21 septiembre 2013

To trend or not to trend


(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Todas las generaciones tienen cosas de las que vanagloriarse y cosas de las que avergonzarse. La historia que las acompaña define su identidad y luego se convierte en su nostalgia, en eso que les permitirá envejecer sin dejar de llevar el ímpetu de la juventud por dentro.
A mi generación le tocó nacer en una de las épocas más revolucionarias. Luego crecimos cuando la música se revolucionó como pocas veces y maduramos mientras se producía la más  grande revolución que hayan tenido jamás las comunicaciones.
Podría asegurarse que, incluso los más conservadores de nosotros, llevan un gen revolucionario en alguna parte de su ADN. Nacimos en la década de la Primavera de Praga, Mayo del 68 y la Revolución Cubana (no me refiero al reducto de octogenarios que sostiene una dictadura, sino al ejército de muchachos, barbudos y utópicos, que tomó al futuro por asalto).
Luego nos tocó crecer con la mejor banda sonora posible. Los dioses del rock and roll construyeron para nosotros unas escaleras al cielo. Y por ellas subimos, confiados de que a la altura del año 2000, el mundo sería tal como nos lo habían prometido los tipos más soñadores que teníamos a nuestro alrededor.
El cambio de siglo y de milenio no pudo ser más decepcionante. Es cierto que a finales del siglo pasado se derrumbaron las dictaduras socialistas de Europa, pero la unificación de Alemania solo consiguió que los mapas cambiaran de color.  
La demolición en Berlín de la muralla más oprobiosa que ha construido el hombre, no tuvo el mismo impacto en la imaginación de las futuras generaciones que los sucesos de Praga, París y Tlatelolco. Poco a poco las ideas y las convicciones han ido perdiendo terreno frente a las tendencias.
Como dice Kevin Johansen, ahora todo tiene logo y si no tiene, falta poco. Incluso los iconos más reconocibles e inspiradores, tipos como Einstein o Lennon, se han convertido en adornos que a es vela gente lleva en el pecho por chulería, pero no porque signifiquen algo.
Tanto nos hemos acostumbrado a la banalidad, que somos capaces de salir corriendo a buscar un par de zapatos con la punta aún más fina, porque los que tenemos la tienen fina, pero no tanto, y los demás pueden pensar que nos hemos quedado atrás.
Si usted se asoma ahora mismo en un centro comercial, descubrirá que todos parecen estar uniformados. Las tendencias se asimilan en masa y por temporadas, sin hacer el más mínimo cuestionamiento. Cada cuatro meses se cambian roperos enteros por tal de parecerse a los muñecos que hay en los escaparates de las tiendas.
La música de moda lleva tanta velocidad que no le da tiempo a decir nada. Por eso se está extinguiendo aquella antigua costumbre de oír las canciones. Ahora, cuando alguien pone a su cantautor preferido, lo usa como un sonido de fondo, para ponerse a conversar o a chatear, pero no para realmente escucharlo.
Los gurús de las comunicaciones aseguran, con razón, que vivimos en la era de la reputación. Ahora se puede medir, en tiempo real, la percepción que tienen los demás de todo, desde la más grande transnacional hasta el individuo más solitario y anónimo del planeta.
Pero esa gigantesca capacidad que disponemos para compartir cosas, la mayoría de las veces se desaprovecha en frivolidades y ridiculeces. A lo mejor estoy equivocado, quizás es que ya empecé a envejecer y estos son los primeros síntomas de mi decrepitud.
Si es así, les pido que me disculpen. Pero hablo desde el punto de vista de una generación a la que los dioses del rock and roll le construyeron escaleras al cielo. Por eso ahora hago el esfuerzo de mirar desde arriba: Al final tender o no tender es irrelevante. La cuestión sigue siendo ser o no ser.

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