25 agosto 2014

Sueño de una noche martiana

En 2011, cuando volví a Cuba junto a Diana Sarlabous, conocí a Camilo Villalvilla. Fue justo después del mediodía en que le presenté la ciudad que más me gusta a mí a la mujer que amo. Caminábamos por el Parque Martí cuando descubrimos a un apóstol unido por una manguera con Marx, Van Gogh y un soldado de la Guerra de las Galaxias.
Pocos minutos después nos conocimos. Esa es la ventaja de los pueblos de provincia, todo queda cerca, cerquitica. Dos obras de Villalvilla, mi imprevisto tocayo, acabaron definiendo (junto a otras dos de Coperi, otro talentosísimo artista cienfueguero), el alegato de las paredes que Diana y yo levantaríamos juntos.
Tres años después de aquel azaroso encuentro tuve un sueño. Fue una escena muy parecida a la original. Diana y yo entrábamos a Cienfuegos junto al Benny, quien sonaba a todo volumen en las bocinas del carro alquilado. En el mismo lugar donde nos conocimos, Camilo me enseñó una obra suya.
Eran dos Martí, uno de yeso y otro real (el mismo que se retrató en Kingston)  hacían equilibrio sobre una balanza. Como si estuvieran encima del mostrador de una bodega cubana, el símbolo le ganaba en peso al hombre. Admiraba maravillado la obra cuando me desperté.
Decepcionado le conté mi sueño en un email a Camilo. Unas semanas después, también a vuelta de correo electrónico, me hizo llegar una imagen en JPEG. Era justo la obra que yo vi o al menos la que yo creo haber visto. Una pared de nuestra casa espera por ese sueño de una noche martiana.
Diana y yo no hemos estado en Cuba durante todo el 2014, pero un dibujo de Camilo Villalvilla trata de probar lo contrario.

La luz de Tanmy y Rubén

A principios de julio llegó a Santo Domingo, vino junto a Robertico Carcassés, Oliver Valdés y Carlos Ríos. “¡Deja que oigas a la violinista! —me advirtió un Freddy Ginebra amenazante— ¡Te va a fascinar!”. Mi padre dominicano es célebre por sus exageraciones, pero al menos por esa vez fue objetivo: Tanmy López Moreno nos fascinó a todos.
Canta con el feeling de la Burke, pero como si estuviera delante de los Van Van. Toca el violín con la elegancia de Lay, pero como si fuera un instrumento de percusión. Hoy, gracias a Alejandro Aguilar y Marianela Boán, por fin tengo el primer disco de Tanmy López Moreno en mis manos.
Al recibir el Premio de Creación Ojalá 2010, fue grabado en los estudios de Silvio Rodríguez, quien también se ocupó de la producción general. El álbum está compuesto por 10 poemas de Rubén Martínez Villena. Además de musicalizar los versos, Tanmy colaboró con Robertico Carcassés en los arreglos.
Es probable que no llegue a ser tan conocido como los discos que Pablo Milanés hizo con versos de Martí y Guillén, pero La luz es música está a la altura de esas obras. Tanmy ha conseguido algo en lo que Pablo es un maestro: lograr que las palabras suenen como si hubieran sido compuestas para esa música.
Hay que agradecerle a Silvio Rodríguez la producción de este disco con versos de Rubén (a quien él también musicalizó, magistralmente, hace ya décadas). Es un alivio saber que, a pesar de su necedad, facilita proyectos como este. Aunque siempre sería bueno que antes se asegure de pagar la luz.

Para escuchar La luz es música (Ojalá, 2011), de Tanmy López Moreno, en Spotify haga clic aquí.

Mi maestro usa zapatos grandes

Ese es el título de mi primer poema. Lo escribí en el albergue de la Escuela de Arte de Cubanacán, en La Habana. Fue el mismo día que cayó en mis manos una edición especial de la revista Casa de las Américas. Sospecho que la imagen de la portada me dictó el título.
En aquel entonces yo todavía quería ser director de teatro y todo lo que había escrito se reducía a los pequeño ensayos, las argumentaciones y las críticas que exigían los profesores durante las clases teóricas. 
Pero tenía dos compañeros de aula que sí escribían poemas. Freddy Tejera y Wichy García siempre andaban con unas enormes libretas a cuestas. En ellas pasaban a limpio sus osados versos, los cuales exhibían sin pudor las más dispares influencias. 
Entre los dos había surgido una especie de emulación. A menudo ofrecían recitales en la terraza de la casa de 9na. donde estaban nuestras aulas. Ese fue quizás el primer estímulo que tuve para escribir un poema: la posibilidad de leerlo en voz alta en aquella terraza. 
El mundo acababa de quedarse sin Julio Cortázar y yo, que en ese momento veía a la humanidad dividida en tres partes (cronopios, famas y esperanzas), me puse a componer una elegía. Freddy y Wichy fueron muy severos con mi acto de iniciación y gracias a eso el texto mejoró muchísimo. 
Un año después, un jurado presidido por Raúl Rivero lo premió en un Encuentro de Talleres Literarios. Eso lo convirtió en mi primer escrito que llegaba a la imprenta. Pero no lo conservo, su vida acabó en aquel boletín de la Casa de Cultura de Cienfuegos. 
Mañana Julio Cortázar cumplirá cien años. Aunque ya no precisa de sus zapatos grandes, sigue siendo mi maestro. Han pasado 30 años del día en que supe de su muerte y, al menos para mí, el mundo sigue dividido en tres partes: cronopios, famas y esperanzas.

23 agosto 2014

La (des)vergüenza


Tengo luz fría
y lavamanos,
cables, botones
casi humanos.
Pero si fuera,
ay, mi paisaje
sólo de ruinas intensas,
tendría la vergüenza
¿A qué más?
Silvio Rodríguez

Cada vez que Pablo Milanés ha lamentado, se ha quejado o ha criticado las ruinas cubanas, Silvio Rodríguez le ha salido al paso. Con la ayuda de Google se pueden encontrar esos lamentables episodios. La red conserva cada una de las mierdas que Silvio le ha hecho a su antiguo ‘compañero de armas’ y la única respuesta, viril y contundente, que ha dado Pablo.
Como si ya no hubiera hecho suficiente para desmerecer a su propia obra, esa penosa masa cárnica en la que se ha convertido Silvio volvió a la carga. Ahora, como un bitongo, extraña los tiempos en que el dictador Fidel Castro le permitía hacer lo que al resto de los cubanos le estaba negado.
En un post publicado en su blog Segunda Cita, Rodríguez asegura que “parece ‘un plan del enemigo’, pero no es la CIA. Abdala, que fue un proyecto aprobado y supervisado por el Comandante en Jefe Fidel Castro, agoniza con la complacencia de muchos funcionarios que conocen su situación y no hacen nada”.
Algo que cualquier ciudadano de un país normal disimularía, porque deja al descubierto los privilegios recibidos y pone en evidencia el carácter medalaganario del régimen, a Silvio no le causa el menor pudor recordarlo y, lo que es ya el colmo, usarlo como una intimidación.
“Llevo mucho tocando puertas que no se abren y hablando a oídos que no escuchan. No crean que no siento vergüenza de confesar esto públicamente. Pero más vergüenza me va a dar cuando vea los estudios en ruinas”, concluye.
¡Qué hombrecito, cará! Resulta que al trovador lo que más vergüenza le daría es ver a los estudios Abdala en ruinas… ¡¡¡¿¿¿Y Cuba???!!! ¿Acaso no es infinitamente más vergonzoso que sus compatriotas vivan en un paisaje de ruinas intensas.
Frente a la nación cubana los Estudios Abdala no significan nada. Pero ya Silvio no puede darse cuenta, porque le queda demasiado lejos el tiempo en que tenía la vergüenza… ¿A qué más?

19 agosto 2014

Dos días de noviembre

El 24 de noviembre de 1991 viajé del Paradero de Camarones a Santo Domingo, en Villa Clara. Yo mismo llené el boletín en blanco. Entonces aún estaba abierta la estación de mi pueblo y el tren mixto circulaba todos los días.
La caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética eran hechos muy recientes. Lo peor estaba por llegar. Aunque ya vivía en La Habana, el mundo donde había transcurrido mi infancia permanecía intacto.
Mi casa se comunicaba con la estación a través de una puerta que había en el cuarto de mis abuelos. Cuando el tren ya estaba cerca, solía abrir el boletinero, dejar en él los pocos centavos que costaban el pasaje y tomar mi boletín. 
A Rosendo Stuart, el Jefe de Estación, eso le molestaba mucho. Él era como un miembro más de mi familia y se negaba a cobrarme. Pero yo lo hacía, más que nada, para conservar el ‘cartoncito’. De niño, llegué a tener una enorme colección de boletines.
El 30 de noviembre de 2000 viajé de La Habana a Santo Domingo, en República Dominicana. No conservo el boleto. Entonces ya estaba cerrada la estación de mi pueblo y el tren mixto había dejado de circular para siempre.
Lo peor había llegado. El mundo donde transcurrió mi infancia se caía a pedazos. Aunque era un viaje sin regreso, volví a Cuba 10 años después. Cuando me paré delante de Rosendo Stuart no me reconoció. 
Luego le dijo a Diana que él era como un miembro más de mi familia.

12 agosto 2014

El suicidio de Peter Pan

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Peter Pan apareció muerto en su casa de Tiburón, una península de la bahía de San Francisco. Como padecía de una profunda depresión, desde el primer momento la policía sospechó de un suicidio. Aunque las noticias insistían en que era Robin Williams el fallecido, sigo viendo en su lugar al niño que vuela y lucha, sin envejecer, por cada uno de sus sueños.
Cuando la esposa de Williams se reunió con la prensa, fue escueta y conmovedora: “Esta mañana perdí a mi marido, a mi mejor amigo. El mundo ha perdido a uno de sus mejores artistas y a una bellísima persona. En nombre de la familia de Robin, pido respeto. Cuando se le recuerde, que no sea por su muerte, sino por los muchos momentos de gozo y sonrisas que nos regaló”.
La muerte de Robin Williams me hizo recordar a mi abuelo. Cuando yo era niño, él se quejaba de que los grandes genios del mundo se estaban muriendo. No olvido la mañana en que abrió el periódico y se enfrentó al obituario de Charles Chaplin. “Nadie, jamás, nos hará reír como él”, fue todo lo que dijo.
Tres años más tarde, cuando el periódico trajo otra mala noticia, esta vez acompañada de una foto de Alfred Hitchcock con un pájaro negro posado en el hombro, lo cerró muy molesto, impulsado por una rara mezcla de rabia y dolor: “Nadie, jamás, nos hará pasar sustos como él”, masculló.
Mi abuelo solía leer el periódico después de ordeñar las vacas. Se daba un baño da agua helada y se sentaba en su sillón preferido. El mueble estaba emplazado en un sitio estratégico, de frente a la mejor vista posible de la mañana de mi pueblo. Una vez allí, mi abuela le alcanzaba el diario y una taza de café cubano, muy fuerte, oscuro como la tinta.
El 29 de agosto de 1982, le dio un puñetazo a la página cultural. De reojo, pude ver una foto donde Ingrid Bergman sonreía con las mano izquierda hundida en su cabello. Desconsolado, miró a mi abuela y le habló mirándole a los ojos, para evitar que se pusiera celosa: “Nadie, jamás, nos enamorará tanto”.
En 1980, frente al edificio Dakota del Central Park de Nueva York, cayó el primero de mis ídolos. Como vivía en Cuba, donde el rock and roll era considerado un arma del enemigo, por semanas llegué a pensar que era un rumor, una maniobra, alguna estratagema producto de la Guerra Fría. En la azotea de la escuela, con un pequeño radio de onda corta, confirmamos la tragedia.
Por muchos años John Lennon fue mi único ídolo muerto. Ahora, en cambio, ya acumulo tantos como mi abuelo. Incluso algunos de mi misma edad, como es el caso de Kurt Cobain, cuyo vacío es aún más grande, porque la mayor parte de su obra se quedó sin hacer, es algo que debemos imaginar o escuchar dentro del silencio.
Robin Williams no era mi actor preferido, pero hay actuaciones suyas que representan una época de mi vida o marcan un momento clave. Personajes hechos por él inspiraron cosas que luego escribí y que, por su puesto, no guardan ninguna referencia con el punto de partida. Solo significaron el empuje, esa rara luz que los antiguos llamaban inspiración.
Cuentan que ni la ilusión de volver a interpretar a la señora Doubtfire, uno de sus papeles más recordados, pudo animarlo. Aunque el proyecto ya estaba en marcha, la depresión logró doblarle el pulso. Para despedirme de Robin volveré a ver Good Morning, Vietnam; El club de los poetas muertos; Jumanji; Insomnia y, por supuesto, Hook, esa donde el adulto Peter Banning acaba convirtiéndose en el niño que siempre quiso ser.
El suicidio de Peter Pan me hizo recordar a mi abuelo. Nadie, jamás, nos hará regresar a la infancia de la manera que él lo hizo. Acompaño tu sentimiento, Campanita. 

02 agosto 2014

El arte de trabajar con las tripas

De la serie Bosque seco (2014), José García Cordero. 
(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

Contra todo pronóstico, venciendo al sentido de la lógica y a la ley de gravedad, Casa de Teatro sigue en pie. La institución que con más constancia ha promovido la creatividad de los dominicanos acaba de cumplir 40 años. No es un milagro, es una hazaña.
Semejante proeza ha sido posible gracias a dos factores. Primero, a que Freddy Ginebra es indomable y jamás se da por vencido. Segundo, a que, afortunadamente, aún quedan locos capaces de seguirlo. Uno de ellos es José García Cordero, el reconocido maestro del arte caribeño, quien vino desde París para dar las gracias.
José conoció a Freddy a principios de la década del 70 del siglo pasado, una época que él define sin dar rodeos ni valerse de eufemismos: “eran los años de la dictadura de Joaquín Balaguer”, dice con firmeza, sin dejar el más mínimo espacio para que nadie se atreva a rebatir nada.
“Casa de Teatro se convirtió en el refugio seguro y productivo para una generación que tenía la esperanza de que su país podía ser mucho mejor de lo que era. Era un grupo amplio y diverso, con grandes convicciones y, sobre todo, con una gran creatividad”, recordó García Cordero en la Tertulia de Alejandro Aguilar.
El encuentro tuvo lugar en la víspera de la exposición “Concierto único”, organizada por Lyle O. Reitzel Arte Contemporáneo en el caserón colonial de la Arzobispo Meriño. Asistieron amigos entrañables, jóvenes artistas y los parroquianos de siempre, esos que siguen hallando en Casa de Teatro el refugio que tuvo José en 1974.
Antes de hablar de la experiencia del exilio, de lo que han significado para él París y el frío de Europa, José García Cordero describió con lujo de detalles la época en que Freddy Ginebra fundó a Casa de Teatro. “En los setenta y el país estaba por hacer”, dijo como si solo hablara con él mismo.
Luego se puso en el rostro una de sus sonrisas más amables y se fue a París del brazo de Julio Cortázar. Por un rato, el diálogo se concentró en su formación como artista; en el vital contacto que tuvo con esa enorme diversidad que fluye, como el Sena, por el corazón de la capital francesa.
“No sé quién hubiera sido yo de haberme quedado en República Dominicana, pero con toda seguridad no sería quién soy ahora. París no solo me permitió conocer a la vanguardia del arte contemporáneo y a un grupo de pensadores que fueron decisivos en mí, también me ensenó a descubrir quién soy realmente y de dónde vengo”, aseguro.
Esa última frase le permitió volver a Montecristi, el lugar de origen de su familia y uno de los escenarios fundamentales de su obra. El sol, el mar, la sal y el bosque seco han ido ganando protagonismo en el imaginario del artista, sin duda uno de los esenciales de República Dominicana.
“Al principio yo intenté expresarme de diferentes maneras y a través de diversos medios, pero al final descubrí que la pintura me permitía trabajar con las tripas, llegar hasta la esencia de lo que quiero decir. Eso creo que es visible en esta exposición, donde se ha logrado un conjunto muy personal, ligado a mi obra política, poética y animista”, aseguró.
Hay que darle las gracias a José García Cordero por ser un hombre agradecido. Su gesto con Casa de Teatro y con Freddy Ginebra ha dado como resultado una de las mejores exposiciones del año. Al final de la Tertulia, alguien le preguntó al artista por República Dominicana en tiempo presente.
“En los setenta el país estaba por hacer, ahora ya sabemos que no lo hicimos”, dijo. A los que no estuvieron allí esa frase puede parecerles pesimista. No lo era. El optimismo estaba en el tono, como en sus cuadros, donde el pintor llega a ser un hombre lleno de esperanza, de la más adolorida y rabiosa esperanza.