21 junio 2015

Antonio Muñoz, el último gigante que bajó de las montañas

(Prólogo del libro Antonio Muñoz, del Escambray a Tokio, de Fernando Rodríguez Álvarez)

Comencé a desarrollar mi sentido de pertenencia alrededor de la bocina de un viejo radio Westinghouse. Estaba encima del piano de mi prima Lucy y en él, mis abuelos y yo, oíamos las hazañas que las estrellas de mi provincia lograban en los diamantes de la Isla.
Corría ya la segunda década de la Cuba revolucionaria. En 1977 por fin mi madre consiguió el derecho a comprar un televisor ruso. No fue hasta entonces que mi héroes empezaron a tener rostros; aunque siempre se veían difuminados por los grises de una imagen distorsionada, a veces temblorosa.
En la próxima temporada (yo tenía 10 años y Cienfuegos, la capital de mi territorio, un nuevo estadio), mi abuelo decidió llevarme a ver un juego. Recuerdo que había mucho frío. A lo lejos, un enorme  resplandor se proyectaba contra el oscuro cielo de la bahía.
Después de pasar un estrecho túnel, por fin se hizo realidad el escenario que tanto me había imaginado. Ninguna obra teatral ni concierto alguno jamás me ha emocionado tanto como el espectáculo que presencié aquella noche. Gracias a un libro de Fernando Rodríguez Álvarez ahora sé que ocurrió el 8 de marzo de 1978.
Cuando leí Pase usted, Señor Jonrón. La verdad sobre Cheíto Rodríguez (2013), recuperé las fechas y las cifras exactas de algo que me define pero que estaba a punto de extraviar: la legendaria trayectoria de un puñado de peloteros que jugaron en un mundo que desaparece poco a poco.
Cuando el libro sobre Cheíto Rodríguez cayó en mis manos, no pude parar de leer hasta alcanzar la última página. Inventé una excusa para no ir a trabajar y aplacé para el próximo día todos los pendientes. Durante esa inmersión confirmé por qué era cubano y por qué no podía ser otra cosa.
Al final de la jornada escribí un post en El Fogonero: “He disfrutado sus 376 páginas como si viera lo que se cuenta en ellas proyectado sobre una pantalla. Las abundantes estadísticas recogidas en el volumen me ha permitido, además, reconstruir con lujo de detalles algunos de los momentos más emocionantes de mi infancia”, confesé.
Fue así que Fernando Rodríguez Álvarez y yo entramos en contacto. Poco después supe que ya estaba enrolado en otro proyecto, Armando Capiró, grande por siempre (2014), sobre la vida y desgracia del mítico jardinero de los equipos de la capital cubana.
Cheíto Rodríguez y Armando Capiró tiene dos cosas en común, además de haber sido rutilantes estrellas del béisbol cubano, sufrieron las consecuencias del totalitarismo y sus carreras deportivas se vieron truncadas justo cuando ambos se encontraban en su mejor forma. 
Los abundantes testimonios que Fernando acopió para sus libros, bastan para probar la naturaleza autoritaria y cínica que se escondía detrás del presunto romanticismo del béisbol revolucionario. Por primera vez, los protagonistas de aquella época hablan sin coerciones ni censuras.
El día que Fernando me convidó a escribir el prólogo de Antonio Muñoz, del Escambray a Tokio (2015), volví a caer en la sala de la estación de trenes donde transcurrió mi infancia. El uniforme de Las Villas era anaranjado, pero en el televisor ruso se veía gris claro, con un central azucarero bordado en la mitad del pecho.
Cuando leía los capítulos del libro, veía todas las imágenes en blanco y negro. La primera vez que me llevaron al estadio, Cheíto dio dos jonrones; pero Muñoz pegó uno que pasó por encima del techo del estadio y fue a dar justo al punto donde colgaba la Luna cienfueguera.
No olvido al Gigante dándole la vuelta al cuadro, muerto de la risa, mientras Cheíto salía de la cueva a darle un abrazo. Mi ojos de niño filmaron aquella secuencia con un material imborrable que suelo ver de vez en cuando, proyectado sobre esa gran pantalla que es el subconsciente.
Apenas se han escrito libros sobre el béisbol cubano. Aunque ese deporte es uno de los signos vitales de nuestra identidad, son pocos los textos que lo abordan como tal. Solo Roberto González Echevarría, Leonardo Padura, Raúl Arce y Norberto Codina, entre otros pocos, se han esforzado para que todo eso no se quede atrapado en la apasionada tradición oral de los aficionados.
Con la trilogía Pase usted, Señor Jonrón, Armando Capiró, grande por siempre y Antonio Muñoz, del Escambray a Tokio, Fernando Rodríguez Álvarez no solo se une a ese reducido grupo de escritores, también establece un hilo conductor que le da orden a algo que se conserva —lo poco que se conserva— de una manera muy desordenada.
Todo lo que alcanzó a tocar la revolución en Cuba hoy está en franca decadencia; el béisbol no es la excepción. Las generaciones del futuro solo tendrán memoria de los peloteros cubanos que se han establecido en Grandes Ligas. Sobre todo porque su trayectoria y sus logros estarán siempre a salvo bajo el manto memorioso de la centenaria institución.
Cuando eso suceda, el legado de los grandes peloteros que solo jugaron dentro de Cuba y en campeonatos internacionales de poca importancia, podría empezar a extraviarse. De ahí la importancia de los libros de Fernando Rodríguez Álvarez.
Desde principios de la década del 60 hasta finales de los 80, en Cuba jugaron muchos peloteros que, de haberlo hecho en Grandes Ligas, con seguridad hoy sus nombres estarían entre los inmortales de Cooperstown. Pedro José Rodríguez, Armando Capiró y Antonio Muñoz son tres de ellos.
Comencé a desarrollar mi sentido de pertenencia alrededor de las bocinas de un viejo radio. Gracias a los tres libro de Fernando Rodríguez Álvarez he recuperado hechos, expresiones, frases, derrotas y triunfos que conforman  las claves por las que soy como soy.
Las páginas de estos volúmenes son, al menos para mí, como un telescopio. Si miro a través de ellas, vuelvo a dar con estrellas que ya se apagaron. De ahí, insisto, la gran importancia de este esfuerzo descomunal de Fernando. Gracias a él la luz de estos astros sigue viajando en el tiempo, alejándose de la peligrosa oscuridad del olvido.

3 comentarios:

Luis Beiro dijo...

Camilo, con este post has bateado otro jonrón!!!

Anónimo dijo...

Escribiendo, tú eres un jonronero tan grande como Muñoz y Cheito. Coño, guajiro, qué manera de escribir bien; me hiciste llorar con esa descripción de tu primera visita al 5 de Septiembre.

Julián dijo...

Solo por el prólogo vale la pena tener el libro!!! Gracias por ponerle al tanto de la labor de Fernando; necesitamos muchos cubanos como él. Buscaré en Facebook sus libros hoy mismo.