30 agosto 2016

De cómo los pokemones me salvaron en Las Vegas

Mi hija Ana Rosario estudia derecho y política en la Universidad Carlos III de Madrid. No conozco un conflicto en el mundo sobre el que no tenga una opinión. Cuando habla de la situación de Cuba, España o Europa, defiende sus puntos de vista con una vehemencia que me enorgullece. Pero es una millennials y, como la mayoría de sus contemporáneos, es fanática a Pokémon Go.
Como ahora está de visita en Santo Domingo, instaló la aplicación en mi celular para atrapar la mayor cantidad posible de esos bichos. El lunes pasado tuve que viajar a Las Vegas y le pregunté qué quería que le trajera. “Nada, en verdad no me interesa mucho el rollo de Las Vegas —me respondió—. Pero si puedes, atrápame pokemones, que allá debe haber muchos de los que yo no tengo”.
El hotel donde estábamos, el Venetian, es uno de los más grandes y desconcertantes del mundo. Bajo su falso cielo, navegan góndolas a tamaño real y la tarde permanece trabada justo un momento antes de que caiga la noche. Como Diana participaba en un congreso y —por convicciones que me inculcó mi abuelo— yo no juego, al tercer día ya no tenía qué hacer y me puse a cazar pokemones.
Hasta ese momento, me sentí invisible dentro de los más de 600 mil metros cuadrados que tiene el lujoso complejo. Pero en cuanto me puse a perseguir un Zubat, empecé a tener amigos. Un japonés me llevó hasta una pokeparada que estaba entre los recovecos del Grand Canal Shoppes. Dos chicas árabes me mostraron dónde se escondía un Pigetto.
No necesité hablar otro idioma que no sea el que aprendí de niño en el Paradero de Camarones. El mapa del aplicación me llevó al encuentro de amigos que sigo sin conocer, pero con los que compartí encarnizados combates, atrapadas increíbles y retos memorables.
Una noche, camino al Cique du Soleil, me encontré con un compañero de lucha. Era japonés y no se atrevió a saludarme, porque yo iba del brazo con Diana. Pero me hizo una seña cómplice y me guiñó un ojo. Justo al lado de una máquina tragamonedas se escondía un Venonat.
Al final, los cuatro días que pasamos en Las Vegas pueden resumirse en tres bullets: la increíble función de Mystère, las cosas que compartí con Diana y las tardes de cacería. Si pude sobrevivir aquellas largas sesiones de soledad, fue gracias a los pokemones. 
Cuando volvimos a casa, mi hija me abrazó emocionada: “¡Estoy feliz, Pa —me dijo—. Gracias a ti subí dos niveles!”.

29 agosto 2016

Con Juan Gabriel, debajo de un puente

Los campesinos villareños, una enorme provincia que tuvo Cuba en su mismo centro, solíamos amanecer en los carnavales de los pueblos que nos rodeaban. Íbamos en trenes, guaguas, camiones o carretas tiradas por tractores. Volvíamos como podíamos, incluso a pie si las circunstancias así lo requerían.
En Cienfuegos, Sagua la Grande, Palmira, Cruces, Cumanayagua, Manicaragua, Ranchuelo, San Juan de los Yeras, Potrerillo, Santa Isabel de las Lajas y San Fernando de Camarones aprendí a beber cerveza en pergas, bailé como un buey cansao, traté de caminar para atrás como Michael Jackson y desnudé a mis primeras novias.
En los años 80, en un meandro que hace el río Caonao antes de llegar a San Fernando de Camarones, construyeron una base de campismo popular. Cuando uno se registraba, le daban una lata de leche condensada, dos de carne rusa y una botella con jugo de manzanas búlgaras.
Allá por el año 84, un grupo de amigos del Paradero de Camarones alquilamos allí una cabaña. Justo al lado, se hospedó un grupo de Cruces con el que iba una ruda, pero bellísima rubia. Aún cuando el Chiqui y Alexis me advirtieron que ese era el camino más largo para asegurar una compañía aquella noche, decidí correr el riesgo.
Tuve éxito, pero hasta cierto punto. Entonces yo era un fanático incondicional de Silvio Rodríguez y la rubia prefería a José José. Mientras le hablaba con metáforas rebuscadas, ella se remangaba el abrigo (era febrero, hacía frío) y se encorvaba para disimular sus enormes senos. Imitaba a la perfección cada gesto del cantante mexicano.
Pronto me di por vencido y no hablé más. Me concentré en tratarle de sacar el mayor provecho posible a la noche de los camaroneros ausentes. Acabamos debajo de un puente de hierro sobre el que pasaban interminables trenes de caña.
Cuando por fin nos desnudamos, ella empezó a cantar rancheras de Juan Gabriel.
Ese es el recuerdo más viejo que me queda del gran artista que la cultura latinoamericana acaba de perder. Mientras escuchaba a una ruda y bellísima rubia gritar “queridaaaaa…”, tuve una de mis primeras crisis de identidad.

19 agosto 2016

Excubano


Un día como hoy, hace 10 años, escribí el primer post en El Fogonero. Una década después, repito los mismos gestos y las mismas palabras que me convencieron de hacer este blog. Mientras los dinosaurios sigan allí y yo tenga libre acceso a internet, habrá Fogonero. Es mi manera de no dejar de pertenecer a todo lo que me arrebataron.

Cuando un cubano adversa a la dictadura de mi país o, simplemente, decide abandonar la isla en busca de un futuro mejor, de inmediato se convierte en una no persona. A partir de ese momento tiene, además del suyo, otro nombre: traidor, gusano, escoria…
Ayer se hizo viral en las redes sociales una frase de Randy Alonso. A propósito de las Olimpiadas Río 2016, el locutor de la televisión cubana llamó excubano al atleta Orlando Ortega, quien compitió por España y ganó la medalla de plata en 110 metros con vallas.
Entre todas las reacciones que se produjeron, elijo la del cineasta Jorge Dalton en Facebook:
“El deportista cubano Orlando Ortega es y será cubano hasta el final de sus días, corra por España, Nigeria o por el pueblo mas intrincado del mundo. Ese negro lo vi llorar después de su victoria y yo salté de alegría por su triunfo bien merecido, sentí orgullo porque ante todo es y será cubano siempre aunque sostenga la bandera española y cualquier cubano que triunfe fuera, debe ser motivo de orgullo y es también un triunfo latinoamericano. Pude percibir que las lágrimas de Orlando Ortega, no solo eran emotivas por su victoria, por su esfuerzo, por su familia, sino de una honda tristeza por su tragedia personal que tiene que ver con su patria definitiva que es y será Cuba”.
Son tantas las humillaciones, privaciones y restricciones con las que se nacen en Cuba desde 1959, que luego nos cuesta muchísimo adaptarnos a vivir en libertad. Constantemente y de manera involuntaria, nos salen las taras que llevamos con nosotros. Somos reses marcadas por el absolutismo, el radicalismo, el nacionalismo y la demagogia de un dictador que nos dejó a todos sin futuro y a muchos sin país.
Según Randy Alonso, yo también soy un excubano. Y es probable que tenga razón: me quitaron el documento de identidad del país donde nací; para volver a mi pueblo, tengo que pedirle permiso a las autoridades del régimen; en Cuba no puedo tener una casa, ni sembrar un árbol o inscribir un hijo.
Por eso, y por muchísimas razones más, todos los días del mundo le doy las gracias a República Dominicana. Este país no solo me adoptó, también me devolvió la dignidad y todos los derechos que en el mío me habían negado desde que nací. Aquí, aun sin Cuba, tengo la libertad de ser yo mismo… y de sembrar.

15 agosto 2016

ARTURO ARANGO: “Nadie va a entregarles el futuro. Háganlo ustedes mismos, a su medida”

El 19 de agosto de 2006, abrí una cuenta en Blogger y publiqué el primer post en El Fogonero. Para celebrar los 10 años de esta bitácora, le haré pequeñas entrevistas a creadores cubanos que han sido importantes para mí por alguna razón. Quiero que sus palabras se conviertan en mi fiesta.

He laborado en muchos lugares. Aunque pertenezco a la generación X, pudiera considerárseme un pionero de esa obsesión que tienen los millennials por buscar, constantemente, nuevas experiencias. De todos los empleos que he tenido, mi puesto en la mesa de redacción de La Gaceta de Cuba es el que recuerdo con más cariño.
En esta entrevista, Arturo Arango da con la clave: “Más que trabajar, conspiramos”. Como él aún es parte de ese equipo, habla en presente. Yo, al menos mientras le leo, asisto otra vez a los pocos metros cuadrados donde Norberto Codina, Omar Valiño, Arturo y yo hacíamos la revista.
Lo que aprendí allí, sobre todo en las largas conversaciones que teníamos a diario, antes o después de trabajar en el número que nos ocupaba, me ha servido para ser todo lo que he sido los 16 años que llevo fuera de Cuba. Salí de aquel cuartico (que aún está igualito) con una caja de herramientas universales que me han servido en cada nueva cosa que hago.
Durante todo el tiempo que estuvimos sin vernos, la enorme complicidad que Arturo y yo teníamos se fue debilitando lentamente. Hace unas semanas volvimos a encontrarnos y, cuando nos dimos el abrazo de despedida, advertí que mi relación con él, al igual que con Norberto y Omar, trasciende cualquier tipo de vínculo.
Les debo demasiado para tratar de ser otra cosa que no sea lo que fuimos. Esto no es una entrevista, es un viaje de regreso a una parte esencial de mí mismo.

Cuando elegiste 1970, en aquel dossier que hicimos en La Gaceta para despedir al siglo XX, recordaste una noche en particular, la del 19 de mayo, cuando Fidel admitió que los 10 millones no iban. Recuerdo un párrafo en el que Silvio y Pablo cantaban, desde el techo de un camión, “nuestro es también el revés, nuestras serán las victorias”. ¿Qué año elegirías hoy, qué música tendría, qué verso citarías?
Elegiría el mismo año. Fue muy importante en mi vida, como escribí entonces. En enero de ese año, por una cadena de circunstancias, dejé mi ciudad natal, Manzanillo, de unos 60 o 70 mil habitantes en aquella época, y me fui a estudiar a La Habana. Muchas veces me he preguntado quién hubiese sido yo de no haber dado aquel paso. Llegué a la capital con catorce años y una enorme avidez cultural. En Manzanillo mi vida cultural se reducía a leer, ver televisión y escuchar la radio.
La música seguiría siendo de Silvio y Pablo. Más de Silvio. Mientras vivía en Manzanillo, casi toda la música que yo escuchaba era la que ponían por la radio. Ante todo, The Beatles. Luego, el pop español, que era horroroso, pero me lo sabía de memoria y al yo de entonces le gustaba. Ahora, si la escucho, me da gracia, más que nostalgia.
Cuando me fui a estudiar a La Habana, internado, viviendo en mansiones que pertenecieron a la gran burguesía cubana, cambié la banda sonora de mi adolescencia. No había radios, solo televisión. Después la enriquecí, con compañeros de grupo que escuchaban el rock que llegaba por emisoras extranjeras, o asistiendo a pequeños conciertos, que no tenían difusión alguna, de lo que luego se llamó la Nueva Trova.
¿Recuerdas de qué año es “Te doy una canción”? Puede ser del 70, o anterior. Tengo un recuerdo curioso: algún fin de semana merodeaba por El Vedado, quizás con muy poco dinero en mis bolsillos, y descubrí que en el teatro Mella había un festival de artistas aficionados, me imagino que de estudiantes universitarios, con entrada gratuita. Por el escenario desfilaron no menos de tres trovadores que cantaron la misma pieza: “Te doy una canción”. ¿Dónde la encontraron? Ni idea.
En  1970 yo tenía una idea muy primitiva de la poesía. Para mí, poesía era algo con rima, anticuado, con tendencia a provocar actitudes ridículas en quienes se atrevían a declamarla. Te debo el verso.

Compartí mesa de trabajo contigo y sé que gustas de hacer balances. Como ya es tiempo de resumir, me gustaría que —contando lo bueno y lo malo— resuelvas en tres párrafos lo que le debes a cada una de las siguientes experiencias: Casa de las Américas, La Gaceta de Cuba y la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
Son tres momentos muy distintos en mi vida. Ingresé en la Casa de las Américas en 1981, con veintiséis años. He dicho en otra parte que todo lo que he escrito luego lo debo a la Casa, pero si hubiera permanecido allí no hubiera podido escribir casi nada. Tuve la enorme fortuna de ser subordinado de Roberto Fernández Retamar, quien no solo es un gran poeta sino un sabio que, casi sin darse cuenta, ejerce el magisterio a tiempo completo.
No tengo maestrías ni doctorados, pero trabajar junto a Roberto por nueve años me permitió aprender muchísimo. Cada conversación con él era una clase. Allí, con él, con los muchos intelectuales con quienes me relacioné, acabé de formar una cosmovisión con la que he sido coherente hasta hoy. Mientras estuve allí, lo malo de la Casa era que se trabajaba demasiado, con horarios cerrados. Eso, sin embargo, me hizo de una disciplina de trabajo que también agradezco. Lo peor de mi trabajo en la Casa no fue ella, sino yo. Pero esa es otra historia.
Si en Casa me formé como hacedor de revistas (revistero, decimos), en La Gaceta de Cuba he podido realizarme durante muchos años. Quizás más de la cuenta. En La Gaceta… el aprendizaje ha sido de otro tipo: estar atento al curso de la cultura cubana, al contexto, a las renovaciones y cambios, y hacerlo con un equipo mínimo, de amigos o de personas que pueden llegar a ser amigos. Más que trabajar, conspiramos.
Hay una parte de aprendizaje en la que tú tienes algo que ver: la apreciación del diseño gráfico. Eso no lo aprendí en Casa sino en La Gaceta…, a la que tú impulsaste en ese sentido. Hemos tenido excelentes diseñadores, pero llegamos a una imagen, a una nueva identidad, por tu inconformidad, por tu buen gusto, por tu insistencia. Si lamento algo de La Gaceta… es que es demasiado cubana. Por su perfil, permite poco intercambio con otros ámbitos culturales.
Comencé a trabajar en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños en 2006. Para mí, era un lugar mítico. Cuando se fundó, yo había terminado mis estudios universitarios hacía nueve años, pero si algo lamenté fue no haber podido estudiar allí. En general, los jefes de cátedra están en la escuela por períodos cortos. Yo cumplí diez años al frente de la Cátedra de Guion.
Creo que en la EICTV recuperé ese ámbito cultural latinoamericano que me falta en La Gaceta…, con el añadido de que no solo estoy en relación constante con cineastas y artistas de todo el mundo, sino también, o sobre todo, con jóvenes. Si en la Casa me formé dentro de un pensamiento descolonizador, la EICTV es, sin dudas, el principal centro de creación descolonizada en este continente.
Es un espacio fundado en la idea de la diversidad, que se alimenta de todas las tendencias, de todas las poéticas, para liberar a los estudiantes, y liberarnos a nosotros mismos, de la hegemonía de una sola de ellas. A eso se le puede llamar libertad.
Como la Casa, la EICTV es muy absorbente, y por eso acabo de renunciar a la dirección de la cátedra. O me liberaba de ella, ya sea parcialmente, o dejo de considerarme un escritor. La Escuela, del 2013 a la fecha, ha atravesado por momentos complicados. Su sostenimiento material es difícil, y requiere condiciones que ahora mismo, en Cuba, son complejas. Pero afrontar esas crisis me ha reforzado mi compromiso con su sobrevivencia, con su destino.

En una entrevista publicada recientemente en El Fogonero, Rafael Rojas asegura que la revolución produjo una relocalización de Cuba en el mundo y una experiencia cultural “que forma parte del legado de los cubanos en el siglo XXI”. El ICAIC, donde se han filmado tres películas con guiones tuyos, jugó un rol decisivo en eso. ¿Cuáles son, para ti, la razones fundamentales por las que una institución tan importante en otras épocas perdió su protagonismo dentro de la cultura y la sociedad cubana?
Cuando se fundó el ICAIC, el Estado cubano podía ejercer un mecenazgo casi ilimitado. Los fundadores del ICAIC, además de cineastas, eran intelectuales que ejercían, de distintas formas, un pensamiento crítico, inconforme, en el que se formaron las siguientes promociones. Pienso, sobre todo, en Alfredo Guevara, Tomás Gutiérrez Alea y Julio García-Espinosa. Podemos discutir virtudes y defectos de cada uno de ellos, pero lo que digo es indiscutible.
Ese ICAIC desapareció a partir de 1991, cuando sacan a Julio de la presidencia. Regresa Guevara, se estrena Fresa y chocolate, pero tanto las personas como el país son otros. En medio de la terrible crisis económica, carecía de recursos para emprender solo la realización de cualquier película, por modesta que fuese, y a la vez dejó de ser un sitio donde se gestaba un pensamiento en torno a la cultura, incluso al país.
Y llegaron las nuevas tecnologías. Hasta los 90, incluso, si querías ser cineasta en Cuba tenías que hacer lo imposible para ingresar en el ICAIC. Desde los 2000, ya no se depende de la institución. No tardaron en aparecer productoras independientes. Como es natural, la mayoría de ellas se probó en cortometrajes.
Hasta que una, 5ta Avenida, produjo Personal belongings, de Alejandro Brugués. Demostraron que era posible. Sin dinero, sin liderazgo, con una plantilla laboral cada vez más envejecida, con normas burocráticas que lo obligaban a producir como en los grandes estudios, el ICAIC comenzó a agonizar.
Su salvación puede ocurrir, pero si se concibe como un centro de gestión del sistema del cine cubano en su conjunto. Es decir, hay que pensar un todo que hoy es muy distinto, y todavía cambiante, para después refundar esa pieza central, imprescindible. Hay muchas ideas en proceso, se han  elaborado documentos ya consensuados con cineastas de todas las generaciones, pero los cambios demoran demasiado.

Aunque mantienes una columna en OnCuba donde comentas con regularidad la Cuba actual, no quiero perder la oportunidad de pedirte un “resumen ejecutivo”. ¿Si tuvieras que explicarle el país a un recién llegado, alguien que no tiene la más mínima idea de lo que está sucediendo, qué le dirías?
Le diría que salga a la calle, camine provincias y barrios diversos, converse con todo el que pueda y saque sus propias conclusiones. Con la pregunta, creo que me sobreestimas. Entre otras razones, escribo esa columna para tratar de comprender lo que sucede en Cuba. En alguno de esos artículos me he inventado personajes alternativos con los que discuto: ambos soy yo mismo, que piensa lo uno y lo otro.

Esta pregunta se me ocurrió por la escena de Madagascar (Fernando Pérez, 1994) que comentamos hace unos días, cuando nos reencontramos. Vuelve a la noche del 19 de mayo de 1970. ¿Si logras encontrar al jovencito Arturo Arango en la multitud, qué le dirías, qué consejo le darías, de qué advertirías a los que iban con él?
Trataría de advertirle que cuide más su tiempo (“¿Dónde queda la vida?”), pero ya sabemos que los jóvenes, los adolescentes, no suelen experimentar por cabeza ajena. Le diría que viva de acuerdo con él mismo, con sus propias necesidades.
Lo que pueda decirle desde la perspectiva de hoy le servirá de poco. Siempre vivimos atrapados en el presente, luchando en el presente, contra el presente. Un error frecuente es analizar acciones, decisiones, sucesos del pasado sin considerar lo que suele llamarse “el espíritu de la época”. Siempre estamos atrapados en ese espíritu, que nos condiciona.
Tengo una novela en proceso, “Después de todo” (“¿Y después de todo, qué?”, canta Jenny con Los Van Van), que puede o debe ser el punto de partida de casi toda la ficción que he escrito o estoy escribiendo. Me di cuenta de que esos libros tenían algunas ideas y personajes comunes, algunas “reincidencias”.
A partir de ahora, advertiré al lector que pertenecen al ciclo “No estaba el futuro”. La idea es que nunca está el futuro; siempre lo estamos diseñando, haciendo. Es otro consejo que puedo dar a aquel muchachito y sus compañeros: nadie va a entregarles el futuro. Háganlo ustedes mismos, a su medida.                                    

10 agosto 2016

SIGFREDO ARIEL: "No solo camino por lo chapeado"

La primera vez que intenté escribir poesía, no había otro poeta cubano que me desafiara más que Sigfredo Ariel. Aunque era apenas cinco años mayor que yo, encontraba versos inolvidables por donde quiera que pasaba, ya fuera en el parque de Ranchuelo, en una calle de Guadalajara o en la playa de Caibarién.
Aun cuando nos hicimos amigos y acabamos queriéndonos mucho, no conseguí dejar de mirarle con la distancia que produce la admiración más sincera, esa que se parece tanto a la envidia. Por él aprendí a darle significados a cosas que hasta ese momento no eran para mí más que lugares comunes o vida cotidiana.
Su natural cubanía me enseñó algo que las escuelas siempre distorsionan y envilecen: ver a Cuba con naturalidad. Le he visto apartar un vaso de ron y escribir un gran poema como la misma facilidad que alguien pide permiso para apuntar teléfono o una dirección.
Caminé junto a él por las más inolvidables oscuridades de La Habana y andamos la ciudad en una misma bicicleta. Mientras yo pedaleaba, él iba gritando cosas que ahora, 20 años después, suenan en mi cabeza con esa armonía perfecta que siempre tiene la melancolía.  

Tuve el privilegio de verte hacer programas de radio. Aunque siempre me admiraba de todo lo que eras capaz de hacer dentro de aquellos pequeños estudios, no fue hasta mucho después que entendí que había sido testigo de un arte que se extinguía. ¿Qué significó para ti ser un hombre de radio?
La radio es un recurso que pertenece totalmente a la imaginación, como yo la entiendo y trabajé en ella durante unos veinte años. Para los periodistas la radio es otra cosa, claro, y para los productores musicales, también.
Yo alcancé los últimos días de un periodo artesanal (que se había iniciado en los años 20) cuando la mecánica formaba parte de la realidad: un tocadiscos que había que engrasar para que no se escuchara el ruido del motor, por ejemplo, la tragedia de las agujas, el enmascaramiento del scratch con agua sobre las estrías… Las cintas magnetofónicas grabadas una y otra vez, los efectos sonoros hechos en el estudio…
Pude hacer todo: dramatizados, programas infantiles, espectáculos con públicos, espacios experimentales, con bastante libertad. Con la digitalización, olvídate, se acabó aquella radio artesanal  para siempre. Sucedió para mí también con la imprenta, que es mi oficio primero. Adiós, son cosas que no existen.

Dulce María Loynaz decía que la poesía era un arte de la juventud. Tú has alcanzado los 50 años y sigues escribiendo poemas espléndidos. ¿Por qué no has podido dejar de escribir poesía, qué diferencias hay entre el joven poeta de “la luz, bróder, la luz” y el poeta que eres hoy?
Siempre me pareció que la Sra. Loynaz inventó eso de la poesía y la edad por dos (o tal vez tres) razones, que son:
1. La poesía no la visitó más tras “La novia de Lázaro”. (A propósito, no era exactamente una muchacha cuando escribió ese poema que alude a un episodio muy fuerte de su vida). Ahí mismo se secó, misteriosamente.
2. La frase era una indirecta con Nicolás Guillén (nacido como ella en 1902), quien muy viejo publicaba de vez en cuando versos en periódicos y revistas. A veces no muy buenos, por cierto. Esa pulla a Nicolás la Loynaz la soltó en Bohemia, cuando la descongelaron tras años de indiferencia (llamemos así al ninguneo) por parte de las instituciones oficiales. Los jóvenes de los 80 comentamos mucho el asunto, nos regocijó el brete.
3. La Loynaz adoraba hacer frases agudas, generalmente amargas. Por teléfono daba unos raspes magnos, en persona, dicen, también. Cuando escribía no tenía un ápice de humor. Tuve poco trato con ella. No me interesó conocerla ni visitar su casa, exigía adoración y eso siempre me ha parecido ridículo.
A pesar de ese axioma de Loynaz que detesto (ya te habrás dado cuenta), hay muchos ejemplos de grandes poetas que han escrito hasta última hora, con edades avanzadas. Pienso, por ejemplo en Auden, y entre los vivos, Leonard Cohen, por poner dos ejemplos, solamente de obras grandes, consistentes. Borges podría ser otro candidato para desdecir el fatalismo.
En mi caso, ahora, con 50, miro al muchacho de “La luz, bróder, la luz” y pienso que hubiera podido hacerlo mejor en la poesía si hubiera estado más atento a sus alrededores (y quizás estudiado, leído más) y no andar metido en tanto loco amorío y en tanta camaradería callejera.
Pero así éramos los chicos de los 80. No lamento nada del pasado, extraño ausencias donde quiera que estoy y me desorientan los cambios extremos que alguna gente experimenta así como así. Creo que por allá adentro soy el mismo. No sé si eso es bueno o no.

Eres el más habanero de todos los provincianos que conozco; sin embargo, algunos de tus mejores poemas convierten en universales las cosas más simples de la vida municipal. Ayúdame a explicar mejor esas dos mitades de Sigfredo Ariel.
Tú sabes que esas cosas no tienen explicación. Hay personas que desmenuzan los caminos y los tratos que la poesía tiene con uno, pero es inútil. Nadie sabe ni sabrá lo que hace la poesía con la cabeza de uno. Siempre he creído, por ejemplo, que escribo con claridad, para que todos entiendan, y tristemente no es así.
No lo comprendía, hasta que años después leí mi primer libro y advertí que algunas cosas quedaban oscuras, incluso para mí. Dice Chesterton que a Robert Browning le pasó algo por el estilo, o peor: olvidó el significado de un extenso poema suyo, dramático.
Sé que en mis poemas aparecen fondas, bares, calles, patios provinciales, pero, mira, andar una noche solo por la calle Colón de Santa Clara no es para mí distinto a caminar otra noche por Diagonal, en Barcelona, o en Carlos III de La Habana.
El escenario no es para mí esencial, sino lo que pasa por dentro de uno. Pertenezco a un grupo de poetas que, aunque parezca otra cosa a la crítica superficial (siempre en Belén con los pastores), somos unos ensimismados colosales.
Hace años escribí una línea al final de un soneto que fue interpretada como un piropo a Santa Clara: «parva ciudad, la única en que existo» que en realidad contiene la idea de que donde exista yo, existe la ciudad, no a la inversa, pues no hubiera salido de allí.

Me es imposible pensar en La Habana (en la Habana que fue mía y perdí, quiero decir) sin que Sigfredo Ariel me pase por la cabeza. ¿Quiénes te pasan a ti por la cabeza cuando piensas en todas las Habana que has perdido?
No sé cómo uno puede vivir con tanta pérdida. No solo hablo de los muertos, que ya son un montoncito. La mayoría de mis amigos se ha ido de Cuba. Son huecos enormes. Siempre pienso en el tiempo que hemos perdido de estar juntos y hacernos bien.
Dependo del amor filial, por eso mis cuentas de teléfono son estratosféricas y aparezco en Facebook con frecuencia. El caso es que, cuando me he ido a vivir a otro país, soy feliz con mis amigos de allá, pero echo de menos a los de acá y los que están en otras partes. Lo ideal sería de vez en cuando ir como un tren lechero por el mundo.
Aunque por ahora vivo en un lugar de La Habana que siempre caminé con gusto, conozco bien, todavía comprendo con cariño y lo disfruto (Centro Habana), la ruina gana día a día un pedazo más, la gente modifica dramáticamente sus casas, sus vidas, como puede, y se modifica a sí misma, claro está.
Me gusta irme al parque Trillo, caminar por la horrible calzada de Zanja. Intento integrarme al entorno, irme al mercado agrícola con sus precios de miedo y oír conversaciones entre personas desconocidas. Pateo Neptuno arriba-Neptuno abajo al menos una vez al día.
Lamento muchísimo que muchos edificios se estén desmoronando, pero veo a partir de las primeras plantas como una voluntad de salir de la ruina y la basura: cualquiera que ande por aquí lo puede advertir, si levanta los ojos. Eso me esperanza, me alegra, me hace pensar que es “La Habana que vuelve”, como se llama una zarzuela del maestro Prats.

Gran parte de la banda sonora de mi vida se la debo a mis abuelos Aurelio y Atlántida, a Bladimir Zamora y ti. La música que sonaba alrededor de esas personas me ha seguido acompañando y salvando. Como apenas nos hemos visto un par de veces en los últimos 16 años, tengo que hacerte esta pregunta: ¿qué música acompaña y salva hoy a Sigfredo Ariel?
Soy afortunado: mi bar de la esquina tiene cada semana al conjunto Chappottín, al Arsenio Rodríguez, a Rumberos de Cuba, que es mi grupo de rumba favorito ahora mismo. Por si fuera poco, cada martes está el Septeto Habanero en la misma calle donde vivo, San Miguel, en el Palacio de la Rumba. La entrada equivale a un dólar, que no es desangrarse.
En casa oigo jazz, sobre todo cool jazz hasta el be-bop, ahí se paró mi tren. Vuelvo de vez en cuando a los sones viejos al modo habanero (Boloña, Nacional, Munamar, Occidente, Apolo, de los años 20), por estos días oigo a Miguel Poveda, Mayte Martín con las pianistas Labeque y otros discos nuevos, claro, que van llegando y uno consigue por ahí.
Me gusta oír demos, maquetas, muchas veces inconclusas o in progress, y luego ver cómo se van completando, en ocasiones, perdiendo zonas, instrumentos, no solo añadiendo. Es bonito que la gente confíe en uno y le dé cosas así para escuchar. Hay dos precios que pagar en esos casos: sinceridad absoluta y discreción total.
Mira, hay un CD que acaba de salir con un concierto en vivo medio olvidado de Emiliano Salvador en Bellas Artes (que tiene un tremendo Llora, de Marta Valdés, piano solo) y espero conseguir en cuanto salga Day Break, de Norah Jones, ahora en octubre. En realidad, oigo de todo, Camilo, me conoces: no sólo camino por lo chapeado.

08 agosto 2016

María

María tenía cinco años cuando llegué a su vida. La primera vez me miró con recelo. La segunda, me dio un beso. La tercera, un beso y un abrazo fuerte. Ya tiene 10 años y dice que cuando está conmigo no le teme a nada. 
El sábado pasado yo iba subiendo por un estrecho tablón a la parte alta de la cabaña que estamos construyendo, cuando oí que Diana gritó asustada; María venía detrás de mí. Una de las cosas que más disfruto es verla andar por el campo, subiendo lomas o explorando cañadas. 
Poco a poco, le he ido regalando palabras de mi infancia campesina que ella ahora usa a menudo. Todas las noches se mete en nuestra cama hasta quedarse dormida, entonces yo la llevo cargada para su habitación. En el camino, siempre se despierta, me da un beso y me dice que me quiere mucho. Cuando llegamos a su cama, le digo "¡Entra, guabina*!" y, mientras la arropo, ella se vuelve a dormir con una sonrisa cómplice. 
A veces, cuando vamos camino a la loma, ella se pone a identificar árboles y cada vez que acierta me mira para que yo me sienta orgulloso. Y en verdad lo estoy, porque sé que algunas de las cosas que le he enseñado le servirán para ser útil y buena. Ella, a cambio, me hace feliz todos los días.

*"La guabina" es una antigua guaracha que Cheo Portal Nodal cantaba, acompañado por una pita y una lata, en las estaciones de trenes de Las Villas. Yo me la aprendí por mi abuelo:
La mulata Celestina
le ha cogido miedo al mar,
porque una vez fue a nadar
y la mordió una guabina.
Entra, entra, guabina,
por la puerta de la cocina.
Dice doña Severina
que le gusta el mazapán,
pero más el catalán
cuando canta "La guabina".
Entra, entra, guabina,
por la puerta de la cocina.
Ayer mandé a Catalina
a la plaza del mercado
que me trajera dorado
y me le dieron guabina.
Entra, entra, guabina,
por la puerta de la cocina.