(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Hace
unos días hice una de las cosas que más me gusta: leer ciudades. Estábamos en
un apartamento con una ubicación estratégica, en un noveno piso. Desde allí
Santo Domingo se dejaba ver en todas direcciones. Compartí la experiencia con
Mario Dávalos y Maurice Sánchez.
Avanzamos
muy despacio, mirando siempre hacia el mismo punto, como si compartiéramos un mismo
catalejo. Comenzamos por dividir a la ciudad en diferentes épocas. De los ochenta,
sobreviven edificios espléndidos, que vindican los materiales con los que se
construyeron y proponen una identidad para la ciudad.
Luego
llegaron los terribles noventa, una década fatal en cuanto a arquitectura. No
solo por lo que se hizo sino por lo que se perdió. Parecería que fue atacada por
una epidemia kitsch. Visto desde arriba, da la impresión de que ridículas casas
de muñecas fueran elevadas por siete, ocho, nueve y hasta diez pisos.
Por
culpa de esas torres, con absurdos tejados y entoldadas hasta parecer
bizcochos, se rompe el diálogo con las construcciones actuales, donde se ha
recuperado la racionalidad y hasta el sentido común. Gracias a la obra de arquitectos
como Yuyo Sánchez, Antonio Segundo Imbert y Cuquito Moré, la ciudad ha retomado
su discurso.
Justo
hablábamos de eso cuando llegamos al parque de la Kennedy con Los Próceres, ese
que el sarcasmo popular bautizó como Zooberto. Entonces, no nos quedó más
remedio que resumir el funesto legado del alcalde de Santo Domingo en cuanto a
soluciones urbanas.
Nada
impide que un comediante de televisión sea un gran gestor de un ayuntamiento,
salvo que empiece a ver a la ciudad como un show que busca elevar los ratings.
Esa puede ser la razón de que patéticos monstruos de plástico fueran emplazados
en un sitio clave, donde hubiera sido muchísimo más barato, simple y hermoso
sembrar árboles endémicos.
Si
se baja en dirección al mar, por la Winston Churchill, se encontrará una
estatua de Casandra Damirón. Por ella, se adecuó una cuadra entera, trastocando
el “discurso” de la avenida. El nombre de la soberana, inexplicablemente,
aparece en letras mucho más pequeñas que el de Roberto Salcedo. Más que una
tarja, parecen los créditos de un espectáculo.
Pero
ninguno de esos absurdos alcanza el nivel de disparate de la playa artificial
que el alcalde de la capital dominicana construye en Semana Santa. A unos
escasos metros del mar Caribe, el balneario más deseado del planeta Tierra,
Salcedo se gasta la broma de colmar una avenida de arena y, en medio de una
severa sequía, llenar piscinas de plástico.
Lo
más penoso es que luego, gracias a las relaciones públicas, algún que otro
diario asegurará en su portada que la experiencia fue todo un éxito. Para
probarlo, publicarán una foto de las piscina repleta de bañistas. Lástima que
el encuadre no sea lo suficientemente amplio, para que se vea, un poco más al
Sur, al espléndido Caribe desolado.
Si
algo urge en Santo Domingo es promover el sentido de pertenencia, hacer que la
gente quiera y valore el espacio en el que vive. La mayoría de las acciones que
hace Roberto Salcedo, sin embargo, invitan a burlarse de él, a menospreciarlo.
Mario
y Maurice nacieron en Santo Domingo, para ellos este sitio es su lugar en el
mundo. Cuando lo miraban desde arriba, incluso en los momentos en que más lo
criticaban, se notaba el amor que había detrás de su vehemencia.
Santo
Domingo es la primera ciudad de América, su Zonal Colonial es insustituible por
ningún otro enclave urbano de la región y su Malecón, el mejor portal que se
pueda conseguir con vistas al mar Caribe.
Por
eso llega un punto en que confundirla con un show de televisión se convierte en
un crimen.
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