31 marzo 2017

Arriero

El silente arriero sigue ahí,
mientras beso tus ojos
y sirvo un café
en el cuenco del amanecer.
En todas estas lomas
nadie como él
entiende al dios matemático
que creó el palo amarillo.
Solo así se explican
sus pasos certeros y rápidos
entre las ramas,
la neblina y el abismo.

No sé cómo darle las gracias
por esa música
que tiene la cañada
cuando él se mantiene
sigiloso,
expectante,
listo para darle
alcance a su presa
y dejarnos atraparnos
entre la mañana
y la lluvia
que seguirá cayendo
durante todo el día.

30 marzo 2017

Golpe de Estado en Venezuela

Un día como hoy me es inevitable recordar las innumerables discusiones que tuve con muchos amigos dominicanos sobre el chavismo y las graves consecuencias que eso tendría para Venezuela. 
Hablo de un momento en que Hugo Chávez se bañaba como un tiburón en un mar de petróleo y salpicaba a todos los países de la región a cambio de respaldo, complicidad o —por lo menos— silencio. El tiempo, desgraciadamente, me ha dado la razón. 
No es que yo fuera adivino, es que se trataba del remake de una película de la que ya había vivido el final. Hoy es el primer día oficial de una dictadura que logró arruinar a un país y matar el futuro de una nación en tiempo récord. 
Lo que al fidelismo le tomó medio siglo, el chavismo logró resolverlo en apenas una década y media.

28 marzo 2017

Noches de radio*

Aurelio encendió el radio Westinghouse para que se le empezaran a calentar las bujías. Es un milagro que aún se oiga, hace dos años un rayo lo dejó echando humo. Quedó todo chamuscado, pero Atlántida lo tapizó con dos retazos de tafetán y de lejos perece nuevo.
El aparato tiene una enorme aguja en su mismo centro. Dándole pequeños golpes hacia delante y hacia atrás, mi abuelo tantea en la negrura de la estática. Una vez despejados los ruidos y las voces que se confunden con el traspaso de los kilohercios, se escucha un contrabajo.
—En el bajo, Joseíto Beltrán —se le oye decir de pronto el animador.
La voz engolada del animador le encanta a los bichos de la luz. Enseguida que él anuncia al primer músico, empiezan a dar vueltas alrededor de los bombillos. Muchos de ellos amanecen muertos al día siguiente. A las mariposas más bonitas y a los insectos más raros los guardo en una de las vitrinas del cuarto de expreso.
Atlántida se quedó en el comedor, recogiendo la loza con sus manos finas y estrujadas. Papá tantea la aguja para limpiar un poco más los celajes y vigila las moribundas bujías, ahora que el violonchelo es quien se escucha con minuciosa cadencia.
—En el chelo, Tomasito Alejandro Valdés.
Yo siempre me siento en una banqueta a dos pasos de mi abuelo, cruzó las piernas y empiezo a mirarlo. Mirar a mi abuelo es una de mis aficiones preferidas. Para decir algo, Aurelio levanta sus manos y casi las detiene en la mitad exacta del gesto. Luego, cuando regresan, son inapelables.
Me sé su rostro de memoria: su boca entreabierta por la perenne falta de aire, sus párpados a punto de caer por el sucesivo resplandor del mediodía en el arroz y su mirada de perdida en la distancia, como la de los héroes de la Guerra de Independencia en los libros de historia.
La banqueta en la que me siento a oír a la orquesta, es del piano donde están puestos los adornos más bonitos de la casa y el radio Westinghouse. Tiene una trampa donde todavía guardan algunas partituras de mi prima Lucy. Todas tienen el cuño de la librería Dulzaides de Santa Clara.
El piano está viejo, lleno de comején y desafinado, pero Atlántida le sacude el polvo todas las mañanas y lo deja como se veía en la vidriera de El Encanto. Hablando de pianos, ese es el de la orquesta. En toda charanga él es la moneda que más vale.
—En el piano, Pepito Palma Pereyó.
Por las tardes, mi abuelo y yo nos ponemos unas camisas de corduroy que Atlántida nos hizo en su Singer. La de Aurelio es verde oscuro y la mía azul Prusia. Cuando el aire frío de enero entra por la ventana de la saleta, yo me arrimo lo más que puedo a mi abuelo. Él me abraza con una mano mientras tantea con la otra.
Sintonizar una emisora en ese radiecito es un arte que parece reservado para Aurelio, sobre todo cuando tiene puesta su camisa de por las tardes.
—¡Vieja! —grita en dirección a la cocina—. ¡Ya empezó!
El grito da la impresión de que Atlántida está muy lejos, por lo menos en la antigua romana donde ahora viven Basilia y su madre. Pero ella sigue fregando la loza y enjuagando la cristalería. De pronto los violines. Elegantes hasta más no poder.
—En los violines el maestro Ángel Barbazán, Celso Valdés, Dagoberto González y el director Rafael Lay.
—¡Vieja, vieja, ya empezó! —Este grito es aún más alto, como si Atlántida estuviera allá, en la curva donde se cruzan la línea de ferrocarril y la carretera de Cienfuegos a Esperanza.
El hilo de agua se oye caer debajo de la ventana de la cocina, sobre un monte de mariposas. La loza de la casa es la misma de hace veinte años, fue el último regalo de Navidad que pudieron hacerse los Odd Fellows. Toda una vajilla llena de azucenas, que son las flores preferidas de Aurelio.
Esos son la tumbadora, el güiro y la paila criolla. Suenan como si estuvieran dentro de una caja de madera. Su sonido seco pone en movimiento a las ramas más altas del algarrobo, esas que sobrepasan la estación y parecen tocar a la luna cuando está llena y alumbra más que una locomotora.
—En la batería Guillermo García, Panchito Arboláez y Orestes Varona Varona.
Como las únicas flores que le gustan al abuelo son las azucenas, quitó de su vista un búcaro con las orquídeas de la vieja Máxima, que Atlántida todavía cuida para ponérselas a sus muertos. Luego se enjuagó las manos en el aire un par de veces y cruzó los brazos para disfrutar cada sonido.
—La gran flauta —me dijo Aurelio señalando la bocina del Westinghouse—, ahora viene la gran flauta.
Así dice todas las noches antes de recostarse en el sillón con un suspiro complaciente. Aurelio siempre ha dicho que en toda Cuba solo hay tres hombres capaces de cantar detrás de esa flauta y uno de ellos, fue su amigo, cuando era jefe de estación relevante en Cruces.
—¡Richard y su flauta!
—¡Vieja, vieja, ya empezó —gritó—, oye la flauta de Richard Egües!
El sonido del agua y los vidrios es la única respuesta de Atlántida. Nunca deja nada sucio para el otro día, la cocina tiene que quedar como un espejo. Los platos hondos separados de los llanos son guardados en el gabinete. Los impecables calderos Bolinaga van debajo de la meseta organizados por su número, uno dentro del otro, como una matrioshka.
El sartén y el calderito de freír se quedan con sus fondos de manteca en el horno. Los cubiertos se escurren toda la noche, menos el tenedor de Aurelio, que se guarda envuelto en una servilleta, junto a los platos y el olor a cedro del mueble más seguro, bajo llave.
Los trapos, el delantal y el mantel, tendidos uno al lado del otro, repiten su blancura a lo largo del cordel. Resuelto todo esto, Atlántida destapa las latas del café y del azúcar, enciende por última vez la estufa y, de paso, echa los tres quilos de vuelto del café en un envase de Kresto.
En ese momento el olor del café recién colado se expande por todos los espacios de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Empieza por el cuarto de expreso, pasa por la oficina y por cada una de las habitaciones de la casa de familia, que es donde vivo desde que mis padres se divorciaron.
Me encanta la cara que pone Aurelio cuando entran de nuevo los violines. Es algo muy breve, un pequeño pasaje para que al fin se escuchen los cantantes:
—¡No me interesa que me critiquen/ cuando me escuchen cantar,/ ritmos de antaño!
—Las voces de los maestros cantores —dice el animador en tono de broma— Felo “Hermético” Bacallao… ¡Hum! Y José Antonio Olmos. ¡Ellos integran la orquesta cuarentona de Los Araaagones! ¡Aahhh!
Este grito del animador hace que la tumbadora, el güiro y la paila sonsaquen a mi abuelo, que ya presiente otro ruidito y se abalanza sobre el radio para mover la aguja.
—¡Aragón! ¡Aragón! ¡Aragón!
—¡Vieja! ¡Vieja! —Aurelio vocea como si Atlántida estuviera por lo menos al final de los cañaverales, donde dicen que el Ruso se hizo su cabaña—. ¡Ya empezó la orquesta a tocar de verdad, ya están todos!
—Si tu oyes tu son sabrosón/ ponle el cuño... ¡Qué es la Aragón!/ Sí tu escuchas un rico danzón/ ponle el cuño... ¡Qué es la Aragón!
—Ah, cará, ya empezó la orquesta a tocar de verdad —exclamó Aurelio. Está tan contento, que a duras penas logra mantenerse en los límites del enorme sillón de majagua—. ¡Busca a tu abuela, que ya están todos!
Iba a salir corriendo a buscarla, pero justo en ese momento Atlántida apareció en la puerta de la saleta con su eterno suéter azul pálido. El suéter de mi abuela es una de las cosas que más he visto en mi vida, además de que ella siempre lo tiene puesto, a mí me encanta mirarlo. Tiene más olor a Atlántida que Atlántida misma.
Cuando la orquesta por fin entra en el primer danzón del programa, Aurelio se arregla el cuello de la camisa de corduroy y se detiene a oler el café recién colado.
—Esto si es un café —susurra—, y eso si es una orquesta.
Entonces los tres oímos a la orquesta Aragón tocar sus grandes éxitos hasta López Gómez se despide de toda Cuba “hasta un próximo encuentro con las melodías de siempre”. Número a número, la oscuridad se convierte en una fiesta a la que nunca fuimos.
Cada vez que los violines rellenan los espacios en blanco, Aurelio y Atlántida vuelven a contar su vidas y el “tiempo de antes” se nos viene encima. Puede empezar de cualquier modo, pero siempre termina en el momento en que Aurelio desconecta el radio y la noche se apaga.

*Fragmento del borrador del primer capítulo de la novela Atlántida.

23 marzo 2017

Francamente

Hoy me pasé el día escribiendo. Tratando de hacer literatura, quiero decir. Trabajo en algo cuyo título es Atlántida. Cuando uno insiste en ser escritor al borde de los 50 años, ya no lo hace con ese afán de trascender que se tiene en la juventud y mucho menos por vanidad. 
Lo hace porque no le queda más remedio, porque de lo contrario acabaría asfixiándose con todas esas ocurrencias que tiene trabadas dentro del cuerpo. Hace unos días encontré el primer borrador de esta idea, es de 1993. Tiene la misma edad que mi hija Ana Rosario. Todos estos años ha tenido muchas formas y tonos. Ninguno me gusta hoy.
Insisto, no sé si la novela en la que trabajo será buena, regular o mala. Francamente, no me importa. Me basta con la felicidad que me da pasarme un día entero viviendo todo lo que viví hoy, encerrado en mi espacio de trabajo, regresando a lugares a los que solo puedo volver a través de las palabras.

14 marzo 2017

Taigá

No advertimos su llegada. Cuando notamos su presencia ya vivía en el pueblo y se había hecho una pequeña cabaña al final de los cañaverales. Nunca nadie averiguó su nombre, todos le llamaban el Ruso. Siempre andaba con un pesado abrigo y un gorro de piel de oveja con orejeras.
Era un hombre de muy pocas palabras, por eso tardamos meses en enterarnos que había estado cinco años en la Siberia. Formó parte de un contingente de cubanos que fue a cortar árboles a la taigá. De allá trajo el abrigo, el gorro y la costumbre de no quitárselos nunca, incluso bajo el sol más abrasador.
Corrían los años 80 del siglo pasado. Los ferrocarriles de la isla tenían una gran carencia de travesaños. La Unión Soviética estaba dispuesta a donar la madera, pero Cuba debía mandar a los que se encargarían de talar los árboles, aserrarlos y empavesarlos con alquitrán.
Pronto el Ruso se convirtió en el mejor machetero de la zona. Se ganaba todos los reconocimientos: radios portátiles, televisores, refrigeradores y hasta una pequeña motocicleta que tenía pedales para poder subir las cuestas más empinadas. Nunca se quedó con ninguno, los vendía para comprar alcohol.
Solo iba al pueblo en las tardes por pan y ron. Ya borracho, esperaba al tren de las 6:45 en el andén. No le quitaba la vista de encima a la locomotora. Cuando se oían los pitazos cerraba los ojos. Era como si los sonidos de aquella mole bielorrusa lo llevara de regreso al frío de la taigá.
Luego se alejaba por la línea, dando tumbos, sudando bajo el grueso abrigo y el gorro, frotándose las manos como si en verdad hiciera frío. Un día desapareció. Luego alguien que pasó por donde estaba su cabaña dijo que allí no quedaba nada. 
“Debe haberse ido otra vez para Rusia —concluyó Cebollón, el repartido de periódicos—a ese animal solo lo entienden los osos”.

10 marzo 2017

Informe contra nosotros mismos

En el inolvidable documental que Jorge Dalton le dedicó a Eliseo Alberto, ese donde Lichi le habla a la cámara como si fuera un amigo de toda la vida, mientras le cuenta su historia (nuestra historia), hay un momento al que he vuelto muchas veces. Una y otra vez regreso a ese instante donde Lichi se refiere a nuestra cobardía como pueblo.
En la Guerra de Independencia, recuerda el autor de Informe contra mí mismo, había muchos más cubanos peleando del lado de España que en la manigua, junto al ejército libertador. El día que cayó Machado, todos salieron a festejar y saquear, pero fueron poquísimos los que en verdad se enfrentaron al Asno con Garras.
El 1 de enero de 1959, los que quemaron ruletas y traganíqueles nunca se imaginaron que esa madrugada también comenzaba la destrucción de la nación cubana. Que ese amanecer tan esperanzador del que eran testigos de excepción acabaría dejándonos sin la más mínima esperanza. Muchos no habían hecho absolutamente nada, pero ahora querían hacerlo todo.
El día que llegue a su fin la dictadura que comenzó con Fidel y que nadie sabe con quién ni cuándo acabará, millones de cubanos se lanzarán eufóricos a las calles de toda la isla. Pero mientras tanto, hemos delegado la responsabilidad de enfrentarse al monstruo totalitario a un puñado de hombres y  —sobre todo— mujeres.
Hoy en la mañana rompí el último puente que me comunicaba con uno de esos tantos compatriotas que ejercen la ingratitud como oficio. Hablo de los que no se cansan de hacer leña con el país que los acogió, los hizo personas y les permitió —¡por fin!— ser libres, mientras guardan un vergonzoso silencio sobre todo los horrores que pasan a diario en su moribundo país de origen.  
Cuando vi el documental de Dalton, volví a la última noche que hablé con Lichi en persona, en la Casa de Teatro de un año que solo Iván debe recordar. “Cuba ha parido algunos de los hombres más grandes y pingúos de la historia —me dijo una vez Lichi, delante de Iván Pérez Carrión, Freddy Ginebra y un vaso de Brugal Extra Viejo—, pero no sabemos comportarnos como un pueblo valiente”.
Ahora, aunque es de madrugada y demasiado temprano para un ron, estoy allí de regreso otra vez, después de haberle dado la espalda a un cobarde.

***
No, no es un deja vu, en verdad ha vuelto a ocurrir. Hace poco más de un mes, cuando publiqué el post Lichi Diego nos habla por última vez, desde un rincón del alma, Jorge Daltón me hizo llegar un comentario que tuve que compartir con los lectores de El Fogonero. Ahora tampoco puedo evitar la reproducción de este nuevo envío. Gracias, Jorge, por tu amor a Lichi, a la memoria de tu padre y a Cuba. Un fuerte abrazo para ti y un beso para Susy.


Si no soy capaz de defender mi verdad y lo que creo, sería un perfecto miserable

Jorge Dalton

Camilo, te agradezco mucho por mantener viva la memoria de mi hermano Lichi Diego. EL MIEDO ese estado o sentimiento que nos corroe. Tu texto me recordó cuando Lichi escribió los primeros ensayos que desembocaron varios años después en su libro: Informe contra mí mismo.
Tuve el privilegio de ser uno de los primeros en leerlos. Eso fue en México como en 1994. Uno de esos primeros textos tuvo por título: “Puñal de melancolía”. Cuando me lo dio a leer me sentí muy inconforme y, como lector, le dije que faltaban muchas cosas. Que decir las cosas a medias era mucho más peligroso.
Y él me dijo esa vez: “Mi querido Daltoncito, tienes toda la razón, pero no voy más allá porque tengo miedo de no ver nunca más a mi madre”. Y yo le pregunté: ¿Acaso tu madre te perdonará por no decir lo que tienes que decir? Meses después fui leyendo los demás ensayos que ya tenían algo de la estructura del libro futuro más reveladores y contundentes.
Hubo un tiempo que hasta me sentí culpable de empujarlo, porque yo igual sentía mucho miedo de revelar o descubrir verdades. Cuando comencé a hacer la película En un rincón del alma, igual sentí miedo, esa es la verdad, no solo yo, mi propia madre sentía miedo por lo que yo estaba haciendo y así por el estilo amigos.
Más de uno llegó para decirme que mejor desistiera en hacer esa película. Pero yo estaba muy decidido a vencer esos miedos por Lichi, por Eliseo, Bella, Rapi, Fefé, por mi padre, por Lezama, por Orígenes y por Cuba, que son razones más que poderosas.
Hoy que la película está navegando por el mundo, revelando una serie de verdades inéditas, pues ha sido para mí la mejor manera de vencer ese miedo que nos corroe a muchos. Siento que si no soy capaz de defender mi verdad y lo que creo, sería yo un perfecto miserable.
Alguien miserable siempre será una persona cobarde, manipulable y dúctil. La verdad es que le tengo mucho más miedo a eso último.

09 marzo 2017

Una breve aclaración de principios

Mi equipo en el Clásico Mundial de Béisbol, desde su primera edición, es República Dominicana. 
Dos patrias tengo yo, Cuba y el Cibao. Como la selección de la primera no está integrada por las estrellas que quieren representarla sino por las que quedan; prefiero la libertad de los dominicanos, este pueblo alegre y solidario que tanto me ha dado y del que soy parte desde hace 17 años. 
No es que desee que los cubanos pierdan, es que quiero que los dominicanos vuelvan a ganar. 
¡Vuá al Águila..., digo, a Dominicana!

05 marzo 2017

El tiempo de los árboles

En la Cordillera Central he tenido el gusto de conocer a muchos árboles centenarios. También he sido testigo de no pocos horrores, como el de un individuo que taló una mata de mangos que había sido testigo de todo el siglo XX dominicano. Su pretexto es que tenía un panal y él era alérgico a las abejas.
Ayer en la tarde bajamos al pueblo a comprar un tanque y le dimos bola (botella, en Cuba) a tres ancianos que iban por el camino de La Lomita. Hacía dos horas que habían salido de su casa y les tomaría otra dos más llegar hasta Pinar Quemado. Gran parte del recorrido deben hacerlo a más de mil metros de altura.
Nos dijeron que habían bajado para hacerle una visita a una familiar recién parida. Diana, que es financiera y le gusta encontrarle los números a todo, me hizo notar que en total invertirían ocho horas para un cumplido de apenas unos pocos minutos.
—El tiempo de ellos es como el de los árboles —me dijo al final de sus cálculos.
Al principio, cada vez que veniamos a la Loma de Thoreau, nos obsesionábamos con sacarle partido al tiempo. Por eso, cuando llegaba la hora de irnos, nos angustiaba la idea de no haberlo aprovechado lo suficiente.
Poco a poco hemos ido aprendiendo de los árboles, de su vida de espalda a los relojes. Cuando empezó la construcción de la cabaña, nos aseguramos de guardar suficiente distancia de un majestuoso pino occidentalis. Silencioso, imperceptible, él ha ido avanzando hacia nosotros y una de sus ramas ya está a punto de alcanzar la terraza.
Hoy en la tarde volveremos a la ciudad, por eso me levanté bien temprano y me puse a mirar la llovizna desde mi pequeña mesa de trabajo. Busqué el reloj y conté las horas que nos quedaban en la Loma. Luego miré hacia afuera. El pino occidentalis ocupa prácticamente todo el espacio de la ventana.
Entonces me serví un café y traté de imitarlo, a él y a los campesinos de La Lomita. Silencioso, imperceptible, escribí este texto.