo de una década sin poder vernos en persona (en Facebook nos abrazamos a diario, no pasa un día sin que compartamos algo, cualquier bobería) coincidimos en un mismo punto otra vez.
He estado al tanto de todo lo que ha escrito Carlos durante todo este tiempo. Me consta que él pasa por El Fogonero con demasiada regularidad. De manera que nuestro encuentro en la tertulia de Books & Books es solo un pretexto para abrazar a otros amigos y dialogar un rato con ellos.
El recital de poemas es un pretexto. Lo que en verdad queremos es compartir la alegría que significa una reunión que, de tener sonido, quisiéramos que se parezca al del saxo de Paquito D’Rivera o la trompeta de Arturo Sandoval. 

26 marzo 2012

El agente Jaime

 
Al cardenal Jaime Ortega la sotana le queda como una bata de casa. Dos cosas ayudan a eso, sus gestos y su actitud. Camina por el templo como si fuera de la sala al comedor. Maneja a la iglesia como un ama de llaves. Lleva y trae mandados. En el ínterin, ordena acciones de limpieza.
"La Iglesia tiene ahora más agentes pastorales: sacerdotes y religiosas”, dijo recientemente el inefable cardenal. Es probable que usara la palabra agente por torpeza (su vocabulario es limitado, casuelero, solo hay que oírlo), o que se le enredara la lengua tratando de no decir una cosa por otra.
Pero el agente Jaime (aprovecho su propia definición) no siempre dice la verdad cuando trata de no mentir. No es cierto que el régimen cubano, acogiendo gestiones de su iglesia, liberara a 53 disidentes (a quienes él, cobardemente, llama “detenidos”).
Esos cubanos opositores, en realidad, fueron enviados a un destierro forzoso. En esa perversa maniobra, la iglesia católica del agente Jaime sí tuvo “una activa participación como mediadora”. Paciencia que no alcanzó a tener cuando ordenó un desalojo sin precedentes en la historia de los templos y las dictaduras de Latinoamérica.
Hoy el agente Jaime es un gran anfitrión. Ha invitado a comer a importantes jefes de estado. A eso se debe que en las fotos más recientes siempre se le vea nervioso. En una de ellas, estruja la sotana como hacen las amas de casa con sus batas, machucándola con los dos puños. 
Hoy será un día largo. Sobre todo para los cubanos que nunca han perdido la fe y que esperan, pacientes, a que todo llegue. Lástima, caramba, que ahora les toque semejante intermediario.

20 marzo 2012

El anhelo de Gauck

 
La foto de Joachim Gauck sentado en la primera fila de la Asamblea Federal de Alemania, cabizbajo, rodeado de aplausos, me hizo pensar en el futuro de mi país. Joachim era un connotado disidente en la República Democrática Alemana y ahora es el presidente del país que se unificó en 1990.
Justo el pasado 18 de marzo, día en que fue investido, se cumplieron 22 años de las primeras elecciones libres en el lado este del Muro de Berlín. “Llevábamos demasiado tiempo sin votar”, recordó Gauck en su discurso. A tres asientos del nuevo presidente, la canciller Ángela Merkel sonreía. Ella también proviene de aquel país ya inexistente.
Más de una vez he tenido la misma discusión con más de un amigo cubano. Se trata de aquellos que no ven entre nuestros disidentes a nadie capaz de ocupar un puesto relevante en el futuro. Uno, incluso, se apresuró a aclarar que un blog no es literatura, como si eso invalidara aún más a los que han tenido el valor de comunicar, literalmente, ese pavor cotidiano que es el diario vivir en Cuba.
El futuro es impredecible incluso para los que más saben de pronósticos. Pero yo estaría feliz si algún día los cubanos podemos vivir el anhelo de Gauck. Lo importarte ahora es recuperar el derecho a decidir delante de una urna. Lo demás, depende de todos los que estemos dispuestos a participar de eso.    

19 marzo 2012

El relojero de la estación de Montparnasse

 
Hay películas que puedo volver a ver una y otra vez (El maquinista de La General, de Buster Keaton, es una de ellas) y hay película para las que quisiera irme a vivir. La invención de Hugo, la obra más reciente de Martin Scorsese, me dio deseos de hacer las maletas y mudarme un siglo atrás.
Las ganas de saltar hacia la pantalla surgen casi el principio, cuando la cámara sobrevuela el París de los años 30 y entra en la estación de Montparnasse, cruzando andenes y salones, hasta dar con un niño que le da cuerda a incontables relojes y repara la imaginación de Georges Méliès.
Esa veloz secuencia basta para introducirnos en un mundo del que no vamos a querer salir unas dos horas después. Consciente de ello, Martin Scorsese nos mira con desfachatez llegado un momento, cuando se disfraza de de fotógrafo ambulante para percatarse de la cara que tenemos.
Tengo una lista de películas de las que no me puedo deshacer. Cada vez que tengo una oportunidad, regreso a ellas en busca de cosas que me son indispensables. Desde ayer, La invención de Hugo está entre ellas. Solo lamento haber tardado tanto en conocer al pequeño relojero de la estación Montparnasse.
Los aciertos del filme son tantos, que solo los críticos se pueden dedicar a enumerarlos. Dejo esa ardua labor a ellos y solo recalco algo que, al fin y al cabo, es lo que más le agradezco a Scorsese por esta película. Hugo Cabret es una prueba ineludible de que la ficción y la realidad pueden habitar un mismo espacio.
Justo por eso quisiera vivir dentro de ella, así sea en el papel de autómata.

17 marzo 2012

No tengo suerte con los cardenales

 
El primer cardenal que conocí en mi vida fue en una pantalla en blanco y negro, de lunes a viernes, a las 7:30 de la noche. Ese era el momento en que pasaban las aventuras en el Canal 6 de la Televisión Cubana. No recuerdo al actor que hizo de Cardenal Richelieu, pero no olvido ninguna de las patrañas del personaje.
Impulsado por aquellos episodios, le pedí a mi madre que me comprara los dos tomos de Los tres mosqueteros, la novela de Alejandro Dumas. En esos libracos, de hojas amarillentas y borrosas, conocí mejor al siniestro personaje. Allí estaban descritas con lujo de detalles cada una de sus miserias.
Cuando llegué a República Dominicana encontré que, gracias a un triste Concordato, pactado entre la Iglesia Católica y el tirano Rafael Leonidas Trujillo, un cardenal manejaba al país con hilos invisibles. Su peso en la sociedad es tanto, que la mantiene anclada a un pasado la mayoría de las veces inamovible.
Luego, como si aquel personaje de la infancia no cesara de reproducirse, apareció en escena el cardenal Jaime Ortega. Este último personajillo, a pesar de parecer mucho más frágil e inofensivo que los anteriores, los iguala en perversidad. Una prueba de ello es la operación policial que acaba de dirigir en La Habana.
No tengo suerte con los cardenales. Es como si Richelieu lograra derrotar, en cada nuevo capítulo, todas las esperanzas de Athos, Porthos, Aramis y D'Artagnan. Como no soy diestro en la esgrima, no me queda más remedio que librar todos mis duelos en el terreno del desprecio.
Por eso, cada vez que veo aparecer a Jaime Ortega con su gorrito ladeado y su oportunista genuflexión, me convierto en el niño aquel que peleaba en silencio desde el banquito de ordeñar las vacas. Nadie me oye, pero siempre reitero el grito de guerra: “¡Uno para todos y todos para uno!”. 

16 marzo 2012

Crash

 
Hasta ahí llegamos. Ese es el kilómetro 67 de la Vía Blanca. Íbamos camino a Varadero y un viejo jeep torció sin previo aviso en dirección a una vaquería. No nos quedó más remedio que lanzarnos hacia la cuneta. Así fue que acabamos estrellándonos contra un poste.
Un cable de alta tensión estuvo a punto de caernos encima. Pero, afortunadamente, lo único que cambió el accidente fueron los planes. El día que habíamos destinado para una de las playas más renombradas del mundo, acabó sucediendo en un cañaveral sin nombre, a medio camino entre La Habana y Matanzas.
Fue un mal rato, pero ahora le agradecemos muchas cosas. Ninguno de los que estuvimos allí podemos deshacernos de la experiencia. A menudo recordamos frases, absurdos, enseñanzas… Solo la fiesta de despedida logró zafarnos de la inercia que produjo aquel crash.
Gracias al incidente también conocimos a Zabala, un caballito (policía motorizado) de San José de las Lajas que tiene la gracia de un personaje de ficción. Una catarsis suya se ha convertido en una cita recurrente entre nosotros. Cada vez que la recreamos, volvemos a reírnos como lo hicimos aquel día.
El seguro cubrió el 100% de los daños y nos dieron un carro nuevo. Llegamos a Varadero de noche, muertos de cansancio y con una insolación. Dos matanceras, disfrazadas de Ochún y Obatalá, nos ofrecieron el coctel de bienvenida. Curiosamente, esas deidades son las patronas de Cuba y República Dominicana.
Diana y Susan aseguran que fueron ellas quienes impidieron que el cable de alta tensión cayera sobre el vehículo y nos calcinara. Yo, que era el único ateo del grupo (incluyendo a los policías), también hice notar que frente al accidente había una señal con mi año de nacimiento.
Hasta ahí llegamos. Ese es el kilómetro 67 de la Vía Blanca. Todo sucedió en cuestión de segundos, pero aún estamos reconstruyendo los hechos.

14 marzo 2012

El cardenal anuncia el próximo programa

 
El cardenal Jaime Ortega habló a los cubanos desde un set de televisión. Aunque debía simular un púlpito, la escenografía se acercaba más a un decorado doméstico (la saleta de una casa o ese misterioso rincón donde las abuelas duermen la siesta).
A la izquierda de su señoría, una mesita sostiene la cabeza de un cristo. Parecería de mármol, pero ya es sabido que en la televisión todo es de yeso. A la derecha, como telón de fondo, en orlas doradas, una foto donde el propio Ortega saluda efusivo a  Benedicto XVI.
Más que una autoridad religiosa, se parecía a una de aquellas señoras que anunciaban el próximo programa en la televisión cubana de los setenta. Sus palabras le hubieran quedado más creíbles a Dignorah del Real, Marianita Morejón o Nela del Rosario.
-¿Por qué el Papa viene a Cuba?- se preguntó con voz engolada.
Antes de responderse a sí mismo, recordó la visita pastoral que hiciera Juan Pablo II hace 14 años. “Entonces Benedicto XVI era simplemente el Cardenal Ratzinger y estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe”, aclaró sin perder el engolamiento.
Aún sin alcanzar el motivo de su intervención, Ortega habló de las “condiciones especiales” que vive Cuba. Con ese ridículo eufemismo resumió todo lo que no se atreve a llamar por su nombre. Fue entonces que estuvo listo para anunciar que el Papa va “a buscar la verdad”. Justo él, que le rehúye tanto.
Eso fue todo lo que ofreció Ortega: la imagen penosa de un individuo dócil y apoltronado, que le da las gracias a la televisión por permitirle comunicarse con “sus amigos de Cuba” (sic). Ahora hay que esperar que aterrice el pastor alemán, quien se ha autoimpuesto la encomienda de restaurar la fe de los cubanos (¿a cual de tantas se refiere?).
Casi al final de su mensaje, Ortega describió la primera vez que se arrodilló frente a Ratzinger (ya vestido de Benedicto XVI): “Tomó mis manos y me dijo palabras muy cariñosas”, aseguró con la mirada perdida. No pude superar esa imagen, me costó mucho trabajo retomar el hilo de sus sinuosas palabras.

12 marzo 2012

Decide tú

 
Sigo sin saber con qué palabras
se hace un poema,
me resulta demasiado difícil
dar con las respiración adecuada.
Ya no creo que pueda dominar
el timbre de voz del silencio,
ese ritmo arcaico que debe tener
lo que nunca se oye.

Si partí a los hechos en versos
se debió a la forma
en que ocurrieron las cosas.
Si mencioné a la noche
o a la Luna llena
y repetí algunos términos
con tono grave,
casi solemne,
fue por falta de destreza,
por miedo a lo incognoscible.

Siendo del todo honesto,
solo quise
dejar constancia
de aquel momento crucial
en que los surcos de tu vientre
se convirtieron
en la superficie del mundo.

Ahora decide tú si eso es poesía.

11 marzo 2012

La mañana que volví a La Gaveta

 
La Gaveta, para los escritores de mi generación, no es una parte de un mueble sino un refugio. La casa de Bladimir Zamora está en un tercer piso, es uno de los cuartos de un antiguo hotel de La Habana Vieja. No tiene ni baño y está en peligro de derrumbe.
En ese minúsculo rectángulo se atesoran los discos y los libros que pueden definir a alguien como cubano. Pero hay algo aún más valioso allá adentro. El individuo que lo habita. En busca de eso subí la escalera oscura, donde las más antiguas telarañas permanecen intactas.
Cuando hice sonar la verja de hierro, Bladi protestó mal humorado. Creyó que se trataba de otra visita de los compañeros de la Campaña Nacional contra el mosquito Aedes Aegypti, agente transmisor del dengue hemorrágico. “¡Ya he dicho que va!”, gritó ante mi insistencia.
No quise avisarle que era yo. Si me había demorado más de diez años en volver, qué importaban unos minutos más. No cambió ni la frase de bienvenida ni la expresión de su rostro. “¡Niñooooo!”, dijo en el mismo tono de siempre y con esa rara mueca que usa para sonreír. Yo lloré, él puso música.
Volver a La Gaveta me devolvió demasiadas cosas que ya creía perdidas. Hice que Diana se parara en el balcón y mirara a La Habana desde esa perspectiva. Luego lanzamos ron al aire, con la esperanza de que alcanzara una puertas más allá, donde aún está el cuarto que fue de Reinaldo Arenas.
Muchos llegan a Cuba en cuanto aterrizan en Rancho Boyeros. Yo, además, necesité entrar en La Gaveta. Es que mi país no empieza en un puesto fronterizo, sino en los espacios donde sobrevive lo que me hace cubano.

09 marzo 2012

Quiero estar ahí

 
Muchas veces al día queremos estar en un lugar muy diferente al sitio donde nos vemos obligados a permanecer. Yo siempre tengo deseos de volver al Paradero de Camarones. No pierdo ese instinto que me empuja hacia las cosas que me rodearon de niño (aun después de comprobar que la mayoría de ellas están perdidas o muertas).
Más de una vez he querido volver a pasar caminando el puente giratorio sobre el río San Juan, en Matanzas. La única vez que lo hice, viví una experiencia que puedo reconstruir travesaño a travesaño. Aun suenan en mi cabeza los pitazos del tren que se acercaba.
A la sombra de los árboles de la calle Álvaro Obregón, en la Colonia Roma, leí varios libros. Cada vez que los veo en mi librero, quisiera reabrirlos allí, en México D.F., mientras el olor de los comales se mezcla con la tóxica neblina del valle.
Una callecita del barrio gótico de Barcelona, una casa con la silueta de un poeta suicida en Bogotá, la calle de los rieles de Santiago de los Caballeros, el malecón de La Habana… Hay muchos lugares a los que siempre estoy dispuesto a volver. Pero ahora mismo, en este instante, quisiera estar ahí.
El río Hanabanilla nace unos pasos más arriba de esa poceta, en el vientre de las montañas que rodean El Nicho. No necesito muchas cosas más. Lo único innegociable sería un poco de ron añejo, algunas canciones para el viaje de regreso y que tú estés dispuesta otra vez a meterte en el agua helada.

08 marzo 2012

La chica de la avellana

 
Cuando llueve de esta manera,
los peces del acuario
piden comer avellanas.
Lo hacen de una manera rabiosa.
Se llenan la boca de piedras
y escupen la palabra
en pequeñas burbujas grises.

Los peces del acuario
aún no saben a ciencia cierta
cuál es el sabor de las avellanas,
pero tienen la sospecha
de que en algo se parece al suyo.

Ninguno de ellos ha podido olvidar
aquella tormenta.
La penumbra del cielo
encima del estanque,
como un reflejo de ese vacío
donde las cosas
no flotan ni se hunden.

Los peces del acuario
todavía pueden describir
los detalles que vieron:
el dedo rozando los labios,
la lengua atrapando la avellana
y los ojos que se cerraban
al mismo tiempo que mordían.
A eso se debe su rabia,
la boca llena de piedras
y la palabra que,
en pequeñas burbujas grises,
ha sido escupida contra los vidrios.

05 marzo 2012

La Habana, esa dama barrendera

 
Ya casi no paso por Facebook. No puedo explicar a ciencia cierta por qué me ha dejado de interesar, pero ya no le veo la gracia y, lo que es peor, me aburre. Por eso demoré tanto en descubrir una bellísima foto de La Habana que había dejado en mi muro el poeta dominicano León Félix Batista.
“Barrendera de las calles de La Habana, feliz de ser fotografiada por mí”, dice León en su pie de foto. Cuando di con la imagen, ya tenía un comentario de José Manuel Fernández Pequeño: “Hermosa... como La Habana. ¿Habrá alegría así fuera del Caribe? No lo creo”, sentenciaba. Al leer a Pequeño, no contuve la tentación de rebatirle algo.
“Bellísima foto, bellísima Habana –puse–. Pero quiero corregirle algo a mi querido Pequeño. Si hay una ciudad en el mundo que se niega a ser caribeña, esa es La Habana. El Caribe no le va a una dama como esa, ella es otra cosa. Y para colmo, la geografía le da la razón, no está en el Caribe sino en el Golfo de México, al igual que Varadero, que muchos llaman erróneamente la mejor playa del Caribe”.
Pequeño, por su doble condición de santiaguero (de Cuba y de los Caballeros) piensa, vive y suda como un caribeño. Eso lo empujó a no perder el calor y responder de inmediato:
“Tiene razón Camilo y no la tiene (¿habrá mejor lugar para esa contradicción que el Caribe?). La Habana, con su porte metropolitano y su vanidad de puerto internacional, no debería de ser parte del Caribe. Sin embargo... la historia la convirtió en retorta donde el Caribe se ha mezclado (de fuera y de dentro, de Yucatán y de Santiago de Cuba, la ciudad más caribeña de Cuba). Y ahí se contaminó de Caribe. Como Miami por otras razones. Como San Salvador de Bahía, que tampoco está en el mar Caribe y es casi tan caribeña como Santiago de Cuba. Hay Caribe por ubicación y hay Caribe por adopción histórica. Eso creo”, recalcó Pequeño.
Llegados a ese punto, preferí continuar el diálogo (o la discusión, en el Caribe no es posible una cosa sin la otra) con una anécdota: “La última vez que estuve en La Habana, fui con Luis Concepción. Bebíamos ron junto a Bladimir Zamora en el Malecón y recuerdo que Luis dijo: ‘Esto no tiene nada que ver con el Caribe, esto es otra cosa’. A lo que Bladimir contestó: ‘Y te juro que nosotros los orientales hemos hecho lo imposible para que lo sea, pero de eso nada, La Habana está en otra parte’”.
Pequeño también prefirió responder con otra anécdota: “Una vez le pregunté a Tony Gómez Sotolongo por qué las migraciones del campo habían convertido a Santo Domingo en una ciudad de provincias y, sin embargo, con La Habana no había pasado. Y él respondió: Porque en Santo Domingo los guajiros colonizaron la ciudad y La Habana es tan ella que colonizó a los guajiros”.
Llegados a ese punto, le dije a Pequeño que no resistía más la tentación, que me iba para El Fogonero a escribir este post. Se lo debo, en primer lugar, a León Félix Batista, por su imagen; luego a José Manuel, por provocarme con su lucidez y, por último, a La Habana, esa dama barrendera que mira al poeta y se ríe, invicta, orgullosa, convencida de que su dignidad y su identidad nunca serán derrotadas. 

04 marzo 2012

Un poema con tu nombre

De todos tus deseos
el único que no podré cumplir
nunca
es escribir un poema
con tu nombre.

No quisiera revelar
ese secreto.
Prefiero
que todo suceda
sin que nadie
lo sepa nunca.
Que las cosas
se digan
en silencio,
del mismo modo
que se oyen
en las canciones
que solemos poner
cuando nadie más puede vernos.

Ojalá que entiendas, Diana,
pero decir tu nombre
es tener que empezar a compartirte.

02 marzo 2012

Fort Lauderdale

 
Ahora, cada vez que miro el mapa de La Florida,
señalo la ruta del avión
que volvió a la costa con los motores apagados.
Debajo de los círculos que describimos,
mientras el aparato descendía
sobre la tramoya de casas,
campos de golf
y lagos artificiales,
dibujo siempre aquellas aves desconocidas
que te pasaron por encima
en el parqueo del centro comercial.
No olvido el gesto que hiciste
para quitarle la cara al viento
y cubrir la más reciente de todas tus cicatrices.

Así mismo apareces en el mapa de La Florida,
de espaldas,
con las manos en el cuello
y los ojos cerrados del miedo,
mientras yo te abrazo
del mismo modo que lo hice la primera vez,
en aquel aguacero torrencial
que se armó en Santo Domingo
para que por fin nos conociéramos.

Fíjate bien en el mapa de La Florida
para que veas lo que te digo.
Sobre sus marcas aún sucede
el viaje de regreso a la costa,
aquel acto de acrobacia sobre la tarde inmensa
en que nos mirábamos en silencio,
detrás del rastro que dejan las aves
cuando todo en el mundo está en riesgo de apagarse.