25 junio 2016

Crisis de identidad

Con Mario, comiéndonos un sancocho en casa de Bo y Luz.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos

Hace unos días hice una expedición junto a Mario Dávalos. Volvimos hasta uno de nuestros lugares preferidos: La Lomita, un paraje perdido en el corazón de la Cordillera Central. Allá arriba, mientras esperábamos porque una doña nos hiciera café, tuve un raro pensamiento.
En un momento en que la anciana hablaba de las lluvias recientes, recordó una frase de sus ancestros: “Los viejos de aquí decían que mayo son 30 días y 30 aguas”, dijo. Su acento y la sabiduría silvestre de su frase me hicieron sentir orgullo.
“Nada como los campesinos de mi país”, me dije a mí mismo. Había caído otra vez en la hermosa trampa de llegarme a creer que en verdad nací aquí. No es la primera vez que me pasa, tengo muchos antecedentes. Soy reincidente en eso.
Suelo decir a menudo que “soy aguilucho desde chiquitico”. Las personas a las que se los digo, lo asumen como un chiste y no como lo que es: un acto de fe. Cuando las Águilas ganan celebro como un niño; cuando pierden, siento una herida en mi sentido de pertenencia.
Al día siguiente de nuestra expedición a La Lomita, Mario compartió una nota en su muro de Facebook: “A Camilo y a mí nos gusta la montaña tanto como los libros —comenzó diciendo—. Nos conocimos en el 2000. Fernando Ferrán, un amigo de mi padre, fue quien nos presentó. Desde entonces somos como hermanos”.
Luego, hizo una pequeña enumeración: “Nuestra amistad de 16 años puede definirse en cinco grandes temas de conversación: libros, música, árboles, viajes y ron”. Creo que en su lista faltó un tema crucial. Cuando estamos juntos, Mario se reafirma como cubano (su padre es habanero) y yo, como dominicano.
De hecho, en nuestros viajes por las lomas, mencionamos siempre los dos nombres de las cosas. Gri gri, en dominicana; júcaro, en Cuba. Cigüita de tierra, en dominicana; tomeguín de la tierra, en Cuba. Mara, en dominicana; ocuje, en Cuba…
 Aunque esa relación “bilingüe” le permite a él ser más cubano y a mí ser más dominicano, ninguno de los dos busca en esa reafirmación otra cosa que no sea un sentimiento intangible e inasible: la  necesidad de pertenecer de una manera legítima.
El espacio donde mi pasaporte dice que nací en Villa Clara, una provincia del centro de Cuba, no alcanza para detallar todos los lugares a los que creo pertenecer. Esos documentos, en los que las autoridades suelen confiar tanto, son increíblemente imprecisos.
Mi pasaporte no dice que en verdad vine al mundo a los 5 años, el día en que mis padres se divorciaron y me llevaron a vivir con mis abuelos maternos, a una estación de ferrocarril de un pequeño pueblo rodeado de cañaverales por todas partes. Tampoco se consigna que, ya siendo un adolescente, fui a estudiar arte a un bosque de La Habana que acabó marcándome para el resto de mi vida.
Pero la mayor omisión que hay en mi documento de identidad es República Dominicana. Recuerdo un momento de la primera vez que fui a Montecristi. La carretera y el bosque seco se interrumpieron de pronto ante un derruido cartel que daba la bienvenida a un pueblo. Mi subconsciente, sin tomarme en cuenta ni pedirme permiso, me sacó de la conversación en la que participaba y empezó a tararearme.
“Y que en Villa Vázquez oigan este canto, ojalá que llueva café en el campo”. Acababa de llegar a un sitio en el que nunca antes había estado, pero un verso de Juan Luis Guerra lo había hecho mío muchísimo antes de yo saber, incluso, que acabaría viviendo en este país.
Debo admitirlo de una vez y por todas, tengo una maravillosa crisis de identidad y esa condición, como precisa Mario, va conmigo a todas partes desde hace 16 años. Ya soy de aquí sin haber podido dejar de ser de allá.

23 junio 2016

Patrón de pruebas

M&i c3§om7putadora agon6=iza, ahora esc3§rib5[e así9. Estoy hac3§ien6=do el bac3kup para pasar toda la in6=form7ac3§ión para la n6=uev4]a9. Hasta en6=ton6=c3§es, los dejo c3§on6= el patrón6= de prueb5[as9.

22 junio 2016

Gema Corredera y el feeling de Marta Valdés

Tengo dos recuerdos de Gema Corredera que llevo conmigo como dos joyas. El primero fue en la Escuela de Arte de Cubanacán, donde ella y yo estudiábamos. Pablo Milanés nos estaba regalando un concierto y cuando llegó el momento de cantar “Yolanda”, el trovador le preguntó al público si alguien podía hacerle la segunda voz.
Los muchachos cargaron a Gema y la subieron en el escenario. Solo tuvo que meterse las manos en los bolsillo de su jean y sacar su amplia sonrisa. Pablo se mantuvo mirándola durante toda la canción. Ella, en cambio, miraba al cielo de La Habana, segura, impecable, con la naturalidad de quien se sabe nacida para cantar.
Eso debió ser en 1986. Cuatro años después, recibí una extraña oferta de trabajo y Gema estaba allí como testigo. Yo había conocido a Marta Valdés en la Casa del Escritor de Matanzas. Fue Alfredo Zaldívar quien nos presentó y quien le contó de mi fascinación por sus canciones.
Ese día le regalé mi primer libro de poemas. Meses después fui, junto a Sigfredo Ariel y Bladimir Zamora, a la peña que Marta acababa de estrenar en la casona de Teatro Estudio. Empezaba el Periodo Especial (la grave crisis económica que sobrevino en Cuba tras la caída del Muro de Berlín) y ella quería dedicarle un espacio a la imaginación en medio de tantas carencias.
Nos contó que trabajaría con algunos actores de Teatro Estudio y con dos jóvenes músicos: Gema Corredera y Pavel Urquiza. “Me encantaría, Camilo, que tú seas el director artístico de todo esto”, me dijo de pronto, sin levantar la vista de las cuerdas de su guitarra. Fue gracias a eso, que pude conocer a Gema de cerca.
Hace dos años nos reencontramos en casa de Eloy Ganuza (otro de mis más queridos recuerdos de Cubanacán), en Miami. Un fuerte abrazo y las canciones de Marta saldaron todo el tiempo que llevábamos sin vernos. Ayer, en su muro de Facebook, Norge Espinosa hizo un anunció:
“No sé ustedes, pero el 15 de julio (víspera del cumpleaños de Camilo Venegas, me acuerdo ahora) yo estaré en Casa de las Américas, regalándome el concierto que a partir de su más reciente disco, con temas de esa mujer de otro mundo que es Marta Valdés, nos ofrecerá esa voz incomparable que es Gema Corredera. Feeling Marta. Who can ask for anything more?”, escribió.
Norge —le escribí en los comentarios—, acabo de oír el disco de Gema, mientras hago tiempo para ir al aeropuerto a buscar a Diana, que llega en una hora en el último vuelo de Panamá. Estoy llorando. No es un disco, es un estado de gracia. A Elena Burke le hubiera encantado escuchar las canciones de Marta tan bien cantadas por alguien que no fuera ella.
Mañana quisiera escribir sobre mis recuerdos de esas canciones —agregué— y de esa voz, cuando las conocí a ambas. Entonces todas las cosas estaban en su justo lugar y todo eso que ahora añoramos tanto era tan solo el presente.  Eso es lo que hago aquí, antes de darle las gracias a Gema por su disco con canciones de Marta, otra joya que tendré que llevar conmigo de ahora en adelante, siempre.

15 junio 2016

No estaré en La Habana para celebrar los 30 años de Giros

Suelo recordar los momentos más importantes de mi vida por la música que oí dentro de ellos. El disco Giros, de Fito Páez, fue la banda sonora de mi último año en la Escuela Nacional de Arte de La Habana. Corría 1986 y aquellas nueve  canciones me inspiraban más que ningún otro sonido.
Fue Víctor Varela (el hermano de Carlos) quien me grabó el cassette. Él, a su vez, lo copió de un álbum original que Santiago Feliú acababa de traer de Buenos Aires. Eran los días en que Mijaíl Gorbachov había comenzado un osado programa de reformas en la Unión Soviética.
Poco después todo nuestro optimismo se pronunciaba en ruso y se podía resumir a dos palabras: glásnost y perestroika. Me veo claramente, vociferando por el trillo que atravesaba un bosque hasta llegar a los albergues: “¿Quién dijo que todo está perdido? ¡Yo vengo a ofrecer mi corazón!”.
Poco después prohibieron las revistas que llegaban de Moscú y Fidel dio un largo discurso. Empezó con  la advertencia de que en Cuba nada cambiaría y acabó con la consigna “¡Socialismo o Muerte!”. A partir de ahí, y gracias a Fito, nos declaramos en cortocircuito.
Mi generación se había pasado la vida viendo cómo hacían el mundo y, por lo visto, nunca tendríamos la oportunidad de hacerlo nosotros. Por eso muchos de nosotros tiramos un cable a tierra y decidimos marcharnos. Esa es la razón por la que no estaré en La Habana, cuando Fito celebre los 30 años de Giros.
Aun así quiero dejar constancia de mi gratitud por ese disco. Por él entendí que no tenía mapa en este mundo. Por él tomé algunas de las decisiones más apresuradas (y hermosas) de mi vida. Ahora mismo tengo una canción en la cabeza y no puedo parar: “miren todos, ellos solos pueden más que el amor y son más fuertes que el Olimpo”.
Otra vez gracias, Fito, por esos giros en los que he dado tantas y tantas vueltas.

14 junio 2016

El testamento de los Osos Blancos

Más de una vez he confesado que pertenezco a una secta. Se llama Los Búfalos y nos reuníamos regularmente. El pretexto era discutir lecturas y hablar de literatura, pero lo mejor que sabíamos hacer era compartir grandes destilados y brindar por cualquier causa perdida.
Nos encontrábamos con regularidad hasta que perdimos a dos de los fundadores. Primero, Antonio Membrive se tuvo que ir de regreso a Madrid. Luego, Héctor Concari fue enviado a Cartagena de Indias. No nos hemos podido recuperar de esas bajas. Salvo algunos mensajes y saludos en clave, Los Búfalos han permanecido en una extraña hibernación.
Un email de Concari, sin embargo, ha despertado nuestro instinto salvaje. Todo empezó cuando él nos invitó a un encuentro clandestino en la casa de Gabriel García Márquez en la Ciudad Amurallada. Aproveché su misiva para decir que acababa de releerme Crónicas de motel, de Sam Shepard.
—Lo leí a Shepard —respondió Héctor—, pero la verdad es que no me impresionó. Tengo dos o tres en casa que te puedo pasar con gusto.
—Hablar mal de Shepard en mi presencia —le advertí—, es como insultar a Faulkner, Conrad o Cabrera Infante.
Fue Alfonso Lomba quien buscó una rápida solución, antes de que nos enredáramos en una cadena de insultos literarios.
—Podemos establecer una forma civilizada de resolver este tema —Propuso—. Un duelo, con las reglas de antaño. Fijen el día y quiénes serán los padrinos de cada uno.
—Sugiero un duelo a shots de vodka —se adelantó Héctor—. La marca del arma queda  a elección de Antonio, que de eso sabe.
Traté de negociar con ron o bourbon, que son mis preferidos, pero no tuve éxito con los jueces. Desde Madrid, por fin llegó el veredicto de Antonio.
—Recomiendo un duelo al alba con Osos Blancos. Es la bebida preferida de la Marina mercante rusa: un vaso highball con una cantidad moderada (2/3) de alcohol de farmacia para blindar las heridas de una infección (sobre todo si son heridas literarias como las suyas). Ese alcohol recio se rebaja convenientemente con champaña de Crimea. Los marinos suelen tomarse, a largas tragantadas, entre cinco y seis. En el caso de los literatos, más de dos es suicidio. Siendo búfalos puede irse hasta tres sin gorro o hasta cuatro portando el amuleto de los cuernos de Pedro Picapiedra.
Los borrachos más indomables del Paradero de Camarones, solían acabar en el traspatio de la Botica, cambiando víveres o azúcar por alcohol de 90º. Si caigo en el combate lo haré en honor a ellos, que siguen siendo anónimos o están muertos. Los alcohólicos de Shepard, al fin y al cabo, ya tuvieron quién los escribiera de una manera inmejorable.

El albino

Ayer, 13 de junio, fue el Día Internacional de Sensibilización sobre el Albinismo. Al este de mi provincia hay una región montañosa. Allí conocí a una familia de albinos. Uno de ellos, que era de mi misma edad, fue mi compañero de aula en la Escuela Secundaria Básica en el Campo de El Nicho.
El albino de mi escuela era motivo de burlas constantes, tanto de los alumnos como de los profesores. Sobre su condición se contaban todo tipo de fábulas y superticiones. Trataba de pasar inadvertido, hacía todo lo posible para que nadie reparara en él. A veces daba la impresión de querer ser invisible.
Este poema, escrito a principios de los años noventa, es mi homenaje a la familia de albinos que conocí en el Escambray. En especial al que fue mi compañero de aula.

Lanzaron una aguja al pajar de la noche
y le pidieron que tratara
de encontrarla.
Sus ojos, amarillos
y desorbitados,
alumbraron la oscuridad
húmeda y tupida de la montaña.
Cuando por fin dijo que la tenía,
mostró sus manos abiertas.
Estaba sangrando,
pero no dejó que nadie
se le acercara.
Sus ojos, ya apagados,
no lograban disimular el dolor.

El albino encontró una aguja
en el pajar de la noche.
Logró dar con ella
de una vez,
necesitaba demostrarnos
que no tener color servía para algo.

11 junio 2016

Carlos Acosta no pudo bailar el racismo de Alicia

Se acabó la luna de miel de Carlos Acosta con las autoridades culturales de la dictadura de Cuba, ahora empieza el matrimonio mal llevado. El reconocido bailarín había regresado a su país, después de una exitosa carrera en el exilio, para comenzar un ambicioso proyecto cultural al que le puso nombre y —sobre todo— apellido: Acosta Danza.
La cosa iba muy bien hasta que llegó el momento de presentar su autobiografía, donde acusa a Alicia Alonso de racista y cuenta su negra experiencia en el Ballet Nacional del Cuba. Todo estaba listo para el lanzamiento, pero al final no pudo ocurrir y, hasta ahora, nadie ha dado una explicación.
La historia cubana escrita dentro de la isla en los últimos 50 años se ha visto forzada a ser tan poco creíble como el discurso oficial del régimen. Los artistas que se decidan a publicar sus biografías en ese entorno, tendrán que respetar las reglas de ese juego.
O se dejan censurar o se autocensuran, que es el camino más corto, sencillo y pusilánime de no tener problemas y recibir —¡cómo no!— homenajitos, prebendas y hasta condecoraciones.

Saber esperar por los 12 segundos de oscuridad

(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

A la entrada de la bahía de La Habana hay un faro. Cuando era niño, me encantaba esperar por el momento en que su luz le daba alcance a la ciudad. Para mí los faros eran eso, una enorme claridad que giraba encima de una torre… Hasta que Jorge Drexler me hizo pensar en los 12 segundos de oscuridad que vienen después.
Una de las cosas que más disfruto de los libros, las películas o las canciones es que me hagan ver lo que yo no veo, me enseñen lo que no sé, me permitan cambiar de opinión o me reafirmen una convicción. Por eso trato de evitar libros, películas o canciones que no me hagan pensar.
Hace unos días empezamos a ver “Bloodline”, una serie producida por Netflix que nos ha mantenido en un hotel de Islamorada, en los cayos de la Florida, por más de una semana. Uno de los actores de la serie es Sam Shepard, el reencuentro con él me llevó de regreso a sus libros y a otras películas suyas.
Así fue que di con una entrevista donde le recordaron una anécdota de su libro “Cónicas de motel”, donde Shepard cuenta que lo echaron de un trabajo de camarero porque se paró a escuchar a Nina Simone, quien cantaba en ese momento en el local. “Fue en los sesenta —recuerda—, en el Village Gate. Allí también actuaba Thelonious Monk, y Woody Allen hacía monólogos”.
“Fue una época de Nueva York muy interesante con mucho intercambio entre artistas —abundó—. Ya no pasa y creo que la culpa es de la tecnología. Se habla mucho de que Internet y los teléfonos móviles nos han acercado, pero es una estupidez. La gente está mucho más aislada. En los cafés nadie se habla ni se mira. Están pegados a sus pantallas”.
Justo debajo de sus palabras había un link a otra entrevista, hecha por Tommaso Koch al escritor y periodista Andrew Keen, quien acaba de publicar un libro donde asegura que “nos está volviendo más ignorantes y narcisistas”. Aunque reconoce que él, como nosotros, lo usa todo el tiempo, está en capacidad de resumir sus males en cuatro claves:
“Internet está agravando la desigualdad entre ricos y pobres; está contribuyendo a largo plazo a la crisis del paro, con máquinas inteligentes que sustituyen incluso el trabajo especializado de la clase media; está creando una economía de la vigilancia, donde somos el producto, convertidos en datos que Google y Facebook venden a otras compañías para hacer publicidad. Y nos está volviendo peor informados”, asegura.
Keen se remota a los orígenes de Internet, que fue creado para combatir la falta de información en las dictaduras del antiguo campo socialista y generar un mundo mejor. “Si pudiera volver atrás —le dice Andrew a Tommaso— iría a mediados de los noventa, cuando se empezó a ofrecer todo el contenido gratis. Y a 2001, cuando Google estableció su modelo de negocio”.
Ese viaje al pasado es imposible. Las consecuencias de la web 2.0 y la Internet de las cosas ya son irremediables. Pero hay algo que sí puede cambiar y es la manera en que participamos en las redes sociales, los contenidos que producimos, la reacciones que tenemos, lo que decimos y lo que callamos.
“Se nos olvida cómo escuchar, estamos encarcelados en nosotros mismos y más solos que nunca. La Red ha sacado algunas de nuestras peores características (…), es la plataforma perfecta para el racismo o la misoginia, para que la rabia difunda sus metástasis”, remata Keen.
En cuanto termine de escribir esta columna me iré para Islamorada. No me refiero al cayo real, sino al que me espera en Netflix. Por un personaje de “Bloodline” busqué al Sam Shepard real y así fue que di con Andrew Keen. Ese es el lado todavía bueno que le queda a Internet, el que debemos aprovechar al máximo.
Tratar de informarnos más y de ser menos narcisistas, saber esperar por los 12 segundos de oscuridad, elegir escuchar a Nina Simone… aun cuando perdamos el empleo.

10 junio 2016

La vida simple, la naturaleza y los grandes amigos

En agosto de 2016, El Fogonero cumplirá 10 años. Entre las 1.349 entradas publicadas, apenas hay textos escritos por otros. Creo que sobrarían los dedos de las manos para contarlos. Hoy haré otra de esas raras excepciones.
El pasado miércoles subí junto Mario Dávalos a una loma de la Cordillera Central dominicana que es uno de mis lugares preferidos en el mundo. Mi post “Dos ciruelos, dos melocotoneros y un centinela”, cuenta algunos detalles de esa expedición.
Hoy, en su muro de Facebook, Mario contó su versión de los hechos y, para completar mi relato, la reproduzco en El Fogonero. Creo que entre los dos textos se explica por qué nos convertimos en hermanos desde que nos conocimos.

A Camilo Venegas Yero y a mí nos gusta la montaña tanto como los libros. Nos conocimos en el año 2000, cuando todavía El Caribe publicaba Pasiones. Fernando Ferrán, un amigo de mi padre que ejercía como director del periódico, nos presentó un martes en la tarde. Desde entonces nos hemos tratado siempre como hermanos.
Esta amistad de 16 años puede definirse en cinco grandes temas de conversación: libros, música, árboles, viajes y ron. Pero en las intersecciones entre cada uno de ellos, hay agujeros negros que nunca terminamos de explorar, ya sea por falta de tiempo o debilidad de hígado.
Camilo y yo tenemos un club de dos que Laura Acra, entre burla y confusión, bautizó “Los Ornicultores”. El pasado miércoles tuvimos otra de nuestra expediciones. Luego de sembrar árboles, hablar de libros, tomar ron y escuchar a Silvio, terminamos con una taza de café en casa de Jacinto, donde termina la vía de La Lomita y comienzan los cafetales.
Es un rancho pequeño pero hermoso donde vive una pareja de viejos más fuertes que cualquier atleta citadino. La única luz viene del sol. El agua, del arroyo que cruza detrás del fogón para luego desembocar en el Yaque. Los pollos deambulan en el patio comiendo gusanos y cáscaras de guineo. La música sale de los pájaros y los insectos.
—Esto es vida, asere —me dijo Camilo desde la silla azul.
—Uno se complica la vida, compadre.
—Uno se deja complicar la vida. Al final esto es vida. Demasiadas vueltas para llegar a este punto.
En el suelo, detrás de Camilo y de las matas de guineo, vi unos papeles sobre el lodo:
“Me llamo Yessica.
Soy una niña.
Nací el día 20 del mes de mayo.
Vivo con mami y papi.
Lo que más me gusta es comer carnes.
No me gusta barrer.
Me encanta ir al parque.
Pero no me gusta cantar.
Mis días preferidos son domingos.
porque me divierto.
Mi mejor amigo se llama Yoba
y su cumpleaños es el día 20 de enero.”
En ese lugar metido en la loma, una niña llamada Yessica nos terminó de enseñar la lección: El camino es demasiado largo para llegar al mismo lugar donde comenzamos: la vida simple, la naturaleza y los grandes amigos.
                                                                                                                   Mario Dávalos

Tomeguín del pinar

Lo que más te asombraba
de aquel tomeguín
(que tu padre te trajo
de un espinar de
Manicaragua)
es que lograba volar
sin moverse
hacia ningún lado.

Aunque la jaula
(hecha con güines
de Castilla
que tu padre te trajo
de un arroyo
de Guanayara)
era pequeña
incluso para aquel
animal
diminuto y solitario,
se las arreglaba
para mantenerse
aleteando sin tocar
ninguna de las paredes.

Luego tú también
te las arreglaste
para seguir moviéndote
sin llegar a ningún lado.
De algo te sirvió
tener a un animal preso.
De él aprendiste
a mantenerte en el aire
sin tocar ninguna
de las paredes de tu país.

09 junio 2016

Los limones… ¡Los limones!

Mi abuelo Aurelio siempre se aseguró de que en mi casa nunca faltaran limones. “El limón es tan importante como la sal o el azúcar”, decía. Por eso los ciclones jamás lo sorprendieron. A finales de los setenta, cuando una ventolera derribó la mata que había al lado de la cerca del potrero, ya él tenía una al lado del pozo que había empezado a parir.
Muchas de las recetas más ricas de mi abuela Atlántida llevaban limones del patio, desde los bistec empanizados hasta los tocinillos del cielo. Hay una escena que vi incontables veces. Era aquella en que mi Aurelio probaba algo en lo que el ácido era esencial: “El limón es tan importante como la sal o el azúcar”, repetía.
El ministro de Turismo de Cuba, Manuel Marrero, acaba de anunciar que Cuba “está interesada en comprar limones en el estado mexicano de Yucatán en lugar de importarlos desde Chile, como hace hasta ahora”. Como las cifras del régimen son inextricables, muchos nos enteramos hoy que la isla importaba limones.
Sabemos que las ruinas cubanas son injustificables por más excusa o eufemismos que se inventen para disfrazarlas o excusarla. Pero si hay un dato que es suficiente en sí mismo para demostrar el rotundo fracaso de la revolución cubana, es el de la importación de limones.
Todas las tardes, antes de bañarse, mi abuelo se preparaba un trago de ron con jugo de limón, azúcar y una pizca de sal. Él le llamaba “chiringuito”. Siempre se bebió aquel brebaje con humillación. “Esto es una bebida de esclavos —decía antes de empujárselo todo con una mueca—. Yo antes solo bebía Carta Oro o coñac”.
Como murió en 1987, ni siquiera pudo imaginarse lo que vino después. Ya no se trata del ron, el azúcar o la sal, sino de los limones… ¡Los limones!

Dos ciruelos, dos melocotoneros y un centinela

Mario Dávalos y yo salimos de la ciudad antes de que amaneciera. Grabé dos discos para el viaje, uno de Nicola Cruz y otro de Dr. John. Parece que hice algo mal, porque el reproductor de la Nissan Patrol de Mario no logró leerlos. Por eso no oímos nada hasta llegar al Típico Bonao.
Después del desayuno, Mario se hizo cargo de la música. Descartes se mantuvo sonando durante el resto del viaje. En algunas canciones acompañamos a Silvio. Cuando llegamos al pueblo de Jarabacoa, fuimos hasta el vivero de la Confluencia. Compramos dos ciruelos, dos melocotoneros y un pino centinela.
Cuando llegamos a la casa de Mario en Quintas del Bosque, aún no eran las 10 de la mañana. Pero nos sentíamos prófugos (era un miércoles laborable), se justificaba algo de alcohol. Nos servimos dos tragos largos de ron. Bajamos del carro una madera que Mario llevaba para que Bo le hiciera varios canteros.
Sembramos un ciruelo y un melocotonero. “La doña le está haciendo un sancocho”, anunció Bo. Nos servimos dos tragos más y subimos hasta el Bosque de Thoreau. Mario sembró el ciruelo y el melocotonero. Yo, el centinela. Luego, le pedí a Alito que sembrara dos surcos de café a cada lado de la cañada.
En el camino de La Lomita (y del sancocho que nos había preparado Luz) nos encontramos a un hombre. Avanzaba con pasos muy lento. Solo se detuvo cuando Mario le habló.
—Ey, don, ¿va para La Lomita? —le preguntamos.
—Para allá es que voy, sí —nos respondió.
—Suba —le dijimos.
—Ah, pues subo —nos respondió.
Una vez que se cruza el Arroyo Cercado, se está cerca de La Lomita, pero aún no se ha llegado. Todavía falta una incómoda cuesta de una arena muy resbaladiza.
—Don, quédese aquí, que nosotros nos tenemos que desviar para buscar unos huevos de pato —le dijo Mario.
—Ah, pues bajo —nos dijo—.
Ya había retomado sus pasos muy lentos cuando se detuvo.
—¿Usted viene el fin de semana? —le preguntó a Mario.
—Sí, ¿por qué?
—Ah, para bajarle una auyama*.
Fue su manera de dar las gracias. El sancocho de Luz estaba delicioso. Luego nos hizo café (el cuarto del día, contando el que nos bebimos antes de salir, el del Típico y el de la señora que le regaló los huevos de pato a Mario). Volvimos a Santo Domingo escuchando a Jimi Hendrix.
Fue un viaje corto y, aunque pasaron muchas cosas que nos costará trabajo olvidar, lo recordaremos como siempre, por lo sembrado: dos ciruelos, dos melocotoneros y un centinela.

* Calabaza, en Cuba.

07 junio 2016

Itinerario No. 7

Para Mario Flores,
él sabe.

Tengo el Itinerario No. 7 en mi espacio de trabajo. Entró en vigor a las 00:01 horas del 25 de noviembre de 1979. Yo tenía 12 años y estudiaba en la escuela Secundaria Básica en el Campo de El Nicho. Los trenes que circulaban entre Cumanayagua y Camarones eran mi camino de regreso a casa.
La escuela estaba en un pequeño valle en lo alto del Escambray. Nos llevaban con nuestras familias un fin de semana cada quince días. Los alumnos de Cumanayagua se iban los viernes en la tarde. El resto, los sábados en la mañana. Mi padre era amigo de pesquerías del director.
Gracias a eso me permitían irme una noche antes de lo que me correspondía. El camión, lleno de polvo, lodo y muchachos hambrientos, llegaba a la estación de Cumanayagua justo a tiempo para que yo me subiera al tren. Gracias al Itinerario No. 7, sé que era alrededor de las seis de la tarde.
Una vez, en medio de un temporal, tuvimos en lanzarnos del camión porque no lograba frenar en La Loma de los Músicos. Nosotros también llegamos al pueblo llenos de polvo y lodo. Un señor que lavaba su Dodge (recuerdo la marca porque mi padre tenía uno igual), me hizo el favor de prestarme la manguera.
Me subí al tren chorreando agua y temblando de frío. Cuando paró en Ojo de Agua ya era de noche. No se veía nada, solo se oían las voces lentas y soñolientas de los campesinos. En San Fernando, tuvimos que esperar que pasara un largo tren de caña por el cruzamiento de la vía estrecha.
Cuando estábamos llegando a Camarones, saqué la cabeza por la ventanilla y logré distinguir las siluetas de mis abuelos. Se movían ansiosos del otro lado de los ventanales de la estación, a la luz de los bombillos de 100 watts. Eso debió ser a finales de 1979 o principios de 1980.
No me explico cómo retengo tantos detalles de aquel viaje. Encima de eso, ahora también sé la hora exacta en que me bajé en mi casa. 7:34 de la noche. Por eso es que tengo el Itinerario No. 7 en mi espacio de trabajo, justo al lado de los libros que más consulto. 
Le da demasiada precisión a recuerdos fundamentales.