30 marzo 2014

El Carahata

Era un engendro, quizás el más estrambótico de todos. En Cuba, cuando el régimen embargado se fue quedando sin medios de transporte, se comenzaron a canibalizar los equipos ya desahuciados. Fue así que surgieron los más increíbles artefactos.
La máxima expresión de esa “industria” fue el Camello (un colosal autobús con dos jorobas que estremeció a La Habana de los 90). Pero hubo muchas otras invenciones, como la Guarandinga (mitad camión, mitad autobús) o el Guerrillero (un autobús Canberra encaramado en una plancha de ferrocarril).
Pero ninguna ocurrencia de los “innovadores y racionalizadores” cubanos (así se les llamaba) permaneció tanto en el tiempo como el Carahata. Era un minúsculo vehículo de ferrocarril que lograba avanzar por los ramales en peor estado, esos que ya no soportaban el peso de las locomotoras.
A principios de los años 80, el Carahata de Ranchuelo a Mataguá fue el único medio que nos quedó para llegar hasta la estación de San Juan de los Yeras, donde vivían mi tía Titita y mis primos Lazarita y Ariel. La gente no cabía de pie en su interior, para sentarse solo disponían de tres largos bancos de madera.
Más de una vez viajé en aquella pequeña cápsula en compañía de cerdos, guineos, guanajos y gallinas. Aun cuando los rieles se perdían debajo de la hierba, el Carahata lograba adivinarlos. Sus sonidos se limitaban a un trac trac, trac trac, trac trac, uniforme, exasperante.
Nada más se oía. Salvo los murmullos de los viajeros y la voz del conductor, solo cuando tenía que indicarle al maquinista que pusiera al Carahata en marcha:
—¡Dale a viaje!

29 marzo 2014

El caldero en el medio de la mesa

Nos acabamos de comprar un libro de cocina cubana por Amazon. No es el de Nitza Villapol, que acabó desvirtuándose en su disimulo de la escasez o sustituyendo ingredientes con lo que apareciera de Bulgaria o la Unión Soviética.
Se trata de 350 recetas que Raquel Roque, propietaria de una librería en Miami, acopió entre la comunidad cubana en el exilio. Aunque el propósito de la obra es antropológico, acaba convirtiéndose en una aventura arqueológica por la cocina de una nación.
Mi familia, los Yero, vivía en casas contiguas en el Paradero de Camarones. Se podía ir desde la primera hasta la última pasando a través de las cocinas. No había verjas que dividieran sus patios. Bastaba con seguir el rastro de los sofritos para llegar desde la primera hasta la última.
Poco a poco eso se fue acabando. Las ruinas actuales de aquellas casas bastan para ilustrar las terribles consecuencias que han tenido,  en la familia cubana, los 54 años de revolución. Queda un solo lugar en el mundo donde yo puedo reencontrarme con las cocinas de los Yero.
Cada vez que mis tíos Aramís y Miriam, en Miami, ponen el caldero en el medio de la mesa, me enfrento al último reducto de los sabores de mi infancia. Ayer hicieron rabo encendido. Lo sé porque Miriam subió una foto a Facebook.
— ¡El rabo tenía tres botellas de vino del bueno!  —Puso al responder uno de mis comentarios.
Aunque no estuve allí puedo describir todo con lujo de detalles, desde los olores y sabores hasta lo que se dijo. Ese es el gran valor del libro que compramos, que acopia la esencia de lo perdido y ofrece la oportunidad de reencontrarnos.    

28 marzo 2014

Pilla, manigüera, insurrecta

Cuando era chiquita, veíamos juntos una y otra vez Las aventuras de Elpidio Valdés, el célebre animado cubano. Entonces, tenía que explicarle contra quienes luchaban el pequeño mambí y su inseparable caballo Palmiche. Recuerdo sus carcajadas cuando el general Resoplez, el enemigo acérrimo del coronel Valdés, profería sus insultos: pillo, manigüero, insurrecto...
De alguna manera, la historia de Tocororo Macho, el pueblo donde Elpidio hace de las suyas, me sirvió para contarle la historia de Cuba. Lo más difícil fue explicarle cómo, a partir de un momento, los buenos también se habían convertido en malos. Esa fue una de las razones por las que, cuando cumplió 7 años, decidimos que siguiera creciendo en un país libre, donde pudiera decir lo que pensaba sin temor a ser perseguida por eso.
En sus maletas trajo todas las películas de Elpidio Valdés. Pero estaban en unos viejos VHS y llegó un momento en que no hubo forma de seguir viéndolas. A partir de entonces, Ana Rosario tuvo que elegir otros héroes y otros villanos. La mayoría de ellos comenzaron a ser individuos de la vida real.
Hay temas en los que no nos ponemos de acuerdo. Hemos llegado a discutir acaloradamente sobre determinadas cosas, pero al final acabo cediendo ante su pasión y, sobre todo, ante sus innegociables convicciones: jamás da el brazo a torcer si no se le convence con argumentos.
En República Dominicana fue contestataria, irreverente y provocadora hasta que se fue a vivir a España. Ya no es la niña que se sentaba en mis piernas a cantar la cancioncita de Elpidio Valdés. Ahora estudia Derecho y Política en la Universidad Carlos III. Es casi de mi tamaño, pero hay algo en ella que no ha cambiado en lo más mínimo: sigue siendo pilla, manigüera, insurrecta.

26 marzo 2014

La leyenda de Cheíto Rodríguez, página por página

Hace unos meses celebré en El Fogonero la publicación del libro Pase usted, Señor Jonrón. La verdad sobre Cheíto Rodríguez (Alexandria Library, Miami, 2013), del periodista cubano Fernando Rodríguez Álvarez. Como en aquel momento aún no había leído la obra, solo me referí a lo que significaba para mí esa leyenda del béisbol cubano.  
Después de una larga espera, el libro por fin llegó a mis manos. He disfrutado sus 376 páginas como si viera lo que se cuenta en ellas proyectado sobre una pantalla. Las abundantes estadísticas recogidas en el volumen me ha permitido, además, reconstruir con lujo de detalles algunos de los momentos más emocionantes de mi infancia.
Ahora sé, por ejemplo, que la primera vez que mi abuelo me llevó al estadio fue el miércoles 8 de marzo de 1978. Fuimos junto a mi tío Rafelito al recién estrenado 5 de Septiembre, en Cienfuegos, a ver un juego entre Las Villas y Matanzas.
Yo solo recordaba que aquella noche Cheíto Rodríguez había dado dos jonrones y Antonio Muñoz uno, inmenso, sobre el techo del left field. Ahora puedo asegurar que el primero de Cheíto fue en el tercer inning, con las bases limpias y frente a Dagoberto Rodríguez; y el segundo en el octavo, con un hombre en base y frente a Jesús Bello.
También he podido recobrar cada acción de la noche del jueves 25 de mayo de 1978, en que Las Villas se coronó campeón por primera vez. Ocurrió en el estadio Latinoamericano, de La Habana. Mi equipo se enfrentaba en un juego decisivo a Pinar del Río.
En el primer inning, Sixto Hernández dio un jonrón. En el segundo, Héctor Olivera dio otro. Pero la ventaja de dos carreras nos duró poco. En la parte baja del segundo, Lázaro Cabrera, primera base de Pinar, también sacó la pelota con un hombre en base.  El partido se mantuvo empatado hasta la parte alta del noveno.
Según Juan Castro, cátcher de Pinar del Río, él mismo le advirtió a Rogelio García, antes de salir a cubrir, que se cuidara mucho de Cheíto. Según Misifús, el mítico cargabates de Las Villas, el Señor Jonrón le dio instrucciones de que guardara los maderos.
—Misi, si falla Muñoz, recoge que se acabó esto—, dice que fueron sus palabras.
El Ciclón de Ovas lazó su temible tenedor, pero se le quedó un poco alto. La pelota, como había prometido Pedro José, se fue elevando y se fue elevando hasta caer del otro lado de la cerca. Unos minutos más tarde, el propio Cheíto capturó un duro roletazo. Le tiró a Adolfo Borrell, en segunda, ¡un out!, Borrell le tiró a Antonio Muñoz, en primera, y… ¡doble play! ¡Las Villas, campeón!
Apenas se han escrito libros sobre el béisbol cubano. Aunque ese deporte es uno de nuestros signos de identidad, son pocos los textos que lo abordan como tal. Con Pase usted, Señor Jonrón. La verdad sobre Cheíto Rodríguez, Fernando Rodríguez Álvarez se une a Roberto González Echevarría, Leonardo Padura, Raúl Arce y Norberto Codina, entre otros pocos, en el esfuerzo de que nuestra cultura beisbolera trascienda la apasionada tradición oral de las esquinas calientes.
Otra vez le doy las gracias a Fernando por este libro. Y a Pedro José Rodríguez, Cheíto, el gran héroe de mi infancia, por cada uno de los 286 jonrones que dio y por todos los que no le dejaron dar.

25 marzo 2014

Remiendos

Mi abuela Atlántida tenía una máquina de coser Singer. Con ella mi hizo camisas, me remendó pantalones y me bordó algunos de los recuerdos más felices de mi infancia. Cuando el Alzheimer hizo que se le olvidara cómo hilvanar los ovillos, aquel antiguo artefacto se convirtió en mi escritorio.
Mis primeros textos fueron escritos en la Underwood de mi abuelo Aurelio, mientras le daba a los pedales a la Singer de mi abuela. El traqueteo constante de aquellas dos antigüedes sonaba como música, la más inspiradora de todas las músicas.
A Diana se la llevaron de Cuba a los cinco años. Casi no tiene recuerdos de ese tiempo. Pero hubo un detalle que, sin ella saberlo, se quedó en su subconsciente: su abuela hacía enormes sobrecamas de pequeños retazos. Lo supo hace poco, cuando se compró una Singer para dedicarse al patchwork en sus ratos libres.
—Eso mismo hacía tu abuela —le dijo Elia, su madre, conmovida.
Remiendo a remiendo, Diana ha ido armando las formas de lo que debió ser su infancia, de haber permanecido junto a su abuela, sus tías y sus primas. Cuando ella pisa el pedal de su novísima Singer, el golpe de las puntadas suena como si fuera el de mi abuela.
Este texto fue escrito en mi MacBook Pro, mientras Diana cose. El traqueteo constante va remendado cosas, tanto dentro de ella como dentro de mí.

22 marzo 2014

Era solo un arcoiris

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Amanecimos con un pequeño arcoíris de fondo en todas las ventanas de la casa. El café ya olía en la cocina. El profundo silencio de la mañana del domingo fue interrumpido por un destartalado carro blanco. Se acercó renqueante, con una bocina atada en lo más alto.
—¡Vamos que llegó el camero comprando todo lo que sea viejo! —anunciaba el que conducía—. Compro camas viejas, neveras viejas, lavadoras viejas, aire acondicionados viejos, baterías viejas… Compro transmisiones viejas, culatas viejas, cobre, aluminio, acero níquel, bronce, calamina… ¡Vamos, que llegó el camero comprando todo lo que sea viejo!
Por un momento pensamos que el lente de la cámara no tendría la sensibilidad suficiente para captar aquel breve arco que empezaba con un rojo intenso y se esfumaba antes de alcanzar el violeta que describen los libros. Hice el intento y lo logré.
Mientras compartíamos el café y las voces del camero empezaban a perderse por los vericuetos de la ciudad, abrimos los periódicos en la pantalla del iPad. A juzgar por los titulares, el mundo aún no se había dado cuenta de que era domingo y que nos merecíamos una tregua.
Ucrania denuncia que Rusia ya tiene 22.000 soldados en Crimea. La Unión Europea y Estados Unidos temen una escalada de Moscú en cuanto la pequeña península se declare como una república independiente. En Venezuela, Nicolás Maduro acude a las fuerzas armadas para conjurar las manifestaciones y tratar de salvar a su régimen.
El jefe del Comando Sur sugiere que en el seno de las Fuerzas Armadas venezolanas están divididos sobre la deriva del país pero que, de momento, son leales al chavismo. En Argentina, Cristina Fernández, aún vestida de viuda, plantea ponerle límites a las manifestaciones en las calles.
Malasia ha pedido ayuda internacional para localizar, a través de satélites, cualquier rastro del vuelo MH370. La desaparición, el pasado 8 de marzo, del Boeing 777 que volaba de Kuala Lumpur a Pekín, se ha convertido en uno de los más grandes misterios de la historia de la aviación.
La amplitud de la zona de búsqueda y la gran profundidad del océano Índico, son un enorme desafío para dar con los posibles restos y las cajas negras de la aeronave. Al final de las noticias internacionales, apenas como un recordatorio, avisan que la guerra en Siria cumple tres años sin un final cercano.
Ya era suficiente. Cerramos el iPad y levantamos las cabezas para reencontrarnos con el arcoíris. En el tiempo que duró la rápida lectura de los titulares y los primeros párrafos, que es donde realmente se cuentan las novedades, el fenómeno óptico desapareció. En su lugar estaban de vuelta las montañas, espléndidamente iluminadas.
La aparición de un espectro continuo de frecuencias de luz en el cielo, mientras los rayos del sol eran atravesados por pequeñas gotas de agua,  cambió nuestra mañana por un rato, solo por un rato, porque de inmediato fue retomada por la pesadumbre de las noticias y las voces reincidentes del camero que compra todo lo viejo.
Para acabar la segunda taza de café, abro los Cuadernos (1957-1972) de Emil Cioran, que me compré por el increíble precio de 125 pesos en un supermercado. Al cabo de unas dos o tres páginas, el escritor y filósofo rumano escribe como si hubiera estado junto a nosotros, frente al efímero arcoíris.
“Mañana espléndida, divina, (…). Veía a la gente pasar y volver a pasar y me decía que nosotros los vivos (¡los vivos!), estamos aquí tan solo para rozar por un tiempo la superficie de la tierra”, aseguró Cioran. Diana, en cambio, prefirió hacer una pregunta: “¿En verdad somos parte de la Tierra o estamos aquí de paso?”
Desde la calle, sonó una posible respuesta:
—¡Vamos que llegó el camero comprando todo lo que sea viejo! —anunciaba el que conducía—. Compro camas viejas, neveras viejas, lavadoras viejas, aire acondicionados viejos, baterías viejas… Compro transmisiones viejas, culatas viejas, cobre, aluminio, acero níquel, bronce, calamina… ¡Vamos, que llegó el camero comprando todo lo que sea viejo!

18 marzo 2014

Tren de Escombros

El aviso circulaba de estación en estación. Se comunicaban unas a otras a través de los viejos teléfonos de manigueta. La noticia era dada con la misma voz de circunstancia que se recibía. Se trataba de uno de los tantos códigos secretos que se manejaban entre ferroviarios.
—Palmira, vía para un Tren de Escombros —decían desde Cienfuegos.
—Cherepa, vía para un Tren de Escombros —decían desde Palmira.
—Hormiguero, vía para un Tren de Escombros —decían desde Cherepa.
—Camarones, vía para un Tren de Escombros —decían desde Hormiguero.
—Cruces, vía para un Tren de Escombros —decían desde Camarones.
—Ranchuelo, vía para un Tren de Escombros —decían desde Cruces.
—Esperanza, vía para un Tren de Escombros —decían desde Ranchuelo…
La voz continuaba por toda la Línea Central hasta que el tren llegaba a su destino final. Con los brazos cruzados y cabizbajos, los Jefes de Estación salían a los andenes a despedirse de las locomotoras y los vagones que no volverían a circular. Dos máquinas, una en el frente y otra en la cola, empujaban lentamente al cortejo fúnebre.
Mi abuelo Aurelio fue quien mi inició en esa luctuosa ceremonia. Junto a él, le dije adiós a los Budd de Cienfuegos a La Habana, a las dos Baldwin de vía ancha del Central Mal Tiempo y a las Patas de Palo, unas malogradas locomotoras alemanas que halaron al Mixto de Cumanayagua hasta quedarse sin piezas.
Ya no estaba en Cuba cuando la 61613 y la 61619 fueron enviadas al desguazadero de Garrido. No pude rendirle honores en su último trayecto. Esas dos máquinas todavía pasan por algunos de los mejores recuerdos de mi infancia. Me hubiera gustado darles las gracias por eso.

17 marzo 2014

Kikos Plásticos

Solo me pongo zapatos para ir a la oficina y en ocasiones muy especiales. Suelo andar en Croocs el resto del tiempo. Tengo varios modelos y he llegado a hacer largos viajes con ellos. Cuando volví a Cuba, después de una década sin poner un pie en mi país, fui únicamente con los Croocs que llevaba puestos.
Se bañaron conmigo en el río Hanabanilla y en una playa de la costa Norte. También me acompañaron sobre las piedras calientes de la Carreterita, ese sofocante sendero que llega hasta mi antigua casa en el Paradero de Camarones. Diana dice que al final acabarán haciéndome daño, porque tengo el pie plano y sufro de dolores en la columna, pero también tengo dos excusas.
La primera es que me siento Neil Armstrong con esos ligeros zapatones: camino con ellos como si flotara. La segunda, que me recuerdan a uno de los zapatos más entrañablemente odiosos que he tenido en mi vida. En septiembre de 1977 fui enviado a un internado para cursar la Secundaria (en la Cuba de entonces no había otra opción).
Era una escuela de madera dentro de un pequeño valle, en lo alto de las montañas del Escambray. Se llamaba El Nicho. Nos recibieron con un acto patriótico y luego, en un almacén, nos entregaron todo lo que tendríamos en aquel lugar: una chaqueta, dos pantalones, dos camisas, un sombrero para trabajar en el campo y un par de zapatos de goma.
Era obligatorio andar con los Kikos Plásticos. Cuando formábamos en la plaza, cada mediodía, se calentaban como si estuviéramos encima de un sartén al fuego. Si llovía, los pies se nos empapaban hasta podrirse. Durante la sequía, el polvo que se colaba por sus agujeros creaba una gruesa capa de arena.
Hace muchos años que mi generación se libró de aquella tortura. Nunca más había vuelto a ver una imagen de los Kikos Plásticos. Diana también dice que suelo cargar con algunos traumas sobre mis hombros, creo que andar en Croocs es uno de ellos.

14 marzo 2014

El olor de los tolveros

Cuando volví en 2011 al Paradero de Camarones, después de 10 años fuera de ese cielo protector, descubrí que al pueblo le faltaban dos olores esenciales. Ambos tenían que ver con los alrededores de la estación de ferrocarril, el mundo donde transcurrió mi infancia.
El primer olor que se había perdido era el del alquitrán. Al sustituir las traviesas de madera por las de hormigón en las líneas, se desvaneció aquel vapor oleoso que flotaba sobre el mediodía, impregnándolo todo como si fuera un betún invisible. Aún no sé si era perjudicial o no, de lo que sí estoy claro es de que nos definía.
El segundo olor era el de los tolveros. Cuba producía anualmente más de 7 millones de toneladas de azúcar. Toda la producción de la región central del país era exportada por el puerto de Cienfuegos. Largos trenes de azúcar a granel desfilaban constantemente a través de mi pueblo.
A su paso, los tolveros dejaban un fuerte olor a sacarosa. Como pasaban uno detrás del otro, el aroma no se apaciguaba ni por un minuto durante toda la zafra. Luego, en “tiempo muerto”, le tocaba el turno a los trenes de miel de purga. Estos, además, traían consigo densas nubes de moscas.
Sin esos olores, ruidos y plagas, la calidad de vida del pueblo debería ser mejor. Sin embargo, cuando volví en 2011, los incluí en el inventario de ausencias y ruinas.

13 marzo 2014

Tríptico de la Línea Sur. Congojas (III)

Cualquiera que recorra las ruinas cubanas, podría intuir que alguna vez, hace ya muchos años, allí hubo una nación próspera. Como ejemplo bastaría la estación de Congojas. Aún en pie en mitad de la nada, como si quisiera dar de fe, con sus muros como testigos, de la dimensión de la catástrofe.
Estaba a un kilómetro del Central Parque Alto, que molía 170.000 arrobas de caña cada 24 horas. Desde el andén de la estación aún se divisa la inmensa torre que ahora solo demarca el lugar exacto de los escombros. En la tierra baldía de los alrededores, todavía se pueden encontrar pedazos de las cuatro locomotoras Baldwin.
Ahora no hay nada sembrado. Pero según la edición de 1954 de The Gilmore. Manual Azucarero de Cuba, los colonos cultivaban allí diferentes variedades de caña: CO-213, POJ-2878 y Media Luna 3-18. “En 1948 se experimentó con la variedad Pepe Cuca C-13 la cual dio muy buenos resultados por cuyo motivo se está extendiendo y sustituyendo la CO-213”, concluye.
En cuanto toda esa experiencia cayó en las manos destructivas de la Revolución, el Parque Alto fue demolido. Un pequeño cartel de madera, incrustado en la pared la estación, describe de una manera muy precisa todo lo que pasó allí: Congojas.

09 marzo 2014

Tríptico de la Línea Sur. Perseverancia (II)

La palabra perseverancia nunca significó para mí lo que dicen los diccionarios. No era, como asegura la Real Academia Española, ni la acción ni efecto de perseverar, tampoco “constancia en la virtud y en mantener la gracia hasta la muerte”.
Perseverancia para mí era esta minúscula estación de trenes. Rodeada de cañaverales y vías férreas, expuesta a las inclemencias del mediodía cubano. Ahí vivieron mi tía Cary y su esposo Rafelito. Como no cabían en el cuarto de equipajes, les hicieron una casa sobre dos vagones. Aunque no la conocí, he estado en ella en muchos sueños.
El pintor cubano Tomás Sánchez es de Perseverancia. Sus famosas inundaciones fueron inspiradas por la interminable llanura que rodea al lugar. Por eso, cada vez que veo sus nubes, sus islas y sus lagos, acabo imaginándome cañaverales por todas partes.
La locomotora que aparece en la foto, la 61606, pasó incontables veces por mi infancia. Era roja como una bandera y sonaba como un barco. A mediados de los años 80’s se incendió. Corrían los días de una larga zafra y estuvo transportando azúcar al puerto de Cienfuegos hasta que ardió como una antorcha.
Es muy poco probable que nada de lo que se ve en esa foto exista todavía, ni siquiera los viajeros. Todo ahí debe estar muerto. Por más que el nombre trate de engañarnos, estamos hablando de un sitio donde no hay la más mínima oportunidad de perseverar.

Tríptico de la Línea Sur. Guareiras (I)

Es un pequeño pueblo en el corazón de la llanura roja del occidente cubano. Era también un corazón ferroviario, uno de los más importantes enlaces de la Línea Sur, donde se cruzaban el Ferrocarril de Matanzas con el de Júcaro, permitiendo llevar la caña y sacar el azúcar de todos los ingenios de esa región. 
Allí nacía el ramal Esles, que se adentraba por los cañaverales más profundos de Cienfuegos. De niño, me fascinaba ver la multitud de veletas y señales que había por todo su patio, que eran comandadas desde una inmensa máquina interlocking con más de diez palancas.
Una vez, viajando de La Habana a Cienfuegos, el tren lechero se detuvo allí a la hora del almuerzo. Conseguimos pizzas y unos refrescos de sabor indescifrable. Me veo claramente en el estribo del vagón de equipaje, diciéndole adiós al maquinista de una inmensa locomotora de vapor que se cruzó con nosotros. Estaba feliz de volver a casa.
Al ramal Esles se lo tragó la manigua, los centrales azucareros fueron demolidos o ya no producen, la pequeña estación de madera fue arrancada de raíz por un ciclón, el tren lechero apenas circula… Guareiras debe de estar irreconocible, como la mayoría de las ruinas que se extienden a lo largo de toda Cuba.
Pero alguna vez ese pueblo fue un corazón, desde el que le dije adiós al maquinista de una inmensa locomotora de vapor. Estaba feliz de volver a casa.

08 marzo 2014

En el día de la mujer mundial

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Ocurre cada quince días. Un fin de semana sí y un fin de semana no, caigo en un angustioso desasosiego. Sucede cada vez que llega la hora de entregar el próximo texto de esta columna. Cerca del mediodía del viernes recibo un ultimátum de Sinthia Sánchez, la editora de Estilos.
Cada vez que llega ese email a mi Inbox, me doy por vencido. Entonces busco a Diana por todas partes y, cuando por fin doy con ella, le confieso mi angustia. Hablo en voz muy baja, como si me costara mucho trabajo admitirlo: “Mi amor, no se me ocurre nada”.
Aunque soy reincidente en esto y al final acabo recabando su auxilio, ella no pierde la calma ni se envanece. Empieza por una palabra, que pronuncia de la misma manera siempre. Es un tono sosegado, suave, amoroso: “Tranquilo”. Luego, como si me estuviera hablando de otra cosa, me hace muchas preguntas:
“¿Recuerdas aquella frase que me leíste de Thoreau?” “¿Y si comentas los temores de Mario Vargas Llosa con la Web 2.0?” “¿Y lo que hablamos de Woody Allen en Montecristi?” “¿Se te olvidó que le debes un homenaje a tu hermano Mario Dávalos, por lo de su libro de las aves?” “¿Cuándo vas a escribir lo del miedo?”…
No crean que esas preguntas bastan, son solo el comienzo. Porque entonces, cuando por fin creo tener un tema y la manera de abordarlo, ella empieza a cuestionarlo. Sin transición alguna, deja de motivarme y se concentra en discutir la raíz de las cosas. Partiendo de un principio al que jamás renuncia, insiste en que el lenguaje es solo una cáscara, que lo esencial está en las ideas.
Esta vez, el ultimátum de Sinthia Sánchez vino acompañado de una sugerencia. El próximo número de la revista (es decir, éste) circularía el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. “Por si te interesa escribir algo sobre el tema”, me decía. Por primera vez, decidí no buscar a Diana por todas partes.
El hecho de que le dediquemos un día determinado a alguien o a algo, puede acabar siendo contraproducente. Ese cumplido puntual nos excusa de continuar reconociendo su valor por el resto del año. En una cultura raigalmente machista, como la nuestra, celebrar el Día de la Mujer puede convertirse en un insustancial homenaje a alguien tan decisivo.
A diario, en los discursos políticos, en los medios de prensa y en la vida laboral, incluso de boca de las propias mujeres, escuchamos frases machistas o discriminatorias. Es muy difícil hacer pensar diferente a alguien que se crió en una cultura donde el hombre, aunque sea un perfecto inútil, debe ser el líder de la manada.
Esa lógica tan ilógica hace que muchas jóvenes, aun teniendo la capacidad y las oportunidades de desarrollarse profesionalmente, sueñan con la idea de un macho alfa (y solvente, claro) que les permita convertirse en amas de casa. Prefieren confiar en él antes que confiar en ellas mismas.
Más que un día, donde se le suelen regalar flores y cumplidos cursis, lo que la mujer precisa es que dejemos de ser machistas por el resto del año. Termino aquí. Temo que a Diana le llame la atención que esta vez no he acudido a ella con mi angustia. Trataré de disimular lo más que pueda. Aunque ya saben todo lo que le debo, por favor, no se lo digan nunca. Sé que ella preferiría mantener el secreto.
Ya viene. Voy a cerrar la computadora y ponerme a tararear una canción. Es lo que hago cuando disimulo. ¿Qué les parece esta, una de las más hermosas de Calamaro: “Lo importante es que nunca/ pude hacerte sentir mal./ Feliz día de la mujer mundial”.

02 marzo 2014

El Martí que amo

Cuenta José Martí, en uno de los mejores textos de La edad de oro, “que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar”.
Si otro viajero hubiera hecho lo mismo hoy, pero con la estatua de Martí, se habría encontrado al Apóstol camuflado entre los estudiantes que protestan. Los que cubrieron el rostro del héroe de bronce con una bandera venezolana, hicieron un hermoso acto de justicia.
Con toda seguridad José Martí habría estado del lado de los estudiantes y en contra del régimen chavista, un títere de la dictadura de Cuba que ha llevado a Venezuela a la ruina, convirtiéndola en uno de los países más inseguros y con la peor inflación del planeta.
Muchos que fueron revolucionarios alguna vez, como el trovador Silvio Rodríguez (devenido en un infausto anciano que eterniza dioses del ocaso), tratan de deslegitimar la lucha de los venezolanos indignados. Martí, que será por siempre un poeta de 42 años, con toda seguridad los alentaría.
Al ver en Twitter la imagen de la estatua insurgente, el escritor Orlando Luis Pardo puso que ese era el Martí que amaba. Yo también.