24 noviembre 2015

Guanuma

El Paradero de Camarones estaba rodeado de polleras. Todos sus puntos cardinales estaban determinados por granjas en plena producción. Todavía no sé cuál fue la razón por la que el gobierno revolucionario decidío construir a nuestro alrededor tantas naves para gallinas ponedoras, pollos de ceba y hasta guanajos.
Lo primero que yo veía de mi pueblo cuando llegaba a él en el tren de Cumanayagua, era el tanque de agua de la granja Panamá. Es curioso, pero el nombre de ese pequeño istmo significaba para mí el enorme continente donde mi infancia tuvo lugar: una estación de trenes, cuatro calles, dos tiendas, una botica, una oficina de correos y las manos de los viajeros que decían adiós desde los trenes.
Nuestras gallinas ponedoras alimentaron (de manera lícita o ilícita) a todos los pueblos que teníamos en los alrededores. Por eso me alegró tanto que Miguel Lajara me propusiera colaborar con las comunicaciones de Sanut (el principal importador de alimento animal en República Dominicana) y Granja Guanuma, la joya de su corona. 
Este es el primer anuncio institucional que publicaremos en la prensa. Para la gente de mi pueblo no tiene el más mínimo significado. Sin embargo, desde lo más hondo de mí quiero dedicarselo a ellos, porque fueron mi inspiración cada vez que pedí la palabra y aporté una idea.

23 noviembre 2015

Espacios de trabajo

Hace unas semanas inicié una galería en Facebook sobre el lugar donde suelen trabajar escritores y artistas que admiro. Está dividida en dos grande ámbitos. En el primero, reúno imágenes de algunos de los escritores que más he leído y releído en mi vida. En el otro, amigos cuya obra siempre ha sido un referente para mí.
El día que me robé un ejemplar de "Hambre" (en una biblioteca de Cienfuegos) y empecé a leerlo, mi vida cambió para siempre. Aunque la historia sucede por el Círculo Polar Ártico, yo me la imaginaba muy cerca del Paradero de Camarones. Algunos de sus personajes, incluso, llegaron a tener en mi cabeza el rostro de gente de mi pueblo. 
Este no es el espacio de trabajo de Knut Hamsun, pero gracias a ese espacio hizo la mayor parte de su trabajo. Si hacen click en este campo roturado, pueden acceder a las otras imágenes. Pasen, vean y aplaudan a esos trabajadores de la imaginación.

21 noviembre 2015

¿Cine? ¿dominicano? ¿apoyarlo?

Geraldine Chaplin y Janet Mojica en Dólares de arena.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Hace unos días alguien me preguntó que me parecía la “pujante industria del cine dominicano” (puedo asegurarlo, esos fueron el adjetivo y el sustantivo que usó). Como soy muy escéptico sobre el tema, le pedí un poco de ayuda para poder responderle.
“¿Cuáles son las películas dominicanas que más te gustan?”, le pregunté. “¡Muchas!”, respondió con entusiasmo. “Mencióname las diez que más te gustan”, insistí. El tiempo que se tomó en pensar su top ten me pareció una eternidad. Al final solo pudo mencionar seis títulos; dos, estaban repetidos.
Llegados a ese punto, tuve que decirle lo que realmente pensaba. La Ley de Fomento de la Industria Cinematográfica, le dije, me parece un gran logro. Los cineastas cubanos, por ejemplo, están clamando por algo parecido y nadie los escucha.
Sin embargo, ese importante incentivo ha sido mucho más aprovechado por los empresarios que por los creadores. El hecho de que en las salas de proyecciones se exhiban materiales realizados en el país, no quiere decir que siempre sea cine y mucho menos que represente las identidades dominicanas.
Pongamos un ejemplo, quizás el peor de todos: Roberto Ángel Salcedo. El Niño Orquesta, como lo bautizó el crítico Armando Almánzar, porque prácticamente lo hace todo en sus “obras” (las comillas son de Almánzar, no mías), estrena un producto al año.
Pero a eso que él hace no se le puede llamar cine. En todo caso son programas de televisión que, a pesar de tener un pésimo guión y estar terriblemente actuados, se exhiben en pantalla grande, en el mismo espacio donde, regularmente, se proyectan películas.
Hay otros directores que, aunque no tienen el mismo talento que Salcedo para facturar bodrios, tampoco consiguen hacer obras (ya sin comillas) que realmente contribuyan a consolidar una cinematografía con los valores de  una cultura tan rica como la dominicana.
¿En verdad esos productos merecen ser apoyados? Eso es una elección de cada quien y puede hacerse con el mismo criterio que se elige una marca de corn flake, de zapatos o de ropa interior. Al fin y al cabo hablamos de una mercancía, no de un bien cultural.
Los que sí merecen apoyo son esos que buscan un camino diferente a la risa fácil (¿o debo decir tonta?) y piensan en el espectador antes que en sus bolsillos. Hablo de los que en verdad tienen algo que decir y, con los años, producirán la verdadera historia del cine dominicano.
Hablo de Ángel Muñiz, Ernesto Alemany, Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, Juan Basanta, José María Cabral, Héctor Valdés, Pedro Urrutia, Ronni Castillo, Francisco Antonio Valdés y César Rodríguez, entre otros. No puedo dejar de mencionar la labor de Frank Perozo; aunque no es director, siempre se toma su trabajo con una seriedad admirable.
Al amigo del que les hablé al principio acabé respondiéndole su pregunta con las dos películas que el repitió en su trabajosa lista. Cuando el cine dominicano tenga 20 películas como Dólares de arena o La Gunguna, entonces podremos hablar de una pujante industria. Mientras tanto, necesitamos tantos críticos como realizadores para ir separando a los verdaderos creadores de los comerciantes.
Cuando es cine y cuando es dominicano, merece ser apoyado. Pero apelar al orgullo que siente un pueblo por su identidad para luego tomarle el pelo con denigrantes facilismos, es una burla injustificable, peor aun que esos terribles chistes que se proyectan en widescreen con sonido dolby digital.

18 noviembre 2015

No andaremos Nicaragua

En uno de sus peores versos, Silvio Rodríguez dice que en Nicaragua “las fronteras se besan y se ponen ardientes”. 35 años después de que fuera compuesta aquella “Canción urgente…”, el país de Rubén Darío y Ernesto Cardenal, al menos para los cubanos, es un muro infranqueable.
Cada vez son más los cubanos que, después de perder la paciencia y lanzarse al mar, recalan en las fronteras de América Central. Su camino es el más largos de todos los que lo comparten con ellos, porque empieza mucho antes del punto de partida de La Bestia (ese tortuoso tren de carga que atraviesa México rumbo al Norte).
La actual situación de cientos de refugiados cubanos en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua es indignante. Pero mucho más indignante todavía es la manera en que el régimen de La Habana se desentiende de ellos, culpado a Estado Unidos de la grave situación humanitaria.
La dictadura de Cuba es incapaz de mover un dedo para producirle bienestar a su gente y cada vez parece preocuparle menos la crítica situación del país.  El dictador Raúl Castro es un anciano octogenario; no tiene nada que perder, ni siquiera el tiempo. Eso explica por qué él y su régimen viven de espaldas a los relojes.
Mientras tanto, a los cubanos que quieren vivir con alguna esperanza y tener la posibilidad de garantizarles un futuro mejor a sus hijos, no les queda otra opción que lanzarse al mar. Así es que se han ido amontonando en la frontera de Nicaragua.
En su canción, Silvio Rodríguez auguraba, ridículamente, que los espectros de Bolívar, Sandino y el Che andarían por el mismo camino en Nicaragua. Pero eso no fue posible, porque el país acabó convirtiéndose en el feudo corrupto de Daniel Ortega.
También se equivocó Silvio en que fuera el “águila” quien tuviera en Nicaragua su dolencia mayor. Acabamos siendo los propios cubanos; aun cuando sangramos con ellos, a pesar de que una vez nos dijimos amigos.

16 noviembre 2015

Fidel Castro nunca fue el maquinista de la 61602

Fidel Castro descendiendo de la 61602, después de haber creído
que había logrado conducirla.
En un museo de La Habana se exhibe la Locomotora Insignia de los Ferrocarriles de Cuba. Es una M62-K que fue construida en Ucrania en 1975, apenas unos días antes de que entrara en la historia al arribar a la estación de Placetas, en el centro de la isla.
En una placa de bronce, fijada a uno de los costados de la máquina, puede leerse: “El Comandante en Jefe Fidel Castro, conduciendo esta locomotora 61602, inauguró el primer tramo Oliver- Calabazas del ferrocarril rápido Habana- Santiago de Cuba, el “Día Ferroviario”. 29 enero de 1975. Año del Primer Congreso”.
Un ferroviario que estuvo allí (fue parte de la operación), Esteban Darias Domínguez, y otro que oyó la historia de testigos presenciales, Graciel Velázquez, sostienen un relato diferente al que cuenta la tarja. Según sus testimonios, quien condujo ese tren realmente fue Papito Villa.
Graciel, que era guardafrenos en ese momento, es uno de los que en verdad saben lo que ocurrió aquel lunes: “El coche motor 2050, un Uerdingen con dos motores Leyland, estaba acoplado a la 61602. Cuando mejor iba marchando el asunto, falla la M62-K, de lo que prácticamente nadie se percató”, dice.
“Papito Villa, maquinista del 2050, lo tenía encendido y con la agilidad y picardía que le caracterizó siempre, fue empujando a la 61602 que Fidel creía conducir como todo un experto. Esa es una de las mejores anécdotas que guardo de mis 20 años en los Ferrocarriles de Cuba”, Asegura Graciel con nostalgia.
En la portada de todos los periódicos cubanos que circularon el martes 30 de enero de 1975, aparecieron imágenes donde Fidel Castro desciende sonriente de la 61602. Desde entonces data la leyenda de una locomotora que siempre se consideró un patrimonio nacional.
El coche motor 2050 y Papito Villa no salieron en ninguna de las tantas fotografías.
El tren que creyó conducir Fidel Castro y que en verdad era empujado
desde la cola por Papito Villa, el maquinista del 2050.
La 61602 en el andén de la estación de Cristina, donde radica el
Museo del Ferrocarril de Cuba.
El coche motor Uerdingen 2050 con el que Papito Villa empujó a la 61602
que llevaba de "maquinista" a Fidel Castro.
(Para leer el discurso que pronunció Fidel Castro en la inauguración de la reconstrucción del primer tramo del Ferrocarril Central de Cuba, haga click aquí).

13 noviembre 2015

El último historiador de la Revolución lo cuenta todo

La dictadura de los hermanos Fidel y Raúl Castro le legará a los cubanos del futuro un país en ruinas. No solo las ciudades y los campos están devastados. La esencia intangible que definió las identidades y la cultura de la nación también recibió severos daños.
El día que por fin acabe de pasar el huracán revolucionario y comience la reconstrucción de Cuba, los historiadores serán aún más útiles que las tablas y las puntillas. Para no seguirle los pasos al destino sonámbulo de Haití, necesitamos explicaciones que nos despierten.
De ahí la importancia de libros como Historia mínima de la Revolución cubana (El Colegio de México, 2015), donde Rafael Rojas repasa “las líneas maestras del cambio económico, social, político y cultural que vivió la isla entre los años cincuenta y setenta del pasado siglo”.
Hace una semana que Rogelio Obaya me avisó de que el libro ya había llegado a Cuesta. Aunque le pedí que me apartara uno, no resistí la tentación y fui a buscarlo a la tienda de iBooks. Lo estoy leyendo desde que se descargó. En mi cabeza, las palabras son ilustradas con imágenes de viejos noticieros y mi propia experiencia.
Tengo casi todos los libros de Rojas (Rafael, quiero decir) en físico y en digital, así me aseguro de que siempre estén a mano. Este no será la excepción. A pesar de su brevedad, aun cuando a veces parece el manifiesto de una generación y no un libro de historia, será una bibliografía obligada.
En ese futuro (que ya intuyo cercano) en que los cubanos se sacudan el polvo de tantas ruinas y comiencen a reconstruir, este libro será tan valioso como el cemento, los ladrillos y la arena. Él le explicará a los hijos porque sus padres tuvieron que resignarse a que todo se perdiera, incluso hasta la más mínima esperanza.

08 noviembre 2015

Hazte Leyenda

Me llena de orgullo haber participado en el proceso de creación, desde su concepción hasta su nacimiento, de esta obra de arte. Lo he dicho muchas veces, pero nunca las suficientes: no sé cómo saldar mi deuda con Luis Concepción por haber confiado en mí más de la cuenta y muchísimo más de lo que merezco. 
Gracias a eso, he podido colaborar por años (acabo de caer en cuenta que es el trabajo en que más he durado en mi vida) con la marca más internacional de República Dominicana (la única que está presente en más de 50 países y en las principales capitales del mundo). Estoy orgulloso de cada estrategia de comunicación, de cada pieza de contenido y hasta de cada error, porque cuando uno yerra dejándose llevar por la pasión duele un tilín menos y deja una rara satisfacción. 
De niño quería ser ferroviario. Luego, en vano, traté de ser director de teatro. Más tarde me dediqué a editar revistas y escribir libros. Durante todo ese tiempo, jamás me pasó por la cabeza que también podría ser consultor en comunicaciones y relaciones públicas. Pero con el mejor ron a mano uno es capaz de lograr lo que se proponga. Hoy me gustaría hacer con cada uno de ustedes un brindis de Leyenda.

07 noviembre 2015

La casa del escritor

La Underwood Portable donde se escribió Por quién doblan las campanas.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

Viví 33 años en Cuba y visité una sola vez a la casa que tuvo en mi país Ernest Hemingway. No me sentía atraído por el refugio insular de un hombre que vivió como si el mundo fuera un enorme continente. Aun cuando fue un gran marinero, todo a su alrededor parecía tierra firme, lo mismo en San Francisco de Paula que en Whitehead Street.
La semana pasada, sin embargo, fuimos hasta Cayo Hueso y no nos detuvimos hasta encontrar la casa donde se terminó Adiós a las armas y se escribió de principio a fin Por quién doblan las campanas, dos novelas que le explicaron al adolescente que fui el horror de la guerra como ningún libro de historia.
De los 10 años que vivió allí el escritor solo se conservan algunos muebles, la pared de ladrillos que hizo alrededor de la casa —como si se tratara de un fuerte y no de una residencia— y los descendientes de Snow White, una estirpe gatos de seis dedos a los que se les permite dormir hasta encima de las reliquias más valiosas.
“En esta casa se escribió el 70% de la obra de Ernest Hemingway”, nos dijo el guía con una emoción aprendida de memoria. Parecía tasar los libros con el mismo criterio que su autor calculaba el valor de los enormes peces que sacaba de la corriente del golfo: por libras y por pies.
Sillas españolas, lámparas venecianas, máscaras africanas, fotografías de famosos y una botella de licor ¡con una llave! (todo parece indicar que con esa cerradura ‘Papá’ se aseguraba de que nadie se le adelantara en el brindis). Aunque se conserven sus muebles, libros y cuadros, no hay un lugar más vacío en el mundo que la casa donde vivió un escritor.
Es por eso que los turistas que descansan en los corredores de la casa parecen haber tirado un ancla. Se comportan como barcos, el mundo perdido de Hemingway es su fondeadero. Algunos, para tener una constancia de su viaje, tiran una moneda en una vieja máquina para imprimir sobre ella la barba borrosa del escritor.
Estábamos en la Florida y nos fuimos hasta Cayo Hueso para estar más cerca de Cuba que de Miami. Pero acabamos en la casa de un hombre que jamás se detuvo ante ninguna distancia. Las fotos que se exponen son la mayor prueba de ello: combates en Europa, cacerías en África, pesquerías en el Golfo, borracheras en el Sloppy Joe's o en El Floridita.
“Hemingway escribía durante las primeras horas de la mañana, de pie y desnudo —detalló el guía—. El resto del día lo empleaba en vivir”. Con la última parte de la frase hizo dos gestos. Primero empinó el codo y luego extendió el brazo como si fuera una caña de pescar. Esas dos acciones parecen ser parte del guión. Aun cuando caricaturizan al personaje, describen una parte esencial de él.
El viejo faro de Cayo Hueso está justo al lado de la casa de Ernest Hemingway. No tengo noticia de otro faro que se haya construido a más de un kilómetro del mar. Los que lo construyeron parecen haber intuido que llegaría un día en que la elevada lámpara sería inútil para la navegación. Su oscuridad, sin embargo, seguiría señalando el camino a la casa del escritor.
Cuando nos fuimos de Cayo Hueso comenzaba una fiesta de disfraces. Hombres vestidos de mujer, mujeres sin vestir, esqueletos, monstruos, esperpentos, hazmerreíres y mamarrachos. A nadie se le ocurrió disfrazarse de Hemingway.
76 años después de que el escritor abandonara a Pauline y a Cayo Hueso, solo él interpreta a su fantasma en esa pequeña isla. Lo demás hay que preguntárselo a los más de 50 gatos de seis dedos que custodian su ausencia.

06 noviembre 2015

El faro de Whitehead Street

Cuando hacen un faro tierra adentro,
a más de un kilómetro de la costa,
no es para alumbrarle el camino
a los que llegan
sino para ocultárselo
a los que no se quieren ir.

Un faro que permanece a oscuras
y lejos del mar,
está hecho para que sigas su sombra.
Camina junto al muro de ladrillos.
Sigue el sendero de los gallos de pelea,
las tumbas de los gatos de seis dedos
y las botellas de ron vacías.
No te detengas hasta que llegues
a la vieja máquina de imprimir barbas.

Hazte una moneda que no sirva para nada
y deja de pensar en el camino de regreso.
A veces es bueno creer
que en lugares como este
uno se puede quedar para siempre;
aún cuando tengamos que abandonarlo
antes de que caiga la tarde,
en silencio,
hambrientos y borrachos,
dejando que la oscuridad del faro
quede a nuestras espaldas.

05 noviembre 2015

Un coro de garzas que fue testigo de todo lo que hicimos

Nos rompió el día de Santo Domingo a La Vega, igual que a José Martí aquel 16 de febrero de 1895. Solo que él iba en dirección contraria a nosotros, rumbo a la Capital, y a lomo de caballo. Llevábamos con nosotros las posturas que nos regaló el Ingeniero Taveras y un arrayán que compramos en Bonao.
El Ingeniero (que fue quien nos vendió el terreno en Jarabacoa Montain Village) consiguió las semillas en el patio de una familia cubana que vive en Santiago desde mediados del siglo pasado. Dos toronjas (de las grandes, de esas con las que se hace dulce en tajadas), dos anones (la fruta preferida de mi abuelo Aurelio) y dos canisteles.
Cuando llegamos, Don Mon nos esperaba pico al hombro. Afortunadamente ya empezó a llover. Las palmas, las araucarias, las gravileas y los cipreses han crecido muchísimo. Fuimos a Foresta para conseguir más posturas de pinos Caribaea y Occidentalis. Repusimos todos los que nos soportaron el largo verano.
Un enorme aguacero nos sorprendió en plena faena. Diana se guareció en el Jeep, pero Don Mon y yo nos quedamos sembrando. Al final, podamos una pomarrosa que le estaba dando demasiada sombra a los sauces. Salimos justo antes de que empezara a caer la noche.
Cuando entramos a Santo Domingo, Diana le bajó el volumen a la última canción del viaje y me tomó de la mano. “¡Qué día más lindo!”, dijo sin apartar la vista del camino (ese trecho de la autopista Duarte siempre tiene mucho tráfico y eso la pone tensa).
Hicimos una sola foto: un coro de garzas que fue testigo de todo lo que hicimos. Cuando los árboles crezcan, ellas nos seguirán recordando el día que los sembramos sobre un sábado inolvidable.