11 junio 2016

Saber esperar por los 12 segundos de oscuridad

(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)

A la entrada de la bahía de La Habana hay un faro. Cuando era niño, me encantaba esperar por el momento en que su luz le daba alcance a la ciudad. Para mí los faros eran eso, una enorme claridad que giraba encima de una torre… Hasta que Jorge Drexler me hizo pensar en los 12 segundos de oscuridad que vienen después.
Una de las cosas que más disfruto de los libros, las películas o las canciones es que me hagan ver lo que yo no veo, me enseñen lo que no sé, me permitan cambiar de opinión o me reafirmen una convicción. Por eso trato de evitar libros, películas o canciones que no me hagan pensar.
Hace unos días empezamos a ver “Bloodline”, una serie producida por Netflix que nos ha mantenido en un hotel de Islamorada, en los cayos de la Florida, por más de una semana. Uno de los actores de la serie es Sam Shepard, el reencuentro con él me llevó de regreso a sus libros y a otras películas suyas.
Así fue que di con una entrevista donde le recordaron una anécdota de su libro “Cónicas de motel”, donde Shepard cuenta que lo echaron de un trabajo de camarero porque se paró a escuchar a Nina Simone, quien cantaba en ese momento en el local. “Fue en los sesenta —recuerda—, en el Village Gate. Allí también actuaba Thelonious Monk, y Woody Allen hacía monólogos”.
“Fue una época de Nueva York muy interesante con mucho intercambio entre artistas —abundó—. Ya no pasa y creo que la culpa es de la tecnología. Se habla mucho de que Internet y los teléfonos móviles nos han acercado, pero es una estupidez. La gente está mucho más aislada. En los cafés nadie se habla ni se mira. Están pegados a sus pantallas”.
Justo debajo de sus palabras había un link a otra entrevista, hecha por Tommaso Koch al escritor y periodista Andrew Keen, quien acaba de publicar un libro donde asegura que “nos está volviendo más ignorantes y narcisistas”. Aunque reconoce que él, como nosotros, lo usa todo el tiempo, está en capacidad de resumir sus males en cuatro claves:
“Internet está agravando la desigualdad entre ricos y pobres; está contribuyendo a largo plazo a la crisis del paro, con máquinas inteligentes que sustituyen incluso el trabajo especializado de la clase media; está creando una economía de la vigilancia, donde somos el producto, convertidos en datos que Google y Facebook venden a otras compañías para hacer publicidad. Y nos está volviendo peor informados”, asegura.
Keen se remota a los orígenes de Internet, que fue creado para combatir la falta de información en las dictaduras del antiguo campo socialista y generar un mundo mejor. “Si pudiera volver atrás —le dice Andrew a Tommaso— iría a mediados de los noventa, cuando se empezó a ofrecer todo el contenido gratis. Y a 2001, cuando Google estableció su modelo de negocio”.
Ese viaje al pasado es imposible. Las consecuencias de la web 2.0 y la Internet de las cosas ya son irremediables. Pero hay algo que sí puede cambiar y es la manera en que participamos en las redes sociales, los contenidos que producimos, la reacciones que tenemos, lo que decimos y lo que callamos.
“Se nos olvida cómo escuchar, estamos encarcelados en nosotros mismos y más solos que nunca. La Red ha sacado algunas de nuestras peores características (…), es la plataforma perfecta para el racismo o la misoginia, para que la rabia difunda sus metástasis”, remata Keen.
En cuanto termine de escribir esta columna me iré para Islamorada. No me refiero al cayo real, sino al que me espera en Netflix. Por un personaje de “Bloodline” busqué al Sam Shepard real y así fue que di con Andrew Keen. Ese es el lado todavía bueno que le queda a Internet, el que debemos aprovechar al máximo.
Tratar de informarnos más y de ser menos narcisistas, saber esperar por los 12 segundos de oscuridad, elegir escuchar a Nina Simone… aun cuando perdamos el empleo.

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