La
dictadura de Cuba nunca ha tenido en cuenta a los cubanos a la hora de imponer
sus políticas migratorias, por eso siempre ha usado sus derechos como un arma malsana. Ni Fidel Castro ni su hermano Raúl han tratado
al pueblo como un beneficiario, sino como un rehén para negociar.
Hace
apenas dos semanas, el periódico Granma anunció
que el régimen eliminaría la infame “habilitación” que los cubanos debían requerir
para regresar a su propio país. Ofrecía, incluso, los atracaderos de la marina
Hemingway y Varadero para “los ciudadanos cubanos residentes en el exterior que
poseen embarcaciones de recreo”.
Lo
que se anunciaba “como parte del continuo e irreversible proceso de
actualización de la política migratoria del país”, no era más que una jugarreta
para captar recursos justo ahora, que el gobierno de Washington ha vuelto a
meter sus relaciones con La Habana en un congelador.
Apenas
dos semanas después de ese anuncio, la dictadura le notificó al escritor Rolando
Sánchez Mejías (Holguín, 1959) que no podía regresar a su país. La intención de
su viaje era ver a su madre, una anciana de 78 años que está gravemente
enferma.
En
los años 80 del siglo pasado, Celia Cruz —una de las expresiones más rutilantes
de nuestra cultura— también pidió viajar a Cuba por ese mismo motivo. No solo
la madre, Celia también murió sin que eso fuera posible. Aunque la cantante es uno de
los mayores signos de la identidad caribeña, sigue siendo ignorada en su país.
Se
trata, dice Rolando Sánchez Mejías, de “ver hasta qué punto te puedes humillar,
hasta qué punto uno cede”. Celia y él, como otros miles, no cedieron. Por eso Cuba
se los pierde. Y esa es la mayor privación que ha tenido la isla desde 1959.
Renunciar
a sus ciudadanos es aún peor que renunciar a la idea de progresar y de construir un
futuro de desarrollo y bienestar. Si no hay una Cuba con todos y para el bien
de todos, solo queda una Cuba sin cubanos. ¿Será ese el mayor legado que deja
la revolución?