21 junio 2014

La historia de Montecristi merece empezar de nuevo

(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

El Listín Diario del 28 de mayo de 1900 publicó una de las más hermosas crónicas de Máximo Gómez: “La vuelta a mi tierra”. El breve texto, reúne la experiencia dominicana del anciano guerrero, “después de largos años de ausencia de la Patria amada”.
Hay pasajes que parecen sacados de una película, como ese donde, luego de que su caballo abrevara en “las aguas del caudaloso Nizao”, entra en Baní y reconoce que su pueblo está casi convertido en una ciudad: “El templo de madera que dejé es hoy de piedra”, dice admirado.
Después del reencuentro con el lugar donde transcurrió su infancia, emprendió un viaje por mar hacia Montecristi. Sus rápidas descripciones de Samaná y Puerto Plata también parecen proyectarse sobre una pantalla, con el sepia irreductible de una identidad que se fue conformando durante 56 años de soledad.
Cuando zarparon de la Novia del Atlántico, “abrumado con el peso de la deuda de tantos cariños y consideraciones” de los puertoplateños, Gómez se fue a su camarote. Lo despertó la luz de Montecristi. “De aquí partimos seis y solo han podido volver dos”, escribió como si todavía tuviera la responsabilidad de redactar partes del guerra.
Al entrar por la puerta de su casa, sintió “flotar el espíritu de Martí bravo y sapiente, de Borrero, Guerra y César arrojados, y solo se siente vivo a Marcos del Rosario, el dominicano bravo, de pierna rota de un balazo, en Coliseo célebre”. En el fondo, el viento agitaba las ramas de los árboles del patio.
Volvimos a la Casa Museo de Máximo Gómez tratando de revivir esa experiencia, siguiendo el hilo de sus propias palabras. Pero nos fue imposible. Justo frente a la casa museo hay un colmado con dos inmensos juegos de bocinas enfilados hacia la calle. Apenas eran la 9 de la mañana y ya los decibles de la música resultaban intolerables.
Unos turistas españoles, que también se habían interesado por el antiguo caserón donde se firmó el hermoso “Manifiesto” (tan creativo como el de Tzara, tan revolucionario como el de Duchamp), se quejaron por señas.
Luego, señalando el rostro de un candidato con el que habían empapelado toda la ciudad, nos preguntaron por  qué el Ministerio de Turismo no impedía la propaganda política en una ciudad con tanto valor patrimonial.
—Justo ese candidato es el Ministro de Turismo —le respondí con los hombros encogidos.
Fundada por Nicolás de Ovando en 1506, fue despoblada por las devastaciones de Osorio justo en el año de su centenario. Antes y después de eso, la mala suerte y la indiferencia han acompañado a Montecristi con el mismo ímpetu que la perseverancia de sus habitantes.
Así ha llegado hasta hoy una de las ciudades más hermosas del Caribe, quizás la que con más obstinación encara a los Vientos Alisios. La prueba de ello es el erosionado rostro del Morro, esa montaña mágica que se levanta como un faro entre la enorme llanura y el mar.
Los montecristeños construyeron acueductos y ferrocarriles, llegaron incluso a desviar el curso de los ríos, pero el país parece empecinarse en darles la espalda a una ciudad que pudiera ser uno de sus más auténticos atractivos. Ella solo necesita que la vean, que la tomen en cuenta, que regresen, que piensen en su futuro a largo plazo y no en las circunstancias de una campaña.
La historia de Montecristi merece empezar de nuevo, de una vez y por todas.

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